martes, 31 de diciembre de 2013

Última parada: Bangkok (2)

Las fiestas de Khao San eran tan frenéticas como continúas. Muy parecidas en lugares y brebajes, pero muy diferentes cada noche, en tanto en cuanto una nueva hornada de viajeros, o bien recién llegados al país de la locura, o bien celebrando su despedida, inundaba las calles y los antros. Alcohol muy barato, sisas, discotecas y bares con barras en plena calle, raves improvisadas, gente de todo el mundo, grupos bien nutridos de tailandeses, puestos de insectos por todas partes. El mejor lugar del mundo para conocer gente.

Durante mi estancia en Khao San, me integré y salí de fiesta con un grupo de ingleses y franceses que trabajaban en una ONG internacional en Camboya; con Nasir, el indio callado; con Mick y Sam, los australianos desdentados amantes del opio; con un grupo de tailandesas y tailandeses que me asaltaron en la calle a las tres de la mañana diciendo que me parecía al cantante de Maroon 5 (eh… ¡sí, vale!); con unos viajeros japoneses a los que me costó casi veinte minutos convencer de que bajaran al bar de abajo y a los que prácticamente tuve que llevar a cuestas de vuelta al hotel del pedo que pillaron; con unos obreros escoceses que habían ahorrado todo el año para venirse a Tailandia en plan Resacón en las Vegas y que me llevaron haciendo una carrera de tuk tuks a Pat Pong, la zona donde se hacinan (literalmente, unos encima de otros) todos los bares de striptease de Bangkok, y me invitaron a chupitos de ron durante toda la noche. Sin duda, la velada con los escoceses fue la más esperpéntica que viví en Asia. Es imposible no esbozar una sonrisa al pensar que todo empezó en el bar del hotel, preguntándoles si podía sentarme en su mesa a tomarme mi cerveza, a lo que ellos enseguida respondieron pidiendo otra botella y poniéndome un chupito delante para un brindis.

Este tren de vida llevó inevitablemente a un desgaste excesivo de mi mente y mi cuerpo. Me convertí en el lumpen de Khao San, comiendo en el bordillo de la calle, robando en el Seven Eleven siempre que podía, y trabajando para un conductor de Tuk Tuk que me pagaba  por hacerme pasar por un cliente interesado en tiendas y agencias de viaje en las que él se llevaba comisión por traer a clientes. Las comisiones las repartía conmigo, pasándome el dinero disimuladamente desde el asiento del conductor. Este hombre mayor y yo desarrollamos una relación divertida que surgió de casualidad cuando una mañana me preguntó si quería ir a algún lado a la salida del hostal, y yo me saqué el interior vacío de mis bolsillos con el gesto internacional de “estoy sin blanca”.

No obstante, la visita de una amiga mía tailandesa, conocida de cuando estudié en Reino Unido, me adecentó durante un par de días. Ella, rica y pija pero al mismo tiempo, generosa y encantadora, tuvo la decencia de pasearme por los lugares emblemáticos de la ciudad a cuerpo de rey. Sin dejarme siquiera llevarme la mano a la cartera ni en restaurantes ni en taxis, y pagándome incluso la entrada al palacio real, que suponía una pastaza importante, recorrimos casi todo lo emblemático de Bangkok en un día.

Bankok, palacio real
El Palacio Real

Bangkok palacio real
Estatua de un gigante en el Palacio Real

Bangkok palacio real
Los humildes aposentos del rey de Tailandia

Bangkok, palacio real
Combinación de arquitectura francesa y tailandesa

El palacio real está formado por una gran extensión de jardines y edificios que combinan con gracia una especie de imitación de arquitectura colonial francesa (que al rey que los hizo le gustaba) y estilo sobrecargado tailandés. Todos los muros, exteriores e interiores, están recubiertos de grabados bastante impresionantes. La mayoría, según me cuenta mi anfitriona, cuentan la historia de la cruenta guerra entre dioses del budismo ramificado (pues en gran medida y en la gran mayoría de territorios donde se practica, el budismo no es una religión monoteísta, como muchos piensan. El Buda es un dios principal que se alza sobre un panteón de deidades menores) y gigantes/titanes, tema recurrente en tantas mitologías. Uno de los edificios del palacio es la pagoda del Buda Esmeralda, que en realidad es de jade, es muy pequeño, y fue regalado al rey tailandés por China hace muchos siglos. También visitamos el Buda reclinado más grande del mundo en Wat Pho, de 43 metros de largo, y el templo de Wat Arun, que parece una pirámide maya con un pináculo alargado en la punta y cuyas escaleras estrechas e irregulares dan verdadero vértigo a la bajada, reteniendo a varios turistas caguicas durante un rato en la parte superior.

Wat Poh gran Buda
Gran Buda tumbado en Wat Poh

Wat Arun, Bangkok
Wat Arun

Wat Arun, Bangkok
Wat Arun desde el otro lado del río

Estoy a gusto con mi amiga, incluso cuando se hace evidente que mi camiseta raída y mi barba desordenada no son adecuadas para el restaurante carísimo en el que cenamos, con vistas nocturnas al templo Wat Arun, bastante impresionante gracias a la iluminación. En esta cena, tengo el gusto de probar por primera y única vez los manjares tailandeses que no pueden encontrarse en los puestos de comida callejeros de pad thai y rollitos vietnamitas que suelo frecuentar. Comemos deliciosa sopa de setas con leche, cerdo en curry de estilo panang (que yo conocía gracias a mi antiguo compañero de piso Michael y las recetas de su novia de origen tailandés), noodles fritos crujientes y otros manjares. Mayzie, que así se llama mi amiga, ha invitado a su vez a una compañera de trabajo de la universidad, muy guapa, aunque ambas dedican más tiempo a sus móviles listos que a la comida, como tantos asiáticos. Yo engullo, ya que es la primera comida de calidad que pruebo en semanas. Después observamos Bangkok desde la azotea, con sus edificios financieros y templos budistas, y barcos restaurantes iluminados de mil formas bajando el río frente a Wat Arun.   
FOTO wat Arun iluminado

Tras una semana en Bangkok, empiezo a estar realmente a gusto. La ligera confusión de los primeros días ha desaparecido. Saludo a los dueños de los puestos callejeros, a los tuk tuks. Siento que podría quedarme, empezar de nuevo y construir una vida agradable. Una vida frenética o una vida tranquila, según yo eligiera, libremente.

Pero en una vida de saltos y trayectos todo llega a su fin, y esto es una de las pocas cosas malas que tiene viajar, el elemento efímero del bienestar que se alcanza en algunos lugares. Como es evidente que no puedo pagarme un medio de transporte más rápido de vuelta a Kuala Lumpur, donde me espera mi vuelo a España, calculo que tardaré dos días de viaje, al menos. Con el poco dinero que me queda, me hago con un billete de tren que tarda 22 horas en llegar a Butterworth, ciudad del Norte de Malasia. Por más que lo intento, es imposible conseguir un billete de autobús Butterworth-Kuala Lumpur desde Bangkok, así que no me queda más remedio que esperar que mi llegada no se produzca con mucho retraso y pueda coger un autobús in situ el mismo día. Si no lo consigo porque no quedan autobuses o billetes esa tarde, perdería el vuelo a España. No me preocupa mucho pues mi llegada a Butterworth está prevista para la una de la tarde, una hora razonable para encontrar billetes (el posible retraso es otra cosa, pero prefiero no pensarlo mucho y confiar en la diligencia de los trenes tailandeses).

Para mi última noche en Bangkok consigo, sin que aún me explique muy bien cómo, reunir a las ocho de la tarde en el hotel Dob a un grupo nutrido y variopinto a más no poder: Nasir, los viajeros japoneses, mi amiga Mayzie, Mick y Sam, las chicas tailandesas que me confundieron con Maroon 5, y una chica keniata que he conocido esa misma tarde. Al grupo se une además, una extraña amiga hipster de los australianos sin seguro dental, formando una combinación estrambótica en la que soy el único nexo de unión entre mucha gente.

La noche es terriblemente divertida, con momentos muy surrealistas como el baile sensual de una de las japonesas, de 19 años, con Mick el desdentado, ambos luciendo unos gorros de peluche con grandes orejas que este había comprado para sus hijos. Mayzie está superada, pues pertenece a la jet set capitalina y no está acostumbrada a los tugurios de Khao San ni mucho menos a los personajes que habitan en ellos. Nasir me agradece que le presente a tantas mujeres. En general, yo disfruto como un enano y me despedido de Bangkok y de Tailandia como es debido, de manera excesiva y extravagante, como es la gente allí.

A la mañana siguiente, sábado, comienzo un viaje que culminará con mi llegada el miércoles al aeropuerto de Madrid. Mi socio el conductor de tuk tuk se despide de mí y me consigue un taxi a mitad de precio hasta la estación de tren, un lugar ruidoso y muy sucio, como casi todas las estaciones de tren. Allí fumo un poco de la hierba que uno de los japoneses me ha dejado junto a la cama al marcharse hacia el sur mucho antes que yo, esa mañana. Pretendo con ello amenizar las 22 horas que tengo que pasar en ese tren viejo que se coloca chirriando en el andén indicado.

Y de hecho, el viaje es ciertamente entretenido. Mi litera es exigua y casi no puedo estirarme cuando me tumbo, pero todo tiene cierto aire novelesco y acogedor. Los paisajes que atravesamos distraen la vista y la mente mejor que ningún capítulo de los juegos del hambre, y los paseos rutinarios por los otros vagones me dan vidilla, observando la entrada y salida de diferentes pasajeros y sus maletas, familias y atuendos. Hay familias numerosas de indios que vuelven a Malasia, también un grupo de señoras chinas muy ruidosas que hablan y comen guarrerías sin parar, van o vienen, no lo sé. También hay unos monjes budistas y un blanco solitario con aspecto de rockero ex-drogadicto de unos 50 años o más. Fumo en el lavabo mientras veo junglas, montañas y arrozales pasar a gran velocidad. También me hago fotos para documentar el empeoramiento progresivo de mi aspecto a lo largo del viaje. El billete incluye dos comidas bastante decentes, aunque las señoras chinas tienen más cosas en una bolsa enorme de plástico. No paran de hablar y comer. El rockero viejo intenta dormir y está visiblemente molesto, así que se levanta en un punto no identificado del sur de Tailandia y les grita que se callen de una maldita vez con acento británico. Las señoras susurran y maldicen durante unos minutos, después vuelven a gritar y el hombre no puede hacer más que revolverse en su asiento.

Tren a través de Tailandia
Desde el tren

Pasamos la frontera después de haber parado por última vez en Tailandia cerca de Hat Yai, ciudad grande del Sur. En el puesto fronterizo, la seriedad y el buen inglés de los malasios vuelven a mi vida, y yo me despido finalmente de Tailandia, un país que nunca superaré del todo.

La llegada a Butterworth es rutinaria, y encontrar un autobús a Kuala Lumpur resulta mucho más fácil de lo esperado, para mi tranquilidad. Enseguida me siento y entablo un poco de conversación con una pareja de brasileños, el chico al parecer es futbolista. Estoy bastante cansado pero no consigo dormir. Mi comida del domingo se basa en los archiconocidos corazones de pescado frito malasios, sumergidos en aceite tóxico de palma, una delicia, les doy varios a los brasileños pues ellos no han sabido qué comprar al estar recién llegados.

Es ya de noche cuando mi macuto y yo nos plantamos en el viejo edificio de Segambut. No estaba nada seguro de que fuera a volver por allí así que la gente se sorprende bastante al verme aparecer, pues ya me despedí en su día. Solo me quedaré esa noche, y aunque mi cama la tiene ahora un voluntario chileno, se cambia para dejarme dormir allí una última noche.  El bueno de Fernando está en Singapur, pero me ha dejado algo de dinero debajo de su colchón, y es gracias a esos pocos ringgits con lo que puedo llegar al aeropuerto al día siguiente y cenar. La hospitalidad de la gente de Segambut me da alegría, y siento una gran nostalgia cuando subo por última vez a la azotea a otear las junglas oscuras y las grandes torres Petronas en la lejanía. Voy a echar de menos Malasia, y la forma de vida que ha representado para mí, mucho. 

Mi avión con destino a España sale a las 12 de la noche, así que empieza un nuevo día mientras yo abandono la que ha sido mi ciudad y mi vida durante siete meses que no olvidaré.

Sin una buena película que ver o una buena conversación a la que agarrarse, rodeado de metal y plástico, y a miles de metros de altura, echo de menos la jungla. Recuerdo mi última caminata a través de Koh Phi Phi, ya sin Manu, cuando prácticamente se me hizo de noche en mitad de la isla y tuve que correr entre lianas y raíces mientras mi mente jugueteaba con el recuerdo de las historias de fantasmas de Aaron. Casi pierdo el camino, pero al final, el camino estuvo más claro que nunca.

Al despegue le siguen una escala extraña y somnolienta de seis horas en Pekín y una breve en Amsterdam. Allí me vuelvo a encontrar con nuestra civilización y me siento extraño y pesado. Quizá sea el sueño, o quizá no. Nadie a mi alrededor parece darse cuenta de la relevancia que tiene para mí el volver a pisar pasillos limpios, alfombras, tiendas de lujo… Echo de menos la cercanía de la gente, las sonrisas y saludos espontáneos, y por qué no decirlo, también la suciedad y el caos de Asia. Tan pronto me asaltan estas dudas, recién bajado del avión, ¿cómo es posible? Quizá solo sea el sueño.

Los últimos 50 ringgits que llevo en el bolsillo no me dan ni para una hamburguesa, así que decido quedármelos como recuerdo de mi periplo de pobreza. Europa se me antoja ahora cara, y vieja, y tremendamente aburrida. 

Todo está por ver, las sensaciones al volver a una vida que casi he olvidado, y las nuevas perspectivas que este viaje sin duda habrá dejado en mí como huellas imborrables de experiencia, igual que también ha dejado cicatrices más físicas que nunca desaparecerán. Todo esto se verá, supongo, con la perspectiva que solo el tiempo y la mirada tranquila hacía atrás pueden otorgar. Quizá entonces, vuelva a escribir. 


En cualquier caso, cuando dejé Asia nunca dije adiós, tan solo, hasta la próxima J


Al final, sobreviví


2 comentarios:

  1. Un gran relato, tiene que dar mucha pena dejar un sitio así para volver a nuestra realidad europea, espero que la vuelta no esé siendo muy traumática! :)

    Ójala yo algún día pueda hacer un viaje como el tuyo

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    1. Gracias por leer Jesús, la vuelta siempre es durilla... supone perder una gran parte de la libertad que supone viajar. Pero aquí también tenemos cosas buenas! En cualquier caso, pronto volveremos a salir!
      un abrazo

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