jueves, 19 de septiembre de 2013

Criaturas extrañas bajo cielos perfectos en el río Weston

A la mañana siguiente, despierto en casa de Aaron y enseguida resulta evidente, tanto por la sequedad de la resaca como por mi falta de recuerdos de la noche anterior, que no llegué en un estado adecuado teniendo en cuenta que era mi primera noche como invitado en la casa de sus padres.

En seguida me levanto (es más fácil escribirlo aquí de lo que en realidad fue aquel día… contando mi infame noche en el aeropuerto, mi mañana en el banco, el hecho de que venía directamente de currar y setecientas cervezas, mi cuerpo es un deshecho, una piltrafa, un guiñapo) y me disculpo. Por suerte, parece que no hice tanto ruido, y, al llegar tarde, le ahorramos la escena a los demás familiares que viven en la casa: dos hermanos, una hermana, y los padres. Aaron me cuenta que lo único raro que hice fue hablar durante un rato largo sobre mi preocupación concerniente a una mariposa a la que un niño arrancaba las alas (eso ocurrió en el mercado filipino, antes de reunirme con Dajana).

La mayor parte de la mañana transcurre de forma borrosa mientras me revuelvo con mal estar en el colchón viejo de la habitación de Aaron. Cuando me incorporo por fin, él está ya abajo, comiendo con sus padres. La habitación es pequeña, dividida por una estantería, con una pequeña mesa, un cenicero abarrotado de colillas de mentolados y un agradable balcón con los restos recientes de una barbacoa y buenas vistas a la jungla. Me desperezo, me doy una ducha rápida y bajo a saludar a la familia. El padre y uno de los hermanos no están, la madre y la hermana son sonrientes y muy amables, el hermano pequeño más reservado. Me siento mientras Aaron juega un rato a la consola.

He decidido que voy a quedarme en la zona de Kota Kinabalu durante toda mi estancia en Sabah. Tras haber puesto en orden toda la información que tanto Dajana como las diferentes gentes de la isla y los empleados australianos de los hostales me han proporcionado, creo que debería haber planificado mejor mi viaje. El río Kinabatangan, al Este, es uno de los mejores sitios para entrar en contacto directo con la vida salvaje de toda Asia… Pero está demasiado lejos, cerca de Sandakan, a más de 7 horas de autobús contando que todas las carreteras estén adecuadamente transitables, cosa improbable. Allí cerca, en un lugar llamado Sepilok, está el santuario de orangutanes más grande de Sabah, otro sitio que había incluido en mis planes tras un breve research, mirando el engañoso mapa y consultando foros en los que se decía que el viaje era tan solo de 5 horas. Como añadido, tanto el barco por el río como la visita al centro de orangutanes requieren de reserva previa y tienen unos horarios que no casan para nada con la hora de llegada desde Kota Kinabalu, por lo que se perdería un día más, inhabilitando las visitas y la vuelta al aeropuerto. Junto al monte Kinabalu, son dos cosas más que no podré hacer en mi primera visita a Borneo.

Prefiero pensar que volveré por allí en algún momento futuro de mi vida, así que no me preocupo mucho y llamo a uno de las agencias que organizaba un viaje más corto, factible en una tarde, al río Weston. Este es más cercano a Kota Kinabalu y, aunque no es comparable al Kinabatangan, también posee una interesante fauna boyante y relativamente fácil de avistar desde el barco.

Dos horas después, Aaron me deja en Kota Kinabalu, a unos diez minutos de su casa, y allí me recoge una furgoneta donde va un guía. En un amplio recorrido, vamos recogiendo a otros integrantes del tour y al cabo de un rato me veo rodeado de chinos que hablan sin parar. Esto no es buena señal: algo que se aprende en Asia es que la presencia de chinos en un viaje organizado suele ser inversamente proporcional a su calidad y su grado de aventura. Los turistas chinos gustan de ir con maleta de ruedas, calzado inapropiado, y de ser dirigidos por el camino más fácil posible (si puede ser a restaurantes chinos, centros comerciales chinos y hoteles chinos, mejor), esto es un hecho comprobado.

El viaje al lugar de inicio de la expedición dura al menos dos horas, atravesando la jungla omnipresente de Borneo. El destino es un embarcadero diminuto en un río mucho más ancho de lo esperado, cercado por selva tupida en ambas orillas. Allí, en las inmediaciones de la pasarela de madera, amparados entre unos troncos de bambú que surgen directamente del agua, hay una familia de macacos muy agresivos. Me desvío de la pasarela principal que va hacia el barco y en cuanto doy un paso hacia ellos, la madre, portadora de un bebé, enseña la mandíbula con agresividad, distrayéndome de la verdadera amenaza, que es otro de los macacos que se acerca por mi flanco. Cuando me quiero dar cuenta, le tengo muy cerca, en la barandilla de madera, con la boca muy abierta y los dientes ponzoñosos en ristre, sin emitir ningún ruido y a punto de saltar. Cagado de miedo, corro de vuelta al embarcadero y tres de los monos me persiguen durante unos diez metros, ahora gruñendo victoriosos. Llego al barco jadeando y sudoroso, bajo las miradas extrañadas de los chinos, no puedo explicarles lo que ha pasado pues allí nadie habla inglés.

La travesía a lo largo del río Weston dura en torno a una hora. Un guía habla en chino todo el rato (sin parar) y va señalando los diferentes animales que pueden verse a medida que el barco transcurre con placidez y los árboles pasan lentamente junto a nosotros. En lo alto de las ramas, demasiado lejos como para poder apreciarlos correctamente, vemos monos narigudos, una curiosa especie endémica de Borneo. Pese a la lejanía, los simios se distinguen como espías medianamente ocultos en el follaje, moviéndose entre las ramas con agilidad. El mono narigudo es un animal extraño, casi irreal, con extremidades muy largas y finas y una gran barriga de color marrón claro. Su elevado peso se hace evidente al combarse ostentosamente los árboles más finos con cada uno de sus saltos. Su cara, con ojos muy humanos y una nariz que es más una protuberancia desproporcionada y gelatinosa que cuelga y se balancea con cada movimiento, no se aprecia desde la distancia a la que estamos (estos monos los vería desde mucho más cerca, dando incluso la mano a uno, en una reserva natural cercana a Kota Kinabalu dos días después).

Busca un mono narigudo en esta imagen

Durante nuestro transcurso por el amplio caudal del río Weston también vemos monos de cola alargada, cuya cola es en efecto, muy larga, macacos ordinarios (literalmente), y multitud de aves tropicales de colores y formas muy variadas. Durante el camino de vuelta, el sol desciende y traza el cielo con líneas de luz anaranjadas, mientras al otro lado, se dibuja un doble arcoíris que levanta exclamaciones exaltadas entre los ruidosos turistas chinos. Borneo y sus cielos perfectos. 

Puesta de sol tras el río Weston

Doble arcoiris

Los cielos perfectos de Borneo

Destellos amarillos bajo noche azul


Tras una exigua cena en el embarcadero, aderezada con cientos de mosquitos que pican con la profusión de chinches y con la hinchazón de arañas, volvemos al barco: aún hay algo más que ver antes de dejar para siempre el río Weston. Las luciérnagas.

Me monto en la barcaza con sueño, sin excesiva excitación. ¿Qué puede ser mejor que las luciérnagas deTaman Negara, tan lejanas en el tiempo pero aun tan vivas en el recuerdo? Pienso. Pero esto es Borneo, y aquí la vida salvaje alcanza siempre un nivel superior.

En total oscuridad, remontamos el río de nuevo. Tras unos diez minutos, nos acercamos lentamente a las oscuras siluetas de los árboles que cubren totalmente la orilla…

El guía me ha dicho durante la cena que los centenares de luciérnagas que pueblan los árboles hacen que estos parezcan estar adornados para navidad. Me ha parecido exagerado, pero cuando nos acercamos y veo las luces parpadeantes que dibujan la silueta de cada uno de los árboles de la orilla, he de reconocer que el guía no andaba desencaminado. Para no dañar a los insectos, no podemos encender luces ni usar los flashes de las cámaras, así que no vemos realmente los árboles, pero estos están tan atestados de diminutas luces blancas que sus formas pueden distinguirse perfectamente. Es algo así como asistir a un espectáculo de magia, algo que cuesta creer que exista bajo las estrictas leyes naturales. Mediante un artilugio que llevamos en el barco, emitimos unos destellos breves de luz verde, esto hace que muchas de las luciérnagas se desprendan de los árboles y vengan hacia nosotros, atraídas hasta lo que creen que es una especie de gigante luminosa. De esta forma, podemos ver como los contornos de los árboles se desdibujan en nubes de puntos luminosos dispersas que rodean la barca. Por desgracia, los chinos solo quieren que las luciérnagas se acerquen para capturar su lento vuelo con las manos y meterlas en botes y botellas de plástico que luego agitarán a modo de linternas hasta que todos los insectos estén muertos y se apaguen lentamente. Mis miradas y comentarios reprobatorios no surten efecto alguno y todos vuelven al embarcadero con botes aún luminiscentes llenos de luciérnagas captivas.

La vuelta a Kota Kinabalu se hace larga y tediosa; ojalá tuviera la capacidad de dormir en una furgoneta atestada. Cuando llegamos, en torno a las diez de la noche, Aaron me espera con el coche de sus padres y me lleva a tomar unas cervezas a su sitio preferido, a medio camino entre la ciudad y su casa. Es un sitio muy tranquilo, y barato, con mesas de madera junto a un lago, lleno de familias y grupos de amigos, todos gentes diversas de Sabah. Hay una mesa con al menos cinco niños menores de quince años fumando  y bebiendo cerveza profusamente. Yo estoy muy cansado, incluso para beber. Un amigo de Aaron viene, pero es muy callado, hablamos de cosas triviales, poca relevancia, y volvemos a casa, a dormir por fin.


En el camino de vuelta, atravesamos lo que Aaron asegura que es una carretera encantada, donde se han visto espíritus de niños que persiguen a los coches flotando, sin pies. Aaron asegura haberlos visto, y su amigo también, pero yo no veo nada. Esa noche estoy demasiado cansado, incluso para las historias de fantasmas.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Un día muy largo en Borneo

Empezar un viaje con un retraso de cinco horas en tu vuelo es empezar con mal pie. Si al menos la espera ha de pasarse en un aeropuerto cómodo, con asientos aptos para el sueño, el contratiempo se palia en cierta medida. Pero lo más cercano a la comodidad que existe en la terminal de salidas nacionales del aeropuerto LCCT de Kuala Lumpur es el frío y durísimo suelo de mármol, que está, al menos, bastante limpio. Alguien cuya maldad no conoce límites ha decidido diseñar asientos alargados para luego colocar apoyabrazos de acero que dividen cada una de las distintas reposaderas. Esto crea la ilusión de espaciosas camas cuando los bancos se observan desde lejos pero esto se revela falso tras un análisis más detallado durante el cual la inquina del diseñador queda patente.

Al suelo sea, con mi macuto como toda almohada y mi toalla como todo colchón, cinco horas no son nada.

Mi llegada a Kota Kinabalu, prevista para las doce de la noche, se produce a las 6 de la mañana, con los destellos del nuevo día despuntando contra las ventanas de los taxis que esperan ávidos de ringgits ya a esta temprana hora. Aaron, mi amigo sabahano, que está pasando las vacaciones en su tierra natal y se ofreció a enseñarme el lugar, no está esperándome como había dicho. Supongo que recibió mi mensaje comunicándole mi retraso, aunque no ha contestado y no sé nada de él.

Un taxista joven me hace un gesto y negocia un buen precio por llevarme al centro de la ciudad. He quedado con otra amiga, Dajana, en frente del mercado filipino del puerto a las 10, y he decidido que intentaré encontrar un lugar para dormir esas pocas horas que quedan hasta entonces, donde pueda y como sea. Apenas he pegado ojo en el aeropuerto, y menos en el avión, y no quiero empezar mis andanzas por las junglas borneanas con un ojo abierto y otro cerrado.

Así que allí vamos el taxista joven y yo, hacía el centro de la ciudad de Kota Kinabalu, capital del estado malasio de Sabah, en el Noreste de la gigantesca isla de Borneo.

Hay varias cosas importantes que saber sobre Sabah para entender mejor el relato de mi viaje allí: Sabah es grande, muy grande (como grande es Borneo en su conjunto), solo este estado casi equivale en tamaño a la Malasia peninsular. Es mejor reservarse un día entero para cubrir las distancias que en los engañosos mapas parecen viables para una mañana. El estado de las carreteras también influye, requiriendo los traslados por la región mucha más planificación y tiempo de lo que en un principio se puede pensar.

Por otro lado, casi todas las actividades que se pueden realizar en Sabah requieren de reservas previas. No basta con desplazarse a los sitios, las empresas de turno han monopolizado los accesos y la única manera de entrar y salir es pagando con antelación. Esto resulta especialmente sangrante en el Monte Kinabalu, la montaña más alta del sureste asiático, con 4.100 metros de altura, que pensaba escalar en esta mi primera visita a Borneo.

Cierto es que empecé a planificar el ascenso tarde y mal, pero los casi 200 euros que cobran por subir, con el consabido guía obligatorio, permisos y seguros de mil tipos, una noche en un albergue de montaña que supone casi la mitad del precio, y sobre todo el hecho de que no haya más opciones porque una empresa tiene el monopolio sobre la fucking montaña, echa para atrás. Y da que pensar sobre cómo se gestionan a veces los recursos turísticos y naturales en los países asiáticos.

Otra cosa que es necesario saber sobre Sabah es que pertenece a Malasia tan solo debido al desaguisado diplomático de la época colonial tardía, en la que la federación de Malasia, aún controlada por ingleses, decidió promover la anexión de este estado rico en recursos cuya explotación había recaído en manos españolas y portuguesas (de ahí que la religión mayoritaria en las ciudades siga siendo el catolicismo), inglesas, japonesas y americanas. Las disputas de los ingleses con filipinos e indonesias por el control de la región fueron heredadas por el gobierno independiente malasio y siguen muy activas hasta la fecha actual. De hecho, dos meses antes de mi viaje, escaramuzas con tintes de guerra en el Este de Sabah, con desembarco de tropas Sulu del sur de Filipinas, amenazaban con cerrar la región para los viajeros (Bueno, irse podría haberse seguido yendo, a riesgo de que un cazador de cabezas de alguna de las tribus borneanas en estado de guerra se interesara por tu cabellera. Borneo es uno de los pocos lugares del mundo en el que aún se conservan las tradiciones por las cuales durante la guerra se cortan las cabezas a los enemigos para exponerlas en los lugares comunes de la tribu, aunque esto se da más en Sarawak, la región noroccidental, y en el Borneo indonesio. Esta práctica se trata curiosamente de un símbolo de respeto hacia el enemigo, que perdura indefinidamente como cabeza colgante en las viviendas comunales del vencedor en lugar de desaparecer en el polvo).

En cualquier caso, saber esto hace que no me choque tanto el encontrarme con una diferencia mayúscula entre Sabah y Malasia continental en lo que a grupos étnicos, cultura, religión y tradiciones se refiere. La gente en general es más hospitalaria, más abierta y también me resulta más atractiva físicamente. También son mucho más pobres. Sabah es el estado más pobre de Malasia, seguido por su vecino Sarawak, también parte del Borneo malasio.

Durante el camino, el taxista joven me señala el monte Kinabalu en la lejanía, la montaña que esta vez no escalaré, con su cima irregular de tres picos que le resta algo de empaque a la masa pétrea que se recorta contra el cielo naranja.

Me bajo en el mercado filipino y pese a que no estoy demasiado cansado (he entrado en ese estado en el que ya ni se siente ni se padece, solo se sigue hacía adelante por pura inercia), decido forzarme y tratar de dormir algo, ya que el día va a ser muy largo. Me doy una vuelta por la parte trasera del mercado, en la que empieza a brotar la actividad diurna, con gente yendo y viniendo con paquetes en la cabeza, y con frutas y pescados y carnes expuestos sobre mantas en el suelo en forma de rudimentarios puestos. Me gustan los colores de este mercado, y la gente, que tiene un aspecto más pacífico que la gente de la Malasia continental, entendiendo por pacífico a más acorde con la gente de las islas del océano Pacífico, no a menos belicoso. 

Primeras imágenes de Sabah

El mercado filipino


Tras una vuelta, encuentro un banco metálico en el que quepo encogido y me tumbo, con mi toalla como almohada y las asideras de mi macuto enrolladas a las piernas para evitar robos. Allí, incómodo hasta decir basta, intento dormitar y de hecho, duermo un par de horas, siendo despertado a cada rato por la gente que pasa por el cada vez más bullicioso mercado. Cuando los puestos de artesanos abren sus puertas y el edificio principal del mercado cobra vida, el ruido se vuelve excesivo como para seguir manteniendo aquella pantomima de descanso, así que me levanto y saludo despeinado al dueño del puesto más cercano al banco, que me mira confuso sin entender por qué me acabo de despertar delante de su puesto.

Me tomo dos gigantescos rotis como desayuno, mucho más grandes que los de Segambut pero con peor sabor, y me cuelo en la recepción de un hotel de lujo entre las miradas desconfiadas de los recepcionistas para lavarme los dientes y la cara en un baño de ricos. Aun me queda una hora hasta que llegue Dajana así que me doy una vuelta y me encuentro con una torre del reloj de madera, sello británico (similar a las torres del reloj de piedra tan habituales en las ciudades inglesas pero construida con madera, como la mayor parte de la arquitectura colonial) y uno de los pocos edificios supervivientes tras los bombardeos de la segunda guerra mundial que “remodelaron” la ciudad entera. Me subo a una colina con vistas y vuelvo recorriendo el puerto hacía el mercado filipino. Por el camino me acerco a un niño que está torturando a una pobre polilla (gigantesca) y se la cojo de las manos. Tras tenerla observarla un rato en mi mano, la dejo en un lugar donde el niño no pueda alcanzarla para intentar salvarla, aunque confío poco en que aquella criatura llegue a vivir para ver la tarde de este viernes.

Polilla

Dajana llega a las diez y nos vamos a tomar un café y un red bull. Me resulta muy agradable hablar con esta italiana que conocí en Segambut. Ambos trabajamos para la misma ONG así que hablamos de cómo van las cosas en su nueva vida como profesora de inglés en Borneo, ella parece bastante contenta de estar allí. No me extraña, por lo que me cuenta, Sabah es un lugar fascinante y diferente a todos los demás en los que he estado hasta ahora. Dajana me cuenta que se está celebrando el festival de la cosecha y que se ha instalado una gran fiesta en un poblado que se encuentra a menos de una hora de Kota Kinabalu.

Decidimos comer tranquilamente (en una cafetería mamaks, por supuesto, de indios musulmanes, los mejores manjares y los menos sanos) e ir para allá. En el proceso, Aaron por fin da señales de vida y dice que se reunirá con nosotros en la fiesta.

Llegamos al lugar donde se celebra el festival de la cosecha en un autobús local lleno de sabahanos de diferentes etnias. En Sabah, el grupo étnico más abundante son los kadayan, una mezcla de malayos y dayak, o indígenas originarios y más numerosos de Borneo, que da lugar a gente bajita de ojos rasgados y caras redondeadas, ostentadores de una hospitalidad desmesurada. Esta última característica la comprobaremos en el festival de la cosecha, donde el ambiente a la llegada (en torno a las 5 de la tarde) es ya muy festivo.

El lugar de la celebración, una recreación a tamaño real de un poblado o kampung tradicional construida con motivos culturales, está abarrotado de gente bebiendo y comiendo. La gran mayoría es gente local (en Sabah se ven menos turistas que en los otros lugares de Asia a donde he viajado), aunque entre la multitud aparece Fabrizio, otro profesor italiano que conozco de Kuala Lumpur. Dajana ya me habría dicho que andaría por allí, y me alegro de encontrármelo, ya que se trata de un tipo interesante y peculiar. Los tres atravesamos una gran choza donde al menos 30 personas están saltando sobre unas largas ramas de bambú que, suspendidas unas junto a otras sobre un agujero y colocadas de forma que se doblen sobre otras ramas, hacen las veces de cama elástica. Es imposible entrar, el lugar está demasiado lleno de gente que salta y grita. Sobre la atracción, un sabahano borrachísimo baila al ritmo de los saltos con los ojos cerrados. Mucha gente ya va fina, pues la cerveza lleva sirviéndose todo el día: esto no es Kuala Lumpur con sus botellines a 15 ringgits (4 euros), benditos sean los cristianos (asiáticos) y su menor restricción moral. Según me dice Dajana, ha llegado a ver a gente tocando el techo de la choza con un salto desde la cama elástica. Hay al menos seis metros hasta el techo.

Pasamos una zona de barro que casi se traga nuestras botas y entonces unos señores de una mesa nos llaman y nos hacen un hueco para que nos sentemos con ellos. Antes de que mi trasero haya tocado el asiento, uno de los hombres, de edad entre los 35 y los 45, ya me está dando una lata de cerveza Tiger (vietnamita) que abro en el acto. Y así, una tras otra, los señores, que hablan un inglés bastante bueno que permite hablar de todo un poco, nos invitan a al menos seis latas a cada uno. Mientras ellos tratan de ligarse a Dajana sin disimulo, Fabrizio, tipo muy pausado con intereses espirituales, me habla de sus planes de viajar caminando hasta Kudat, 185 kilómetros al norte de Kota Kinabalu. Le admiro por proponérselo así que brindamos por ello, y por muchas cosas más, la cerveza parece aparecer espontáneamente sobre la mesa cuando miramos hacia otro lado. La cosa llega a un punto en que la vergüenza nos obliga a pagar un par de rondas para nuestros anfitriones, este gesto prácticamente les ofende.

Tras un par de horas, la familia de la mesa de al lado se nos une, Aaron aparece por fin (una suerte, pues ya me veía pidiéndole a uno de los bebedores sabahanos que me llevara de vuelta a un hostal en Kota Kinabalu, ya que Dajana y Fabrizio viven en un pueblo cercano llamado Donggongon, donde enseñan), y todos empezamos a ir un poco tostados.

Uno de los anfitriones, pasados los cuarenta, que habla todo el rato de Jesús y nos intenta convencer para que seamos cristianos, saca a bailar a Dajana varias veces, e incluso intenta darle algún beso. Decidimos que es el momento de moverse un poco por el terreno y ver que nos deparan las otras chozas y longhouses (casas comunales donde hasta 30 miembros de una familia). Hay mucha gente bailando en varias de ellas, en una, hay un chaval joven haciendo una especie de breakdance. En cuanto nos ve, se detiene y viene corriendo a saludarnos entusiasmado junto con uno de sus amigos, que no sabemos si es chico o chica. Desde ese momento, los chavales se nos pegan como lapas y se desviven por que estemos a gusto: nos llevan a otras cabañas donde hay ambiente, nos quitan de encima a gente que nos intenta hablar y que ellos consideran molestias, e incluso intentan traerme a una chica guapísima que pasa por allí para que la conozca, a lo cual me niego rotundamente.

El grupo se ha convertido en una suerte de mezcolanza estrafalaria que se mantiene unida por esa argamasa de amistades efímeras que es el alcohol: con Dajana permanentemente acosada por múltiples pretendientes a los que saca mínimo una cabeza, un grupo recién adjudicado de filipinos (Sabah acoge muchísimos inmigrantes de estas islas) que nos siguen invitando amablemente a cervezas (aunque resulte evidente en este punto que la cosa no va a acabar bien si seguimos bebiendo), los dos “supervisores” de la diversión dirigiéndonos y orquestando todo a nuestro alrededor, el hombre religioso que se ha apuntado a la comitiva dejando atrás a sus otros amigos y con un inglés y unas ideas ya no tan claras, y un Aaron sobrio, pues es el conductor, que es el verdadero encargado de que las cosas no se vayan más de madre de lo que ya se han ido.

En definitiva, una de las noches más divertidas en lo que llevo en Asia.

Festival de la cosecha, buenísimas fotos tiradas por un sabahano borracho

Dajana con nuestros colegas los filipinos etílicos