martes, 19 de febrero de 2013

Arañas, té y terror en la selva


Por primera vez en un mes, me despierta un frío intenso. Es una sensación que enseguida pasa de ser agradable a incómoda. Fernando ha tirado de la manta hasta apoderarse del 90% de ella, y cuando tiro para recuperarla, gime como un bebé gigante y tira más fuerte hasta que se la lleva entera y se acurruca con ella.

No consigo volverme a dormir, así que me hago un ovillo hasta que el despertador suena menos de una hora después y salto de la cama para ser el primero en la ducha. Mucho más tarde, cuando todos están listos, salimos a esperar al conductor que debe llevarnos por el recorrido incluido en el tour. Por supuesto, llega algo tarde, y durante la espera conocemos a un holandés que nos cuenta que lleva viajando solo por el sureste 4 meses y que pasará con nosotros el resto del día. Es uno de esos viajeros moreno y fibroso, con gorra y media melena, que atraen tanto a todas las tías. Tiene unos 30 años, es bastante majo y no está tan tarado como otros.

Una vez en la furgoneta desayunamos rotis con chocolate y fresa mientras paramos a recoger a más gente: una americana y una pareja de chinos jóvenes que van vestidos como si fueran concursantes de Gran Hermano. Alguien debería decirle al gobierno malasio que menos azotar públicamente por fumar porros y más por llevar maletas de ruedas, faldas y chubasqueros rosas a las Cameron Highlands, crímenes mucho peores.

La carretera sube serpenteante hacía la parte aún más alta de las tierras altas y de camino nos regalamos la vista con las primeras colinas de las plantaciones de té. Vistos de cerca, los arbustos de té no son más que cuadrados de hojas de un verde intenso, similares a una planta de aligustre común y corriente, sin embargo, con la perspectiva que da la distancia, la visión de las loma recorridas por las filas infinitas y perfectamente trazadas de cuadrados de té es una de las cosas más hermosas que he visto.

Primera vista de las plantaciones

Pronto, pasados los 1.500 metros (aprox.), nos sumergimos en la niebla y las vistas cambian el encanto relajante de las lomas por la luminosidad extraña que se refleja en las brumas blanquecinas de las nubes, que tampoco está nada mal.

Cuando paramos, estamos en la cima del Gungun Berinchang, la montaña más alta de las Highlands, con 2.032 metros de altura. Subimos a un puesto de observación que se eleva unos 20 metros más sobre el terreno, pero las vistas son nulas desde el interior de una nube, así que bajamos rápido pues el viento corta en lo alto de la torre.

Algo defraudado por la cumbre, veo como la chica de la pareja de turistas chinos (turistas con mayúsculas) toma fotos o videos de su novio moviendo los brazos ortopédicamente pretendiendo nadar en la niebla. Es algo muy estúpido de ver y siento frustración por no disponer de más días para estar en las Highlands; son precisamente esas imágenes las que se intentan evitar cuando se huyen de estos fatídicos tours.

Desde la cima, descendemos unos pocos cientos de metros (para lo que nos hacen estúpidamente volver a montarnos en la furgoneta, aumentando mi frustración) hasta llegar a la entrada de una ruta por el “mossy forest” o bosque húmedo. Este consiste básicamente en una jungla muy cerrada con unos niveles de humedad elevadísimos, en remojo dentro del mismo mar de nubes que cubre todo el macizo. Todos los árboles y raíces están totalmente cubiertos de musgo y lianas que se asemejan a serpientes. Todo está empapado, la madera de las raíces que cubren la totalidad del suelo es blanda y cede como una esponja bajo mis botas (hasta el punto de que, por momentos, parece que pedazos enteros de tierra van a hundirse hacia abajo por la ladera del monte), gotas de agua caen por todas partes y hay plantas carnívoras cilíndricas de un rojo intenso que contrastan de forma casi artística con el verdor del musgo que lo invade todo.

Es en entorno muy diferente a la selva en la que hemos estado el día anterior, muy singular, todo parece transcurrir de forma diferente allí dentro, más despacio, enfocado desde un prisma diferente y misterioso. Estar rodeado de esas plantas extraordinarias y esa bruma densa que se desplaza lentamente alrededor, cubriéndolo todo con un envoltorio móvil que forma parte de la vida del bosque, es ciertamente extraño; hasta el punto que me imagino estar explorando un pedazo de roca caída del espacio exterior, con especies de otro mundo que deben ser estudiadas y catalogadas.

Reconociendo la selva húmeda
Bifurcación

Sorprende la falta de vida animal, más allá de las aves que de vez en cuando emiten sus graznidos alarmados desde las inmediaciones y alguna libélula de proporciones desmedidas. Vemos cientos de telas de arañas, rellenando cada hueco de cada árbol carcomido por la humedad, pero ni una araña, nada. El guía nos asegura que allí habitan miles de insectos, incluidas tarántulas de gran tamaño y cosas aún peores, pero que durante el día, y más si hay gente cerca, se ocultan en los más profundo de sus madrigueras ponzoñosas.

Tras un rato avanzando, llegamos a una zona de difícil acceso en la que se han instalado unas pasarelas de madera para que la china no se manche las infames zapatillas con lentejuelas que calza con desparpajo. De esta forma, la jungla pierde todo su encanto, el misterio desaparece y la sensación de recorrer un mundo diferente se oculta bajo las maderas de conglomerado de la pasarela. Así no se hacen las cosas, esa jungla no merece aquello.

Tras un rato aburrido paseando por la pasarela, decido tomar medidas. En un recodo del camino, aprovecho que marcho en último lugar junto con Fernando para saltar la balaustrada y seguir un camino que se aleja de la ruta que los demás han seguido y se adentra en la humedad del bosque.

Fernando me sigue un rato, mientras la selva se vuelve más enraizada a nuestro alrededor y el camino recobra sus cualidades de tierra ignota. Vuelvo a sentirme cercano a la esencia del terreno que me rodea, trepando por la ruta y metiendo las manos en agujeros podridos para auparme sobre los árboles caídos que ahora forman parte del limo. En un lugar récondito entre las ramas, descubrimos unas plantas carnívoras aún más grandes que las vistas en las afueras del bosque, e intentamos, sin éxito, acariciarlas con un palo simulando la presencia de un insecto para que se cierren.

Planta carnívora

El hecho de no haber visto casi ninguna araña hasta ahora ayuda a acrecentar mi sensación de seguridad. Solo en un momento, al pasar por debajo de una gran raíz, algo vivo y grande atraviesa mi cara con un rápido movimiento, provocando un aspaviento y haciendo que me atice en la cara con la mano y me revuelva el pelo frenético. No he visto lo que era, y parece que ya se ha ido, así que sigo caminando.

Había planeado simplemente acercarme a echar un ojo al camino salvaje y volver con resignación al grupo para no dejar del todo tirados a Angelo y Salwa, pero no puedo evitar ceder de nuevo ante el hechizo de la naturaleza virgen. Hasta el punto de que, cuando Fernando me anuncia que él no prosigue, pues el barro nos llega casi hasta los tobillos y las raíces se han vuelto demasiado resbaladizas y traicioneras, decido seguir un poco más y ver qué hay más allá, qué secretos pueden encontrarse allí olvidados (no parece que esta ruta haya sido recorrido en un tiempo considerable, pues la vegetación ha tomado auténtico control sobre el camino, estableciendo un dominio absoluto).

Jungla virgen
Mayor profundidad


Camino alrededor de diez minutos más en la profundidad del bosque. En un punto indefinido, el camino deja de existir y tan solo existe el barro y los troncos podridos, la humedad y el silencio lleno de ruidos a mi alrededor. De repente, me detengo. Un pensamiento ha perturbado la tranquilidad de mi paseo: ¿Y sí resultara que no soy bienvenido allí? . Las gotas de humedad que resbalan por mi frente se vuelven frías y la selva se hace más grande mientras yo me vuelvo diminuto, solo ante la vasta naturaleza virgen. Los graznidos de un ave resuenan en la cercanía de una forma antinatural, nunca he escuchado un sonido así, casi parecen provenir de una garganta humana. Es en este momento cuando una de las historias de Aaron, mi amigo de Sabah, me viene a la cabeza, una historia de apariciones en la selva, de fuegos fatuos y espectros a los que se debe evitar la mirada. La sensación de seguridad que me insuflaba fuerzas para seguir se derrumba como un castillo de naipes, y los árboles retorcidos a mí alrededor se me vienen encima, me siento vulnerable y rodeado.

Me quedo paralizado durante unos segundos, y entonces una punzada de pánico sobrenatural me atiza en la nuca. Con un nudo en la garganta, echo a correr en dirección contraria, de vuelta, todo lo rápido que me permiten las piscinas de barro, que casi parecen arenas movedizas a estas alturas, y los árboles que crecen bloqueando mi camino.

Enseguida alcanzo a Fernando y los dos volvemos a la pasarela donde nos separamos del resto del grupo. Ni entonces, ni ahora, logro entender lo que ocurrió allí, aunque quizá no es algo que deba ser entendido, quizá de vez en cuando debamos suprimir esa ansia tan humana de comprenderlo todo. Le sensación de que algo no era normal en aquella parte de la jungla me invadió de una forma extraña, y preferí no seguir indagando para comprobar qué secretos imperturbables se escondían más adelante. Sentí una presencia, aunque, quizá era la propia jungla la que se presentaba ante mí, en su estado más puro y salvaje. En cualquier caso, después de aquello, creo que entiendo algo mejor los ritos de iniciación de tantas tribus indígenas, a lo largo y ancho de todo el globo, consistentes en pasar un largo tiempo solo e incomunicado en medio del bosque o la jungla o en lo alto de la montaña. Pues, solo la naturaleza en estado salvaje e incorrupto, con su vasto poderío físico, puede ofrecer verdaderas experiencias e iluminaciones mentales y espirituales. http://www.youtube.com/watch?v=6adSPve3e14&feature=youtu.be 

En lo más profundo

Cuando estamos desandando el camino de la pasarela apresurados, nos encontramos al guía, que anda buscándonos. El resto del tour lleva esperando por nosotros casi media hora así que cuando volvemos a la furgoneta no nos sentimos los tipos más populares del mundo. Esto me recuerda a la mítica vez en la que nos separamos de un tour en la montaña Emei en Sichuan, China, e hicimos esperar al resto de gente casi una hora, con las consiguientes miradas reprobatorias y comentarios cargados de odio, al menos aquella vez eran todos chinos y ni uno solo hablaba una palabra de inglés para echarnos la bronca.

Continuamos bajando por la ladera del Gungun Berinchang hacía las plantaciones de té de Boh. Por el camino nos detenemos en una de las rayadas laderas verdes y tenemos la ocasión de dar un paseo entre las geométricas plantas de té. Para entonces, el holandés errante y la americana ya han hecho buenas migas y ella le sigue a todas partes, enamorá perdía. Se alejan mucho por la ladera y esta vez nos toca esperar a nosotros, nos la debían.

Mientras esperamos, disfruto de las armoniosas laderas de la plantación, admirarlas lentamente resulta tan relajante como una infusión hecha con algunas de las millones de diminutas hojas que componen sus arbustos. El guía nos cuenta que el nombre dado a la plantación Boh no es por apellido del dueño, como mucha gente piensa (yo ya me había imaginado a un señor chino de la era colonial con sombrero, bigote y monóculo, paseándose por sus amplias tierras con un esclavo sosteniendo un paraguas sobre su cabeza, Mr. Boh); la realidad es que cuando los ingleses llegaron allí y preguntaron a los agricultores chinos asentados en la región si se podía plantar té en las colinas ellos tan solo dijeron boh, “no” en chino. Pero los ingleses, que no eran muy de fiarse de nadie que no fuera ellos mismos, decidieron aun así comprar todas las tierras y plantar té en ellas. Y ya ven, las Cameron Highlands llevan siendo uno de los centros principales de producción de esta planta (concretamente, té negro) para las grandes compañías inglesas de té (sobre todo para Lipton) desde entonces, aunque ahora estén en manos de un millonario sueco que vive en una gran mansión sobre la plantación que puede verse desde donde estamos. Con la intención de lanzar una broma mordaz hacía los agricultores a los que habían usurpado, algo muy británico también, llamaron a la gran plantación, plantación Boh.

Plantación Boh

Cuando vuelven los desaparecidos, que quizá se hayan escondido para darse una alegría rápida, nos acercamos hasta el museo de la plantación donde aprendemos algo sobre el proceso de recogida y procesado del té gracias a unos paneles muy sosos y gozamos de increíbles vistas de las ondulaciones verdes desde un mirador. Allí aprendo que lo que se usa para rellenar las comunes bolsitas de té suelen ser las hojas más desbrozadas, lo que queda después de que hayan pasado todos los filtros, vamos, la morralla. Si se quiere disfrutar del sabor del té de verdad, debe prepararse una infusión a partir de las hojas enteras y nos las migas secas que nos dan en las bolsitas.
La plantación

Cuando acabamos de disfrutar de las vistas, pasamos por la tienda sin comprar nada y nos dirigimos hacia nuestro siguiente destino, la granja de mariposas de Cameron Highlands. En realidad es una especie de zoo de insectos y alimañas variadas con unos bichos cojonudos y solo una sala de mariposas por la que se puede pasear en la compañía de algunos ejemplares del tamaño de puños que vuelan con relativa libertad. 

Vemos un escarabajo que es casi tan grande como mi antebrazo, sapos gigantes, un recinto con decenas de serpientes de un color verde chillón entrelazadas, serpientes grandes y rojas con cuernos muy venenosas, un bicho hoja que se nos sube por la mano y el cuerpo y que parece un diminuto extraterrestre, escorpiones gigantes y ciempiés que dan escalofríos, y arañas de las que crean trauma. De hecho, con las arañas he soñado varias veces desde que estuve allí, son las más grandes que he visto nunca, pero las tarántulas no son las peores, hay unas negras con las patas muy largas del tamaño de una jodida mano humana y además venenosas, espeluznantes (sí, soy un pelín aracnofóbico).

Bicho hoja
Escarabajo titánico
Ojo a la araña

A estas alturas la americana ya le ha prometido amor eterno e incondicional al holandés errante y la pareja de chinos está de morros. Parecen cansados y meten prisa todo el rato, pero como estoy animado por esa visita al museo de los bichos no les presto mucha atención, el día está resultando cojonudo al fin y al cabo y pese al tour.

El siguiente sitio que visitamos es la granja de fresas de Raju, que está cerrada. No me importa porque ya nos atiborramos de fruta el día anterior y en el exterior hay una cafetería con terraza colonial. Alguien ha dejado una tarta de fresa a medias, así que además comemos gratis  mientras fumamos un cigarro con vistas a la infinita jungla. Apoyo los pies en la balaustrada mientras me relajo y pienso como se debían sentir los primeros colonos que llagaron y construyeron allí sus mansiones señoriales, en mitad de un paisaje inaudito que nunca habían visto antes y que probablemente ni sabían que existía.

Vistas desde terraza colonial

Esta visita cierra el tour, los chinos se han tenido que ir en un taxi porque perdían su autobús (en parte por culpa de nuestra lentitud). Antes de que la furgoneta nos lleve de vuelta al hostal, chequeo un par de sitios que parecen interesantes y están de camino y le pido al conductor que me deje en Brinchang, un pueblo a unos 5 kilómetros al norte de Tanah Rata. Como algunos de mis compañeros se quejan, les digo que no tienen por qué seguirme si están cansados, que vuelvan en la furgoneta, pero al final todos deciden bajarse y volver andando hasta Tana Ratah.

Por el camino nos desviamos a echar un ojo a algo llamado cactus valley, que, pese a un sugerente nombre, no es más que un invernadero cutre con cactus y chinos que venden fresas y té. Ni siquiera entramos y seguimos bajando por la carretera que atraviesa Brinchang, un pueblo más feo aún que Tanah Rata. En un desvío, tomamos la carretera de la derecha ya que estoy empeñado en acercarme al templo budista de Sam Poh, que está a una media hora en esa dirección. El lugar no me decepciona, lo llaman el templo de los 10.000 Budas por los azulejos que decoran sus muros, que parecen hechos a mano y contienen diminutos Sakyamumis coloristas. El Buda principal es bastante grande, de unos 7 metros de alto, es el más impresionante que he visto hasta ahora en Malasia.

Después de echar unos mantras en la parte de atrás del templo, volvemos a la carretera. Todo el camino de vuelta lo paso hablando con Salwa, que es la que mejor ritmo lleva de todos. Anda a mi lado con una ligereza envidiable y me cuenta cosas sobre sus deberes religiosos y sus costumbres musulmanas. Incluso me enseña alguna que otra palabra en árabe, trayéndome viejos recuerdos.

Nuestro camino pasa por un kampung, o pueblo tradicional malayo de casas bajas y elevadas sobre pilotes, muy agradable y ciertamente acomodado. Allí tenemos que preguntar pues no tenemos claro la dirección a Tana Ratah. La gente, tan amable como siempre, nos indica la carretera y más adelante atravesamos un templo hindú. Al pasar por allí me golpeo en la cabeza con una campana de oraciones, lo cual resulta bastante doloroso pues se trata de una de las grandes…

Media hora después llegamos a Tana Ratah quemados por el sol y ayudamos a Salwa a preguntar por una mezquita donde rezar, pues es la hora del rezo de la tarde y está agobiada porque ya se ha saltado los dos de la mañana. Mientras ella reza los demás comemos en el mismo restaurante indio que el día anterior, donde a Fernando y a mí ya nos saludan como si fuéramos clientes de toda la vida.

A las 7:30 sale nuestro autobús de vuelta hacía KL. Destrozado, duermo todo el camino, aunque el ruido y el trajín me despiertan brevemente en cada una de las múltiples paradas. Nada relevante pasa en el camino de vuelta, aunque una vez en KL nos cruzamos con un hombre que está haciendo caca en mitad de la acera. Muy majete, el individuo nos mira con los ojos perdidos.

Durante el último tramo, antes de caer rendido en la cama de mi habitación, ando con Salwa, dejando muy atrás a los otros dos. Cuando la miro caminar a mi lado pienso que me gustaría hacer muchas más viajes con ella. Creo que es una persona que sabe viajar, ha demostrado una resistencia admirable, y además lleva un rollo muy parecido al mío. Ojalá pudiera recorrer Asia con ella.

Con esos pensamientos cierro los ojos y doy el día por terminado.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Bienvenidos a la jungla


Es importante socializar en la oficina; hablar con gente, escuchar rumores, hacer contactos con los diferentes departamentos. Al fin y al cabo, es parte de mi trabajo aquí: escuchar historias, ganarme la confianza de la gente de manera que me faciliten mi trabajo publicando sus testimonios en internet. De vez en cuando, sobre todo durante los primeros días, solía sentarme con grupos de gente random a la hora de la comida con el objetivo de involucrarme y darme a conocer. En una de estas comidas escuché a una chica francesa, Salwa, (hija de padre marroquí y madre vietnamita, muy muy guapa. De hecho, si existe una combinación mejor, por favor, no quiero saberla) hablar de un viaje que planeaba junto con mi compañero de habitación, Angelo, a las Cameron Highlands, una zona montañosa a considerable distancia de Kuala Lumpur con un clima más fresco, plantaciones de té y muchas rutas de trekking por la jungla. Enseguida mostré mi interés en recibir más detalles y apuntarme al plan cuando llegara el momento.

Dos semanas después ya había hecho buenas migas con ambos, italiano y francesa, así que me propusieron entusiastamente que les acompañara a este viaje de apariencia tan interesante.

En este tiempo había aparecido un español por la ONG, Fernando, un tipo divertido y dicharachero, que venía de currar como puerta de discoteca en Londres, amante del tabaco y la cerveza, con el que en poco tiempo también llegué a establecer una relación agradable, unidos por la mala vida en las cafeterías del barrio de Segambut. En cuanto le comenté el plan también decidió apuntarse a la excursión de fin de semana, animado por la huida del calor capitalino que esta prometía.

Más gente fue invitada por supuesto, pero por unas razones o por otras, ya fuera por vagancia o compromisos laborales, aquel sábado fuimos los cuatro europeos los únicos que nos levantamos a las 6 para encaminarnos a la estación de Puduraya.

Esta vez no hay confusión, al llegar a la estación una empleada nos indica el mostrador adecuado de entre las decenas que abarrotan la terminal de salidas y enseguida tenemos los tickets, algo más caros de lo esperado.

El autobús resulta de nuevo muy cómodo, más incluso que el que me llevó hasta Malaca, con asientos extra reclinables que casi parecen camas y amplitud suficiente para expandirse holgadamente en la comodidad del terciopelo. Al sentarnos, una cucaracha que baja por la cortina nos corta un poco el rollo, pero una vez que una toba despiadada la propulsa hacía los asientos delanteros, el disfrute es total.

De nuevo, consigo con gran esfuerzo no dormirme, y la travesía me recompensa con algunas de las mejores vistas que he visto nunca desde un autobús. Al cabo de una hora desde la salida de Puduraja ya surcamos las junglas tupidas del interior de Malasia, para más tarde empezar a ascender por carreteras sinuosas y estrechas y gozar de las infinitas y placenteras tonalidades del verde de las colinas que delimitan las Higlands. Pasamos frente a poblados medievales y junto a bellísimas cascadas mientras, junto con la altitud, crece la calidad del paisaje y la profundidad de los valles y barrancos. Un servidor siente una paz especial al pasear la vista por estas colinas e imaginar la profundidad y diversidad de la vegetación virgen y la vida salvaje que allí habita libre de trabas, una tranquilidad y una sensación de estar en el lugar adecuado que no ha encontrado en muchas ocasiones antes.

El conductor, pese a ser bastante suicida, no llega ni de lejos a los niveles demenciales de los conductores nepalíes, que subían barrancos del estilo y más profundos a más de 120 kilómetros por hora por el medio de la carretera y sin rozar el freno en las curvas. Pese a todo, hay un par de momentos tensos cuando debemos pegarnos excesivamente al borde del acantilado para dejar pasar a otro autobús o a un camión, pues la carretera es demasiado estrecha para permitir el paso cómodo de dos vehículos de envergadura.

Tras cuatro horas de grato trayecto, despierto a mi compañero Fernando pues hemos alcanzado Tanah Rata, ciudad diminuta y capital de la región de las Highlands.
La ciudad consta básicamente de una calle principal repleta de restaurantes y hostales, con una de las aceras más suntuosa y repleta de turistas y la otra más modesta, con precios más bajos para los ciudadanos locales. No es una ciudad bonita, ni lo pretende, pues acepta humildemente su papel neurálgico de necesaria antesala edificada para la región de espectacular naturaleza en la que se encuentra. 

Una vez fuera del autobús, deleitado por el clima fresco, propongo buscar el hostal Charlie´s Lodge, en una de las pocas callejuelas adyacentes, pues según he leído tiene precios asequibles y goza de un ambiente bastante acogedor y relativamente limpio. Pese a una pequeña confusión inicial, no tardamos en encontrar el lugar y una vez allí somos atendidos por una enérgica recepcionista (y por lo que parece, dueña) que enseguida nos coloca en una habitación de cuatro con dos camas pequeñas y una grande. El italiano se asegura su sitio en una de las camas individuales con una velocidad atroz, alegando que es pésimo para dormir acompañado. Resulta evidente que no vamos ni a plantear el que Salwa, extremadamente tímida y musulmana practicante, duerma con uno de nosotros, así que Fernando y yo colocamos resignados las mochilas en la cama grande a la vez que bromeamos sobre la noche que nos espera juntos y él me avisa sobre sus ronquidos y flatulencias nocturnas.

Antes de volver a la recepción, me doy una vuelta para echar un ojo a las exiguas dependencias del hostal. Al pasar por una sala con un televisor diminuto, no puedo evitar reparar en un occidental que yace hecho un ovillo en uno de los sofás mientras fuma un cigarrillo apáticamente, con la mirada puesta en una película de acción de aspecto lamentable. El hombre está muy demacrado y es bastante mayor, además de parecer estar bajo el efecto de muchas drogas al mismo tiempo. Su aspecto me hace pensar en esos viajeros que han perdido el norte, que no han superado del todo el ir durante demasiado tiempo de un lugar a otro sin pararse mucho en ningún sitio, en esos mochileros que nunca volvieron a casa.

Bastante impactado, me reúno con los demás frente a la directora enérgica y ella nos explica una serie de tours que podemos contratar allí mismo.

Son las dos, así que oficialmente, hemos perdido la mañana del sábado. Esto es debido a no haber podido coger el último autobús del viernes pues inexplicablemente salía a las cinco y media de KL y no estábamos por la labor de pedir la tarde libre pues el ambiente con los jefes en la oficina está algo crispado desde antes de que yo llegara. Decidimos andar libremente lo que resta del día y contratar un tour para mañana temprano.

No me gusta la idea de los tours, pues generalmente acaba en gran medida con el elemento exploratorio, que es básicamente la esencia del viajar. No obstante, al ser las Cameron Highlands un lugar bastante grande, dudo que podamos desplazarnos entre muchos de los lugares que ofrece si vamos andando o en el limitado transporte público (coger un taxi no es una opción) en solo un día y medio, de manera que doy mi voto positivo y acabamos contratando el tour para las 8:45 de la mañana siguiente.

Estas gestiones dan hambre a cualquiera, así que después nos acercamos a un restaurante indio y degustamos unos rotis con pollo y arroz, un menú del que creo que no me cansaré nunca. Con el estómago lleno emprendemos la marcha  en pos de una ruta que he planificado consultando los mapas. El plan consiste en llegar hasta las cataratas de Robinson, a unos veinte minutos de Tanah Rata, y desde allí coger una de las dos rutas posibles: la 9 o la 2 (todas estas rutas forestales están numeradas).

Llegar a las cataratas, no obstante, resulta algo lioso, pues una de las orillas del río está cortada por la vegetación y debemos volver hasta el puente más cercano. Es durante este camino, al pasar por una zona de barrizal, cuando nos damos cuenta de que Salwa no ha traído el calzado adecuado para hacer trekking; en cambio, lleva una especie de cangrejeras de goma sin calcetines. Un fallo grave, teniendo en cuenta que ni siquiera hemos entrado en las rutas propiamente dichas y el camino ya se está poniendo bravo.

De todas formas, no nos queda más remedio que continuar pese a este contratiempo que afecta a nuestra compañera, y pronto llegamos a las cataratas, hermosas y brillantes en mitad de la vegetación exuberante que rodea al río.

Cataratas de Robinson

Poco después encontramos el comienzo de la ruta número 2, la que sube directamente y en muy poco recorrido hasta los 1.840 metros del monte Gunung Beremban.

La entrada a la ruta no es fácil de ver, pues sube a pico hacía arriba por unos escalones de tierra cortados de la misma montaña entre la selva, que lucha por hacerlos desaparecer. 
Entrada a la ruta 2, aunque no la veas, está ahí


Allí, enfrentados al camino, paramos a tomar decisiones. Son las tres y diez de la tarde, y en el pueblo nos han dicho que en la selva, al no llegar el sol tardío, oscurece a las cinco y media, dos horas antes de lo normal. Según la guía que llevo, la ascensión al monte Gunung Beremban dura 2 horas a buen paso, dos horas y media probablemente si una de las personas del grupo lleva cangrejeras; la bajada puede ser fácilmente una hora y media más. La ruta 9 sigue su camino a lo largo del río, pero no parece ni mucho menos tan atrayente por lo que podemos ver de ella desde donde estamos.
De ahí la indecisión de los demás miembros del grupo, yo tengo claro desde el principio que voy a subir por la ruta 2. Ese camino que se adentra en vertical en la selva debe ser recorrido

Por si fuera poco lo que parece estar en nuestra contra en lo que respecta a esta ruta de montaña, mientras esperamos aparece otra expedición, con un guía en cabeza. El grupo está formado principalmente por alemanes, aunque hay una chipriota y varias personas que no se identifican. 
Pregunto al guía si es posible hacer lo que nos proponemos, subir y bajar el Gunung Beremban en dos horas. El guía niega con la cabeza a la vez que sonríe. No dice que sea imposible, pero nos recomienda encarecidamente que no lo intentemos, los alemanes le dan la razón y nos cuentan que la subida es dura, que no conseguiremos salir de la selva antes de que anochezca. Una de ellas mira con sorna los zapatos de Salwa, niega con la cabeza y nos pregunta si al menos tenemos linternas. Decimos que no y la mujer, prepotente, como casi todos los alemanes, resopla casi con lástima por nosotros. Aquello hace que me decida aún más a intentarlo, y mis compañeros están conmigo, aunque ellos tienen la idea de subir durante una hora para ver un poco el camino y volver… Yo en cambio pienso llegar a la cima, creo que soy capaz y tengo prisa asique les impulso un poco y enseguida estamos despidiéndonos del grupo que se marcha hacía la comodidad de Tanah Rata y poniendo nuestros pies sobre el primer escalón de barro.

La subida inicial se compone de múltiples saltos de casi un metro de barro resbaladizo atravesado por mil raíces y ramas húmedas y podridas. Ascender es divertido porque se trata casi de una escalada, usándose tanto las manos como las piernas. Tras el primer tramo, muy duro, la cosa se calma un poco durante unos pocos cientos de metros, pero luego aparece una subida mucho más larga y más empinada si cabe que la primera. Cojo buen ritmo, muy motivado por llegar a la cima, y enseguida dejo atrás a mis compañeros, alcanzando una velocidad de subida muy decente. Me siento bien moviéndome entre la selva, trepando sobre árboles caídos, apartando lianas, agarrándome a ramas y raíces milenarias con mis botas y mis manos.

En la oscuridad de la selva el aire es denso y está inmóvil, estancado. La humedad se puede palpar con los dedos de las manos y me envuelve como un manto que me reduce a un elemento más del entorno natural en el que me sumerjo como un pez en el agua. Mis movimientos son fluidos, la caminata es ligera y el esfuerzo y el sudor se diluyen en la embriaguez generada por los efluvios de este ente vivo cuyo mismo centro atravieso. Es la primera vez que me zambullo en el interior de una criatura como aquella selva que envuelve a la montaña, protegiéndola de los demás elementos desde mucho antes de que el hombre pusiera su píe en este planeta, pero es casi como si un instinto primigenio me poseyera en ese momento. No tengo miedo, no estoy cansado, solo soy capaz de seguir adelante, corriendo y trepando como un animal salvaje, como si las ramas fueran una extensión de mis brazos y el barro una disolución de mis piernas y el sudor una sublimación de mi espíritu.

Jungla

La marcha es perfecta, me posee de tal forma que abandono completamente a mis compañeros y cuando vuelvo a un estado de consciencia real, al llegar a un claro de considerable altura con espectaculares vistas a las laderas vecinas, me doy cuenta de la imprudencia que hemos cometido. La claridad baja a una velocidad alarmante, y la selva es mucho más tupida de lo que había imaginado, si anochece antes de que hayamos abandonado la montaña tendremos problemas, pues el camino ya es bastante difícil de seguir por momentos incluso de día. No tenemos linternas, ni comida, y el agua se está terminando.

Vistas desde el claro

Me paro y espero a mis compañeros, es necesario que tomen una decisión sobre si continúan o vuelven,  y quiero comunicarles mi intención de seguir con o sin ellos para bajar luego por otra ruta que aparece en mi mapa, más corta y escarpada, de manera que no me estén esperando o buscando si nos perdemos definitivamente. Grito sus nombres hacía las profundidades del abismo verde pero no hay respuesta, están aún lejos. Me siento y disfruto de las vistas hasta que por fin aparecen Salwa y Angelo, exhaustos y sin Fernando. Me dicen que el español se ha quedado muy atrás y les ha gritado para que sigan sin él. Probablemente este camino del hostal a estas alturas. Les digo que voy a acelerar el ritmo un poco más para alcanzar la cima en menos de una hora y que me dé tiempo a bajar, que si ven que se hace de noche vuelvan al hostal por donde han venido y que yo intentaré bajar por la otra ruta. Ellos están dispuestos a seguirme y esto me sorprende bastante, no me esperaba que llegaran suficientemente bien hasta ese punto como para pensar en seguir (sobre todo teniendo en cuenta los zapatos de Salwa). En cualquier caso, retomo la carrera hacía la cima y enseguida me topo con un cartel que indica que un tercio del camino ya está hecho. Sé que estoy superando mis límites, y sé que puedo conseguirlo, así que sigo subiendo con energía, aunque ahora sí, bastante afectado por el calor y la humedad.

Enraizado

Estoy a punto de perder el camino un par de veces pues este desaparece entre la vegetación desbocada y no parece posible continuar. En un punto me detengo de nuevo a esperarlos para decidir cuál de los dos aparentes caminos que aparecen en torno a un árbol muy podrido y ramificado es el que debemos seguir. Tardan unos cinco minutos nada más en alcanzarme, pues también llevan un buen ritmo, y decidimos uno de ellos pues el otro parece perderse a unos cincuenta metros del árbol. Pasamos por encima de uno de sus brazos y continuamos.

En un momento dado, yendo muy adelantado y tratando de hacer el mínimo ruido posible para no alterar a los animales salvajes que seguro me observan desde la oscura distancia, diviso lo que me parece una especie de gato alargado muy cerca de donde estoy. La criatura se esfuma con velocidad felina y detrás de ella pasa otra sombra parecida que también se pierde entre las ramas. Aparte de los pájaros diminutos y coloridos que revolotean sobre mi cabeza y graznan de árbol en árbol, es la única vida salvaje que me encuentro en el camino.

Al cabo de una media hora larga desde el cruce de caminos, me encuentro con una placa metálica amarilla muy oxidada y llena de garabatos apoyada contra un árbol en un pequeño claro abovedado con vegetación exuberante. Me acerco a ver que hay escrito en la placa y leo con sorpresa: Gungung Beremban, 1.840 m.

Estoy en la cima. Y aunque la altura sea más bien nimia y las vistas estén casi ocultas por la selva y las nubes que me rodean (solo durante unos segundos, cuando una nube se va y hasta que otra llena el vacío cielo azul, puedo atisbar un pedazo del valle que se extiende ante nosotros asomándome por el único hueco que la vegetación deja libre en toda la cima, de menos de tres metros) siento una abrumadora sensación de triunfo.

Dejo mi mochila en el suelo y disfruto del silencio de la cima, mis piernas arden con doloroso fuego y estoy absolutamente cubierto de sudor, con la camiseta pegada al cuerpo como una capa de piel sintética, mi pelo está tan mojado como si me acabara de dar una ducha pero mucho más sucio y con telarañas y hojas que se me han pegado al pasar por debajo de árboles caídos. Me tumbo en una especie de escalón que alguien ha creado en el claro para que los viajeros descansen tras el ascenso. He alcanzado la cima en una hora y veinticinco minutos.

Cima
Vistas momentáneas del valle

Allí espero un rato en una felicidad y una relajación casi completa hasta que aparecen Salwa y Angelo, que también lo han conseguido en un tiempo record. Estamos eufóricos porque hemos conseguido hacer algo que nos habían dicho, (exagerando mucho, todo sea dicho, incluido el guía) que era imposible, y aún nos queda tiempo de sobra para bajar por una ruta diferente, la número 7.

Al ver que el sol aún es relativamente visible, nos permitimos el lujo de disfrutar un poco más en la cima. Escribo mi nombre en la placa de la cumbre, como han hecho otros tantos cientos antes que yo, y buscamos una manera de hacernos una foto de grupo. Entonces ocurre algo extraño, cuando estamos a punto de desistir pues nuestras cámaras son pésimas, tienen temporizadores disfuncionales y se caen allá donde las colocamos, aparece un señor mayor chino de edad indefinida y expresión ausente que viene de la ruta 5, otra que también llega a la cima, desde el Norte. El señor no dice prácticamente nada, pues no parecer hablar inglés, pero al vernos batallando para hacernos la foto los tres juntos, se ofrece a hacérnosla él con un gesto. Una vez tirada la foto, sin pararse en la cima ni un segundo más, el señor chino misterioso desaparece por la ruta 2 hacía abajo tan rápido como ha aparecido, perdiéndose en la jungla. Nos quedamos un poco extrañados, pues ha aparecido en el momento exacto en el que se le necesitaba como caído del cielo. Como no nos queda agua, agitamos la botella vacía al aire con la esperanza de que el señor chino aparezca de nuevo por la ruta 5 con unas garrafas para volver a irse inmediatamente después de rellenarnos la botella, pero no ocurre nada. Quizá solo haya sido una coincidencia.

Foto tomada por el señor chino misterioso

Tras unos veinte minutos de disfrute de la victoria sobre la montaña, comenzamos el descenso. Como bien dice mi guía, la ruta 7 es mucho más escarpada que la 2. Al ser bajada no existe tanto problema, pero en ocasiones llegamos a enfrentarnos a caídas de más de dos metros y a un barro endiabladamente resbaladizo que me hace perder pie varias veces. Una de estas caídas, tras la que me quedé atrapado de forma divertida en una grieta de barro, está grabada en vídeo: http://www.youtube.com/watch?v=UhdQlU4OJKw&feature=youtu.be

Bajada por la ruta 7

Aun así, el ritmo no es malo y consigo llegar hasta el píe de la montaña en aproximadamente cincuenta minutos. Salgo de la jungla y aparezco en un terraplén de unos cuatro metros que da a una plantación de fresas de tamaño considerable. Con razón decía la guía que el comienzo de la ruta 7 era difícil de encontrar: se halla detrás del último invernadero de la plantación, lejos de la ciudad y con el camino cortado por el terraplén, posiblemente producto de la ampliación de la plantación de fresas.

Allí, tras el invernadero, espero veinte minutos hasta que aparecen mis compañeros, entonces echamos un ojo por allí y nos metemos en una de las grandes carpas de plástico blanco. Como no hay ningún tipo de vigilancia y estamos hambrientos, nos atiborramos de fresas robadas que saben a gloria. Yo no paro de comer hasta que me duele la tripa.

Después emprendemos el regreso y en una media hora llegamos a la calle principal de Tanah Rata, donde nos encontramos nada menos que a Fernando tomando cervezas con un alemán y un suizo que ha conocido en el camino de vuelta. Los tipos son agradables e invitan a tabaco así que me quedo y me tomo una Tiger mientras Salwa y Angelo se van al hotel a descansar.

Por la noche, cenamos todos en un restaurante indio. Pido roti con queso y pollo tikka masala y disfruto una de las mejores cenas, si no la mejor, desde que estoy en Malasia. Me la he ganado.
Una vez terminada hasta la última migaja de la comida servida, con las piernas machacadas, volvemos al hostal y allí tomamos algo en el bar adyacente. Allí aparecen de nuevo el alemán, que resulta estar bastante más tarado de lo que en un inicio parecía e intenta atraer a unas chicas que andan por allí a base de gritos guturales (tiene como 45 años), y el suizo, más tranquilo, al que hablo de la ONG dado su marcado interés (de hecho ahora está preparándose para ir de voluntario a nuestra escuela en Camboya).

Después de esto, más muertos que vivos, retornamos a la habitación y nos preparamos para mal dormir allí. Lo último que veo antes de cerrar los ojos es la cara de Salwa, que me sonríe y me da las buenas noches desde la cama de enfrente, preciosa sin las gafas y con el pelo revuelto. Estoy muy sorprendido por cómo ha caminado esta chica, con esas cangrejeras de plástico, logrando alcanzar la cima sin quejarse ni darse por vencida en ningún momento.
Esa noche sueño con la jungla, vuelvo allí y asciendo montañas por caminos escarpados llenos de barro y raíces hasta el amanecer.