miércoles, 20 de noviembre de 2013

Tailandia, el comienzo del final: Paso por las islas del Este


Hay viajes que cambian. Cambian personas tanto por dentro como por fuera. Cambian percepciones de uno mismo y del mundo. La cualidad de un lugar remoto, de una persona remota, de algo tan lejano a nosotros que al encontrarnos con ello sintamos que hemos despegado de la realidad, esa cualidad nunca debe de ser subestimada.

Mi viaje llega a su fin. Tailandia es la última parada de esta línea vertiginosa que ha recorrido una parte muy especial de Asia. No podía ser de otra manera, acabar aquí, donde los caminos parecen confluir en una vorágine de estímulos que ha conducido a muchos a la locura, al final definitivo de sus viajes, o al principio de otros deambulares más oscuros.

Un periplo tan largo como el mío por Tailandia no debe contarse al por menor, pues aquí no estamos para aburrir a nadie. Quizá el dibujo que quiero hacer de Tailandia deba ser más abstracto, más personal que el presentado en un mero diario.

Son estas mis impresiones sobre un lugar que me hizo pasearme por el filo, con un pie excitantemente suspendido sobre el abismo.

Durante la primera parte de este gran viaje, de unos 20 días, Manu fue mi compañero. Un aventurero con inquietud nata y muchas ganas de moverse, como yo, cuya presencia siempre fue un plus y nunca un contra. Buen caminante y apasionado de las artes marciales y la vida en Asia, suficientes puntos en común como para que este fuera ya nuestro segundo paseo por esta región del mundo. Nuestras idas y venidas por China y Nepal pueden ser seguidas en su blog, el proyecto Ronin: http://roninatravesdeasia.com/a-traves-de-asia/nepal/.

Yo le presento Kuala Lumpur durante los dos primeros días tras su llegada, primera vez en el sureste asiático. Calor ¿eh?

De las torres Petronas a Chinatown se camina deprisa y admirando los edificios británico-musulmanes, indios y chinos, los pedazos de selva aislados entre las mareas de cemento, y el cóctel étnico que sigue creándome fascinación después de seis meses en la ciudad. Nuestro hostal es agradable, aunque esté inquietantemente lleno de gente desagradable. Entre ellos destaca el señor Stanley Gouri, miembro del clan de los Gouri, tres pakistanís dedicados en cuerpo y alma al digno arte de la holgazanería y el estorbo. Las prácticas horrendas de Stanley incluyen la llegada etílica a la habitación, la exhibición ridícula y ligera de ropa de muay thai en la recepción, y la fotografía de otro de los Gouri desnudo y desmayado por la ingesta de alcohol en nuestra litera de abajo. No Cool..

Aquellos días en Kuala Lumpur tan solo son el principio o la antesala, y no es hasta que no nos despertamos a las cuatro de la madrugada para coger el vuelo a la isla de Phuket que no sentimos que estamos a punto de embarcarnos en una nueva serie de correrías asiáticas.

Pocas horas después de un nuevo despegue desde el archiconocido aeropuerto de KL, las grandes columnas de piedra que forman los islotes diminutos y deshabitados del sur de Phuket aparecen debajo de nuestro avión como caparazones de tortugas gigantes llenos de vegetación. La escena me deja sin habla.

Phuket, no obstante, es un lugar feo al que más tarde, ya sin Manu, habría de volver para pasar una de las noches más erráticas de toda mi vida. Por el momento, tres autobuses y después un barco nos llevan al otro lado de la estrecha península, que es más un dedo largo de tierra que une Bangkok con el Norte de Malasia que una península propiamente dicha. Lo que veo desde el autobús me parece una mezcla entre cosas de Malasia y cosas de Camboya. Esto puede sonar evidente ya que Tailandia está justo en medio de los dos, pero no deja de estar de más darse cuenta de cosas. De que el nivel de vida no es ni tan acomodado como el de Malasia ni tan paupérrimo como el de Camboya, de que el terreno es montañoso y tapizado de jungla como en Malasia, pero barrido por un calor algo más seco, como en Camboya. Vemos elefantes durante el camino, en la selva, ayudando en tareas de recolección. Esto me recuerda más a Nepal. Tailandia es un país en el que se mezclan muchas cosas, y donde lo mejor convive muchas veces puerta con puerta con lo peor.

Durante el trayecto en barco, conocemos gente. En su mayoría backpackers que han venido a pegarse la madre de todas las juergas. Entendible. La gente parece ir con otro chip activado en Tailandia, hay un ambiente relajado y muy agradable entre la comunidad de viajeros, y esto hace que conocer gente sea algo tan fácil como relajarse en una cubierta de un barco al aire fresco nocturno, con una cerveza Chang en la mano.

Veo mucha gente estresada cuando nos bajamos del barco en Koh Samui y resulta que no hay más transportes a otras islas, tan solo un puerto desierto con dos taxis en los que no cabemos todos. Backpackers poco acostumbrados a los ritmos de Asia. Aquí estresarse solo empeora las cosas. Y así debería ser en todas partes.

Como somos gente maja, dejamos que cuatro chicas americanas que se han quedado sin barco hacia su destino final se monten en el taxi con nosotros. Tenían un hotel (que no hostal) reservado en Kho Phagnan, así que no solo se han quedado tiradas sino que además han perdido bastante pasta, pero están de buen humor. Esa noche acabamos todos alojados en unos bungalows bastante bien puestos con piscina y cercanos a la playa, por encima de los cuales vuelan aviones extremadamente bajos que van y vienen del aeropuerto de Koh Samui, quizá por eso sean tan baratos. Al grupo se ha unido un brasileño de 19 años que no para de tratar de llamar la atención de las chicas poniéndose la mayoría de las veces en evidencia, y un callado canadiense de la parte francesa que habla peor inglés que yo pese a venir de un país anglosajón.

Salvo Manu, el resto de personas del grupo me aburren. Dos de las chicas americanas, de origen filipino, no comen ni pasta ni pollo porque engorda, durante la cena piden ensaladas, lo cual es un concepto que a duras penas se trabaja en la cocina tradicional asiática (En una cocina de corte sencillo, ¿Cómo va a comerse algo que no llene ni alimente?). Es por esto que no prueban el delicioso Pad Thai: los noodles fritos de estilo tailandés con cerdo o pollo y verduras que constituirían mi dieta durante los veinte días que estaría deambulando por Tailandia. Me gusta el toque original que se consigue añadiéndole cacahuetes molidos, y también el hecho de que se pueda averiguar el nivel de vida y el del turismo de una zona concreta tan solo mirando al precio del Pad Thai, que está en todos y cada uno de los restaurantes como primer plato de la carta. En las islas del Sur, donde es prácticamente imposible encontrarlo a menos de 60-65 bahts (aproximadamente un euro y medio), hay quien dice que en algunos barrios de Bangkok se puede comprar en puestos callejeros por 30 bahts.

Pese al ligero tedio, la noche acaba como debe acabar una noche que se precie en Tailandia: Cerveza barata en la playa, pibas mochileras, un baño de medianoche en la tibia piscina del poblado de bungalows, y un encuentro surrealista con un greco escocés homosexual llamado Athos al que una prostituta ladyboy borracha le ha engañado para venirse a dormir a su bungalow (En efecto, encuentros en la tercera fase como este se sucedieron durante casi todas nuestras noches en las islas del sur, y más tarde durante mi aventurilla en Bangkok. Cambiando tan solo el nombre, la nacionalidad y la singularidad de la situación en concreto, que fue en aumento gradual).

Así era la vida en Tailandia, disoluta como ninguna. Una vida que hacía sentirse a uno mal por momentos, como si después de alguna de estas noches fuéramos a vernos obligados a trabajar diez duros años en una mina para compensar semejante falta de preocupaciones y ocupaciones.

Los únicos momentos estresantes del día a día ocurrían en las agencias que vendían los pasajes entre islas, y en los muelles. Con arduas negociaciones y precarios acuerdos sobre precios inflados. Con hoscos funcionarios con el odio al occidental marcado en cada gesto. Con largas esperas sobre maderas podridas y basura portuaria, y dificultades para encender cigarrillos frente al viento.

Pero ese es el precio a pagar por saltar de una isla a otra, por admirar cada puntito de belleza en el mapa. Una vez en Koh Tao, la isla Tortuga, hemos dejado atrás a toda la gente que habíamos conocido en Koh Samui. Es algo así como empezar de cero tras cada barco.

Un nuevo hostal, esta vez en lugar de arañas, hay ciempiés circulando por las zonas comunes. Se respira una tranquilidad de bahía tras el bullicioso muelle de Koh Tao, un ambiente propicio para relajarse y pensar en desenterrar tesoros de piratas chinos que llevan siglos bajo el gran caparazón de tortuga al que se asemeja la isla.  También para caminar despacio entre el ritmo y las gentes tropicales de la isla. Como siempre, una internada en la selva es casi obligada, al menos hasta alcanzar algún risco desde el que dominar las breves costas. En estas islas montañosas, todo es cuesta arriba una vez que has dejado atrás la orilla del mar: buen ejercicio para las piernas, y buenas vistas. Deberíamos haber traído un catalejo.

Islotes tortuga en Koh Tao, foto de Manu



Oteando, foto de Manu


El arduo camino de los piratas



A la noche, bares-cabaña donde las olas entran con desparpajo y frescura hasta las improvisadas pistas de baile. Gente con los cuerpos pintados y tailandeses haciendo malabares con fuego. Hay una fiesta de buceadores que celebran que han acabado un curso de nivel nosequé. Un viejo toca la batería siendo salpicado por olas especialmente fuertes esa noche. Las ladyboys campan a sus anchas a partir de las 2, como siempre, cuando los blancos ya van suficientemente animados como para no distinguir con quien se van a donde quieran que descansen sus macutos…

Al día siguiente, alquilar una moto para un día entero por el equivalente a tres euros y medio suena demasiado bien como para no hacerlo, aunque no hayamos montado en una en nuestras vidas. Nos dan la moto, que es más bien una motillo, sin casco y sin pedirnos el carnet: otra maravilla asiática. La precaución inicial enseguida se disipa en un chute de confianza, y acabamos metiéndonos por una carretera con muy malas pulgas en busca de un gran esqueleto de ballena que aparece en nuestro mapa y que yo me he empeñado en encontrar. Tras unas cuestas en las que parecemos a punto de volcar hacía atrás por falta de adherencia, curvas cerradas, y trozos de firme ondulado, pasa lo que tenía que pasar, me salgo de la carretera y mi motillo cae aparatosamente sobre los helechos del sotobosque que antecede a la profunda jungla que nos rodea y aísla. Por suerte, un rasponazo es todo lo que tengo que lamentar sobre mi cuerpo. No puede decir lo mismo la moto, que yace maltrecha entre la maleza con el espejillo doblado en ángulo imposible, una luz rota, y feas ralladuras en el costillar.

Como sospechamos que la verdadera fuente de ingresos de estos micro negocios de  alquiler de motos son los cargos por desperfectos del vehículo, antes de devolverla tratamos de adecentar la motillo lo más posible y llenamos el depósito con unas botellas de wishky llenas de gasolina que nos venden en el camino (no podemos deshacernos de las motos y largarnos sin más pues tienen el pasaporte de Manu como fianza). Bajo una intensa lluvia, que parece predecir el desfalco, el chavalín joven del alquiler me revisa la moto de arriba abajo descubriendo todo el pastel, y viene con el parte: 100 euros a cambio del pasaporte de Manu. El esqueleto de ballena no los valía…

El bar Loto

Playa de Sai Ree

Barcos al anochecer

Koh Tao podría perfectamente ser el afterhours al que venir tras las estridentes fiestas de Koh Phangan, isla vecina (Koh Samui, Koh Phangan y Koh Tao, las islas más conocidas de la costa Este); y su pinchada sería un chill out muy ligero, que puede prolongarse durante horas y horas mientras el cuerpo descansa en uno de los asientos con cojines que hay dispuestos a lo largo de las playas de polvo blanco. Playa y jungla para ordenar las sensaciones extrañas que advienen a mente y cuerpo después a todo exceso.

Pero nosotros lo hacemos al revés. Primero descansamos, sin saber muy bien de qué, en la isla tortuga y después nos unimos a toda la vorágine de peregrinos en busca del placer supremo que se dirigen a la Full Moon Party de este mes.

El barco va demasiado deprisa. Alguien ha debido de ver que muchos de los pasajeros (incluidos nosotros) llevaban ya al embarcar un número considerable de cervezas tanto en bolsas de plástico como en el interior de sus cuerpos, y ha decidido que es divertido verles tambalearse y dar tumbos por las cubiertas, vomitar por la borda y estar a punto de caer por las empinadas escaleras con cada violento golpe de oleaje. Realmente lo es. El único problema es que, el barco mucho más lleno de lo indicado, el inusual oleaje, y la velocidad, son elementos adversos que también nos afectan a nosotros. Acabamos obligados a refugiarnos en una esquina junto a unos cubos de basura con gente cayéndonos encima y pisándonos casi todo el rato. Un guaperas alemán que va a la fiesta desde Koh Tao con 60 bahts como toda pertenencia se une a nuestro grupo, y más tarde en el puerto de Koh Phangan, lo hace un holandés silencioso, obeso y algo sospechoso. Todos tenemos el mismo destino y todos sabemos que es bueno compartir gastos. Además la charla con el alemán es agradable.

Los bungalows de Koh Phangan son más baratos que los encontrados en las dos islas vecinas. También son más ruinosos, y la estancia se comparte con unas agradables arañas negras peludas que se niegan a abandonar la habitación. Koh Phangan es una isla más adaptada para el backpacker de presupuesto bajo, con una mayor cantidad de tiendas de alcohol muy barato, un pad thai de peor calidad, y por supuesto la mejor fiesta, la Full Moon Party.

La fiesta de la luna llena es una de esas celebraciones en las cuales los asistentes se escudan en la singularidad y la tradición para justificar excesos que no cometerían en ninguna otra noche del año. Lleva organizándose mensualmente en cada noche de luna llena desde el año 85 y, lo que empezó siendo una reunión de amigos viajeros se ha convertido en una de las fiestas más concurridas del planeta, con entre 20.000 y 30.000 asistentes cada año, la gran mayoría occidentales.

En realidad, no es tan especial. Ni tan distinta de cualquier otra rave en cualquier otra parte del mundo. La misma música de siempre, alcohol, drogas, tías semi-desnudas, luces brillantes y centellas en miles de ojos vidriosos. Como novedad, el fuego. Y es que en las playas de Tailandia es un elemento casi omnipresente en cada fiesta o lo que es lo mismo, en cada noche. En luna llena el fuego es más grande y quema más. Hay combas con cuerdas ardientes en los que los borrachos saltan y caen al suelo, muchos de ellos con quemaduras en las piernas. Hay limbos de fuego en el que un mal movimiento puede dar con tu cara a la brasa, también hay malabaristas y acróbatas: tailandeses adolescentes que dominan varas, aros y boleas ardientes como si fueran extensiones de su cuerpo fibroso y escuálido, algunos sobre la arena de la playa y otros en equilibrio precario, sobre barras o cuerdas.

Aquello parece un circo de piromantes, pero sigue siendo una fiesta, y el alcohol lleva fluyendo a ritmo vertiginosos por mis venas desde la isla anterior. A diferencia de los de Manu, mis saltos en la comba de fuego me producen más vergüenza que orgullo. Y lo último que recuerdo es cambiar la botella de cerveza barata con sabor a sidra por una de whisky tailandés de baja gama, con ese color claro de agua sucia y ese olor a perfume de prostíbulo. Y dar un trago como si aquello fuera un refrescante cáliz en las últimas estribaciones de un desierto.

El resto de la noche me viene a la cabeza a la mañana siguiente en ráfagas confusas y dolorosas, como puñetazos certeros lanzados por un boxeador a su rival al borde del KO. He perdido mi cartera, he perdido mi mejor camiseta, y sobre todo, he fastidiado la fiesta a mi amigo Manu.