lunes, 7 de octubre de 2013

Orangutanes y tribulaciones del autoestopista, mi último día en Borneo

La conmoción creada por la inesperada depravación del individuo me impide reaccionar con la debida anticipación, y esta habría resultado bien necesaria pues la pregunta es puramente retórica: sin esperar respuesta alguna, alarga su sucia mano y me agarra mis partes pudendas con saña. De un empellón, ya plenamente alerta, aparto su brazo de mí y dispongo mis puños en posición de defensa. Le espeto que qué demonios hace, que por supuesto que no puede tocar a un completo desconocido cuya orientación sexual desconoce (si al menos me hubiera invitado a una copa antes...). Todo esto queda claro aquí escrito, pero puede que mi inglés atropellado por la situación no fuera tan contundente. El miserable calla y mira al frente. Calla durante unos dos minutos, largos y tensos como no recuerdo haberlos vivido en mi vida. La escena se halla además agravada por el hecho de que no tengo ni la más remota idea de dónde estamos yendo. Por lo que sé, este pervertido sexual podría estar llevándome a un descampado de las afueras donde esperan amigos suyos o al mismísimo centro de la jungla borneana.

Le digo que no vuelva a tocarme y que por favor me deje bajarme del coche pero él me ignora. Mi codo está preparado para incrustarse en su tráquea en caso de que vuelva a alargar la mano hacía mi (esto sería bastante estúpido, dado que él va al volante, pero ¿qué otra cosa puedo hacer si vuelve a ponerme un dedo encima?).

Al cabo del  rato de silencio, vuelve a hablar como si no pasara nada, y me pregunta si creo que Nadal volverá a ser número uno del mundo. Una trivialidad tan desacorde con la situación que empiezo a pensar si quizá debería añadir la psicosis a la lista de desórdenes achacables al conductor pervertido y a considerar el salto del coche en marcha como una opción cada vez más factible. Le sigo la corriente pues me parece mejor no cabrearle, aunque la tensión no se diluye ni un ápice y mi cuerpo sigue preparado para actuar con violencia extrema en cuanto cualquier parte de su cuerpo vuelva a mancillar mi espacio vital.

Al cabo de unos minutos de banal conversación, empieza a preguntarme insistentemente dónde voy a dormir y qué voy a hacer esa noche. Le contesto que tengo varios amigos esperándome en KK, con el objetivo de hacerle pensar que habrá alguien preocupado de buscarme si no aparezco por lo que sea. Al rato, parece desistir, enmudece y pasados unos minutos me deja en las afueras de KK. No conozco la zona pero me da igual, en cuanto el coche se para me despido con la mayor sequedad posible y me alejo del vehículo con la mente aún atribulada por la experiencia surrealista que acabo de vivir.

Como queriendo compensarme a mí mismo tras el mal rato pasado, me compro una pulsera en un mercadillo por el que paso casualmente y después me dirijo hacía el puerto de KK. No tiene pérdida, tan solo debo seguir las calles transversales que dan a la gran negrura abismal que es el océano nocturno en la lejanía. De camino me tomo unos rottis (tomarse dos grandes tortas de pan malayo con salsa por 50 céntimos de euro también anima a cualquiera), y veo un rato de una película en la misma cafetería mamaks. Aaron me llama al fin cuando estoy a punto de engancharme al telefilme: está en el paseo marítimo así que me reúno con él y le invito a una (carísima) bebida  en la discoteca de moda de KK, llamada BED (acrónimo de Best Entertainment Destination, ya ves), mientras le cuento el lamentable episodio.

El ambiente de domingo del local no anima a quedarse a una segunda copa: el enorme espacio está prácticamente vacío con excepción de algunas mesas ocupadas por la mafia local y demás sabahanos con aspecto aburrido. Un grupo toca en directo canciones más bien lentas que no levantan ningún impulso de sacar a una chica a bailar, es otra de esas bandas asiáticas que tratan de versionar sin mucho éxito grandes hits occidentales. Consulto con Aaron y ambos estamos de acuerdo con efectuar la retirada al hogar. Allí vemos un par de capítulos de South Park y tras ello nos deslizamos en nuestros respectivos sofá él y colchón viejo yo para disfrutar de un merecidamente plácido final a esta trepidante tarde.

El lunes, fiesta nacional en toda Malasia, amanece mi último día en Sabah, y lo hace con un nuevo plan que se viene abajo. El santuario de protección de orangutanes más cercano a KK, al que pensaba ir en sustitución de la gran reserva de Sepilok, requiere de una reserva previa para las visitas, ya que está extremadamente solicitado y los orangutanes solo se acercan a la gente dos veces al día, cuando los cuidadores les dan de comer. Un telefonista algo seco me da la información por teléfono y mi día se queda sin rumbo. Me voy a dormir un par de horas más y cuando me levanto definitivamente me siento en el sofá del salón de Aaron a ver a su hermano jugar a la Xbox.

Estoy aburrido, pero al fin y al cabo, estoy disfrutando de lo que muchos dicen es una de las mejores cosas que se pueden hacer en Sabah (y en general en Malasia): la homestay, o alojarse con una familia de la zona para disfrutar de la hospitalidad local. Y esto no está al alcance de todo el mundo.

Aún no estoy del todo despierto cuando Aaron me cuenta que quizá todavía exista una última oportunidad de ver Orangutanes en Sabah antes de que mi vuelo me devuelva a la civilización esa misma noche: el zoo/reserva de Lok Kawi.

Aaron conoce bien Lok Kawi, pues trabajó allí durante dos años cuando era más joven, siendo, por cierto, picado en la cabeza por el vetusto avestruz del parque, que aún sigue allí. Para llegar hasta el lugar, atravesamos una carretera rural típica de Borneo: muy curvilínea y estrecha, con el firme hecho polvo, y rodeada de selvas tupidas, pequeños campos de arrozales, y poblados tribales con cabras, gallinas y niños desnudos por igual, todo bajo la eterna bóveda azul que conforman los claros y limpios cielos de Sabah. Aaron dice que echaba muchísimo de menos conducir por aquellos parajes, y he de decir que no me extraña nada: es un placer abandonar al desagradable tráfico y a los taxistas miserables de Kuala Lumpur, aunque sea solo por unas cortas vacaciones.

Lo que un manager listillo ha venido a llamar reserva natural de Lok Kawi es más bien un zoo corriente, con especies endémicas de Borneo que no pueden verse en ninguna otra parte, eso sí, pero encerradas en jaulas demasiado pequeñas y con aspecto de no ser los seres más felices del mundo. Destacables son los monos probiscuos, pegados a la reja y con sus feas narices ahora si bien visibles, el tigre malayo, de pelaje ralo y colores nítidos, que impresiona como todos los tigres, animal favorito del que escribe, y por supuesto los orangutanes. Como dijo una vez mi amigo del viaje a Camboya, Breo: si alguien duda alguna vez sobre el origen del hombre, sobre nuestra teórica procedencia del mono, debe entonces viajar a Borneo, el único lugar del mundo donde es posible contemplarlos en libertad, y mirar a una de estas criaturas a los ojos. No le faltaba razón. Pero no son solo sus ojos, son sus movimientos, sus gestos, lo que les hacen parecer tan humanos, algo deformes eso sí, y con mucho pelo, pero inquietantemente humanos. Con sonrisas y miradas tristes, respondiendo a gestos burlones hechos por los supuestamente más inteligentes seres que los observan desde el otro lado de la barrera y el foso, con sus movimientos agiles propios de gimnastas a través de su amplio hábitat, sus saltos y la fuerza descomunal con la que cuelgan y descuelgan sus robustos cuerpos. Uno puede pasar horas mirando a estos cuasimodos peludos sin aburrirse. Y prácticamente eso hacemos, pues son casi las cinco de la tarde cuando Aaron me pregunta si me apetece volver ya.






Durante el camino de vuelta, Aaron me cuenta más historias sobrenaturales originarias de Sabah, como la de la gran roca que yace inamovible en lo alto de una colina cercana a la carretera. Dice la leyenda que la roca contiene en su interior a un peligroso demonio, y que todo el que intenta retirarla de su posición milenaria, sufre un terrible destino. Aaron cuenta todo esto con la vehemencia de un auténtico creyente de estos mitos, y del mismo modo, cuenta como en cierta ocasión, su tía fue casi raptada por un espíritu maligno característico de una región del Sur de Sabah en la que las cabezas de algunos miembros de las tribus, que son en realidad demonios camuflados como humanos, se despegan de sus cuerpos y flotan por la noche aterrorizando y atacando a los incautos que se pierden en la selva. Escalofriante. Las historias sobre estos seres, junto con las de los demonios humanoides de cara invertida, de los que también me habló en otra ocasión, han conseguido hacer de mis caminatas en solitario por las selvas de Asia una experiencia menos apacible.

En otro orden de conversación, Aaron también me cuenta que en Kilamantan, parte indonesia de Borneo, (mucho más salvaje y despoblada que la parte perteneciente a Malasia, cuya selva y tribus están siendo devoradas lentamente por las plantaciones de palmeras de donde sale el aceite de palma usado para cocinar y como combustible en gran parte de Asia) aún existen tribus que realizan tatuajes mágicos con agujas y tinta naturales. Estos tatuajes se corresponden con habilidades sobrenaturales poseídas por el portador, y solo se accede a su realización si este ha demostrado su valía en determinadas pruebas tanto físicas como espirituales. Según me cuenta Aaron, el del delfín, por ejemplo, solo es posible obtenerlo si se han pasado una serie determinada de minutos debajo del agua sin salir a respirar.

Resulta fascinante la conexión que tienen los borneanos, y en general un porcentaje importante de los asiáticos (pues J o Faisal, así como otros muchos conocidos, también me han contado con gran convicción historias similares sobre espíritus y sucesos y entes sobrenaturales, como la de las monstruosas criaturas marinas que nadan en el mar de Java, tragándose barcos a placer), con sus tradiciones y leyendas espirituales. Esto ocurre independientemente de su nivel de religiosidad o su formación académica, pues ni Aaron ni J, pese a ser cristianos, son grandes practicantes; y ambos provienen de familias modernas y acomodadas y poseen títulos universitarios. Es algo, este nexo con nuestro pasado espiritual y legendario, que en el mundo occidental se ha perdido en gran medida, sobre todo entre los jóvenes, difuminado tras la era del progreso galopante, la sobre-información, y la frivolidad de espíritu.  

Cuando llegamos a casa de Aaron, saludamos a los perros que siempre rondan por la puerta y entramos al espacioso salón, lleno de imágenes católicas y retratos familiares. La madre, muy sonriente y amable como de costumbre, y con buen inglés, me dice que esa noche me van a invitar a cenar a uno de sus restaurantes favoritos, en un pueblo cercano. Lo que no me espero, es que al llegar al restaurante aparezca en diferentes oleadas la familia entera de Aaron. El tío con los sobrinos, los dos hermanos, la hermana, los padres y el abuelo.

Se trata de un restaurante chino, con sillas de plástico y mesas con centro giratorio para que los platos vayan pasando de comensal a comensal. Un chino de los de verdad vaya, con suelo sucio de azulejos, peceras llenas de peces con largas colas y largos bigotes, gatos somnolientos, camareros secos y acelerados, y muchos platos de comida que salen de la cocina a una velocidad apabullante. He estado en muchos restaurantes similares en Malasia, la diferencia es que esta vez la familia de Aaron sabe qué platos pedir. Manjares que no están en la carta y que jamás había visto llegan a la mesa y levantan mis alabanzas: destacable el pollo frito con mahonesa especial del restaurante (mejor nunca preguntarse de qué están hechas las cosas), que ya echo de menos cuando está dos puestos más allá en la mesa giratoria, pero también hay un pescado monstruoso de color morado y lleno de púas pero con un sabor delicioso, unos fideos fritos crujientes, parecidos a los que probé en Bali, y más platos muy abundantes de los que damos buena cuenta entre todos.

La familia de mi amigo es un grupo de gente muy agradable. La hermana, muy dicharachera y mucho menos tímida que los dos hermanos, es con quien más hablo, pese a estar, como tantísimos asiáticos, mucho más pendiente de su teléfono listo que de cualquier otra cosa a su alrededor (circunstancia que aprovecho para comerme parte de sus raciones, que ella dice no querer). El abuelo me pregunta con mucho interés por mis viajes, y me habla de los viajes que hizo a Europa en su juventud con un sorprendente buen inglés que no es fácil de encontrar entre los malasios de generaciones más ancianas. Este hombre con seguridad vivió la segunda guerra mundial en Sabah, donde los japoneses hicieron buena mella, con uno de los campos de prisioneros más grandes y más cruentos de todo el sureste asiático, situado en la ciudad de Sandakan. No me atrevo a preguntarle directamente, no obstante, y la conversación no da pie a ello.

Con el estómago bien lleno y ni un resto en los platos, Aaron me propone que vayamos tirando para el aeropuerto. Como allí no hay tradición de sobremesa, me levanto y doy un sincero agradecimiento a toda la familia que ha patrocinado mi estancia a cuerpo de rey en la isla de Borneo. Prometo darles el mismo trato si alguna vez ellos han de recaer por España (y da la casualidad de que yo estoy por allí, claro).

Son las ocho y media de la noche cuando me despido de Aaron en la cola de seguridad del aeropuerto de Kota Kinabalu. Le deseo suerte en sus últimos días de vacaciones con su familia y acordamos vernos en Segambut en menos de una semana, cuando deba presentarse de nuevo en el tajo. Tras un abrazo, agarro mi macuto y atravieso el control de seguridad, es hora de volver a la otra jungla, la de asfalto.


Fue la última vez que vi a Aaron. Nunca llegó a presentarse de vuelta en la ONG, ni siquiera para recoger su equipaje, nunca volvió a coger ni mis llamadas ni las de ninguno de nuestros amigos comunes de Segambut, tampoco volvió a responder a mensajes, ayudando de esta forma, a incrementar el misterio inherente que rodea a la gran isla de Borneo.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Sobre el día en que acabé sin saberlo en el concurso de Mister Sabah 2013

Mi descanso en las últimas 72 horas ha sido misérrimo. Por eso decido levantarme un poco más tarde de los normal el domingo. Después de todo, una vez decidí quedarme por la zona de Kota Kinabalu renuncié a las prisas y los viajes eternos en autobús.

En la casa de Aaron se juega al Dragon´s Dogma, un juego de rol con multitud de criaturas fantásticas bastante espectacular, el día anterior estaba el hermano y hoy está el propio Aaron pulsando frenéticamente los botones. Me siento a ver como se vicia hasta que la madre nos trae unas cajas de corcho blanco con lonchas de cerdo y pollo en salsa agridulce y arroz. Son más abundantes de lo que suelen serlo estas cajas porque la señora conoce a un hombre del restaurante donde las ha encargado, están muy buenas. Después nos vamos de nuevo a la ciudad, sin hablar demasiado. Hoy toca día de relax en las pequeñas islas que salpican la costa frente a Kota Kinabalu.

Hay cinco islas a elegir, todas forman parte del parque nacional Tunku Abdul Rahman (pese a que Sabah es de mayoría cristiana y uno se siente totalmente fuera de Malasia, las cosas oficiales aún llevan los nombres de los sultanes malayos). En el embarcadero hay fotos de las diferentes islas, así como multitud de agentes y agencias que ofrecen barcos y paquetes de varias islas a diferentes precios y a voz en grito, creando el caos habitual de todas las estaciones y embarcaderos de Asia. Elijo ir a Pulau Mumatik, la más pequeña de todas las islas, por recomendación de Aaron y Dajana. Aaron se despide y acordamos encontrarnos en ese mismo embarcadero a las seis de la tarde, no tiene dinero para pagar el barco y se niega a coger ni un céntimo de lo que le ofrezco, sospecho que está deseando volver para seguir jugando al Dragon´s Dogma.

El viaje en speedboat dura menos de diez minutos. Surcamos la gran bahía de Kota Kinabalu a gran velocidad, casi sobrevolando el agua entre ola y ola. Una parada en Pulau Gaya donde se bajan la mayoría de los pasajeros del barco (motivando mi esperanza vana de encontrarme la isla a la que voy medianamente vacía), y la siguiente isla es Pulau Mumatik, un pedazo de tierra de menos de un kilómetro cuadrado rodeado de aguas claras y transparentes como cristal líquido.  Desde el embarcadero, puedo ver los bancos de peces diminutos moviéndose al unísono, persiguiendo los reflejos vibrantes de las personas que desfilan por la pasarela. “Bienvenidos a Pulau Mumatik” reza un cartel.

Peces en agua cristalina

Las playas de la isla son las más claras que he visto. Los colores suaves de la arena blanca, el agua turquesa, y el cielo azul intenso se fusionan de forma perfecta. Algodón en las nubes, polvo en la playa y cristal en el agua, la línea entre los elementos es difusa y todo parece formar un cuadro inalterable. Al fondo, surgiendo del mar calmo y perfecto, el acero negro de los riscos de Sabah y el Kinabalu, que parece el Monte del Destino, expulsando las nubes que tamizan en jirones la costa escarpada. Hacía tiempo que buscaba una playa así.

Pulau Mumatik playa Sur

Nubes y mar en Pulau Mumatik

Pulau Mumatik playa Este

Barca y Pulau Gaya en el horizonte


Paso lo que queda de la mañana y gran parte de la tarde flotando en el agua, haciendo snorkeling con el equipo que he alquilado y paseando por la isla, que se recorre de un extremo a otro en menos de tres minutos. Intento permanecer en las zonas vacías de gente, que son pocas, ya que aunque no hay mucha gente, la isla es tan pequeña que uno de los lados está casi lleno, aunque encuentro algo de paz en el extremo opuesto. Por fin veo a los peces payaso, los que tienen rayas negras y naranjas, con los que no había logrado encontrarme en Bali, aunque los corales están más desvaídos que allí y la presencia de vida marina es menor y menos variada. Después nado bordeando la isla y alcanzo el lado que no tiene playa, más salvaje. Allí subo a las rocas y me siento un rato en lo alto de la costa quebrada, mirando los barcos pasar a lo lejos como un náufrago solitario que no quiere ser rescatado.

Cuando vuelvo a la playa, al lugar donde he dejado escondidas mis cosas, me doy cuenta de que me queda tan solo media hora para coger el barco de las cinco y media, el último. No obstante, antes de ir hacia el embarcadero asciendo curioso por un camino que se adentra en la mitad junglesca de la isla y llego hasta la cumbre de una diminuta colina que está justo encima de las rocas done he estado sentado hace un momento. Me entretengo mirando las aguas cristalinas que rodean la isla desde el follaje silencioso e imagino acechar a algún barco pirata que desembarca en mi isla del tesoro. El camino de vuelta lo hago casi corriendo, apremiado por horarios en un lugar en el que el tiempo no debería obedecer sus normas habituales.

Estoy ya cerca de la playa, saliendo de entre los árboles, cuando escucho como algo grande se mueve entre la hojarasca, muy cerca. Me sobresalto y observo como un lagarto monitor de al menos un metro y medio de largo se desliza elegantemente hacia la protección de los arbustos. Antes de retirarse, el animal se para y me mira de reojo, examinando mis intenciones con sus ojos reptilianos. Aaron me contó que estos lagartos utilizan la cola para defenderse, dando latigazos que hacen que la piel se abra como si la hubieran golpeado con un sable. Me acerco un par de pasos, con respeto y muy despacio, para verlo más de cerca y él se aleja lentamente, ya con menos miedo. Algo más arriba, otro miembro de su especie le espera, y juntos se quedan en Pulau Mumatik, mientras yo enfilo la playa hacia el barco con premura.

Cuando a las seis me planto en el embarcadero tras una carrera de speedboats que volvían de las islas, Aaron, como era de esperar, no está allí. Los sabahanos tienen su propia concepción del tiempo, y es una en el que este suele transcurrir más despacio, donde las en punto suelen convertirse en las y media y así sucesivamente. Lo que no es de rigor, es que sean las siete y allí siga, sentado en el banco esperando a mi amigo. Decido moverme, buscar un supermercado donde comprar una recarga para mi móvil y llamarle. Resulta que no tiene el coche de sus padres y tampoco saldo en el móvil, así que acordamos que me dé una vuelta por la ciudad hasta que pueda recogerme para ir a algún sitio por la noche.

Me paseo pues sin prisa por el mercado principal y por el mercado filipino. Allí hay expuesta una espectacular selección de los pescados y demás productos del mar más extravagantes que he visto nunca. Descubro que los peces azules y amarillos que he visto mientras hacía snorkeling son comestibles, así como las mantarayas, el olor a pez muerto alcanza lo más profundo de mis cavidades olfativas y se asienta allí durante un buen rato. El mercado principal está más “puesto” para que los turistas y compradores ricos pasen y vean. El mercado filipino es menos decoroso, mucho más sucio y más auténtico, con los pescadores y vendedores coreando a pleno pulmón sus productos, echando cubos de hielo hacía un lado y tripas sanguinolentas hacía el otro, y apartando a empellones a los niños descalzos que corren y juegan por todas partes. Desde allí tomo una de las mejores fotos de puestas de sol que he conseguido durante mis viajes.


Pez venenoso a tope

Mantarayas

Colores del mercado

No está mal para una Sony cibershot de las antiguas, just saying...

Llamo a Aaron de nuevo y la situación es la misma, no puede recogerme y ya no hay mucho más que hacer en Kota Kinabalu. En un impulso, decido ir hasta el lugar donde se celebra el festival de la cosecha, pues Aaron me dijo que las celebraciones durarían al menos tres noches más y allí existiría la posibilidad de mezclarme con la población local de la misma manera que la primera noche aunque fuera solo. Intento recordar el camino que hice con Dajana y cojo el que creo es el mismo autobús, preguntando si es el que va al poblado cultural donde están las celebraciones. Un “eh….si, si” poco convencido es todo lo que obtengo por respuesta así que me la juego (el inglés sabahano no tiene nada que ver con el inglés remarcable de Malasia peninsular, aquí vuelven los gestos camboyanos).

De camino, empieza a llover, y yo empiezo a pensar en el barrizal que se va a formar en el poblado. Me extraña que todo el mundo se baje en otras paradas y que nadie parezca ir a las celebraciones, pues el día que fuimos aquello parecía el centro de la actividad festiva de toda Sabah. Mis peores sospechas se confirman cuando el autobús me deja en la carretera, en frente de la entrada, en el mismo lugar donde hace dos días habíamos sido arrastrados por la turba hacía una noche alcohólica y desenfrenada. Allí no hay nada. Ni un alma, ni una luz. El poblado está abierto pero totalmente vacío.

Paseo entre las enormes bolsas de basura donde se han almacenado los desperdicios del festival de la cosecha. Todo está envuelto aún por el olor de la cerveza, la lluvia cae sobre la oscuridad del poblado y repiquetea en la soledad de las bolsas negras. Unos señores juegan a las cartas en una mesa aislada en mitad de una de las cabañas. Me dicen que la fiesta acabó ayer. Me siento solo y hundido.

Caminando un poco por los alrededores del centro cultural sigo a una gente y acabo en un pabellón cercano, nada menos que en medio de la celebración del concurso de míster Sabah 2013. La situación es rocambolesca: yo desorientado, con mi macuto y mi barba de backpacker, rodeado de gente muy bien puesta. Siendo el único blanco de la gran sala, todo el mundo me mira con confusión cuando entro, justo por debajo de todas las gradas, cerca de las mesas donde están sentadas las eminencias de la belleza sabahana. Enseguida miro si hay algún tipo de consumición gratuita: una muestra de canapés, o las típicas copas de plástico con champán, pero no hay nada, muy rancios estos sabahanos. Lo observo todo desde el pasillo de entrada, estorbando, entonces junto a mí empiezan a pasar los maromos, no sé si son competidores o tan solo amigos del gimnasio de los competidores, pero son muy grandes y pasan casi empujándome. Cuando los culturistas empiezan a subir semidesnudos al escenario decido desaparecer de allí y me escabullo por una puerta trasera intentando no llamar la atención más de lo que ya lo he hecho.

Es entonces cuando miro la hora y me doy cuenta de lo que resultaba obvio tan solo echando una ojeada rápida al oscuro cielo nocturno: el último autobús de vuelta a Kota Kinabalu ha debido pasar hace ya un buen rato. Correr hacia la parada no sirve de nada, en el camino, un hombre con el que me cruzo me confirma la última hora de salida, lejana ya: estoy fuera de lugar, y también fuera de tiempo.

Aaron sigue sin poder recogerme, así que no me queda más opción que volver a la ciudad haciendo autostop. Saco el dedo y avanzo por el arcén calado, sin importarme ya la lluvia, que continúa calando a bobos como yo. En un principio pienso que la amabilidad demostrada hasta ahora por la gente de Sabah les hará parar enseguida ante la imagen de un solitario autoestopista bajo la lluvia. Esto no ocurre, o al menos no ocurre de forma tan inmediata, y pasan más de 45 minutos antes de que un coche pequeño se detenga en el arcén junto a mí.

El conductor duda un momento. Pese a mis gestos, tarda unos largos segundos en abrir la ventanilla, y no es hasta que me acerco y golpeo el cristal con mis nudillos que no veo su cara en el interior del coche. Se trata de un chico joven, de unos 30, moreno y bajito, estándar. Le pregunto si viaja en dirección a Kota Kinabalu, o KK, como dicen los sabahanos, y él me dice que no tiene problema en llevarme con un inglés justito. Me monto pidiendo disculpas por estar calado, aunque a él no le importa y parece contento de llevarme. Hay algo que me inquieta en el hombre, creo que es el hecho de que haya tardado tanto en abrir la ventanilla.


La conversación transcurre de forma normal, me pregunta de dónde soy y enseguida empieza con la alabanza tan habitual hacía los deportistas españoles. Me habla de Cesc Fabregas, de Rafa Nadal, de Casillas. A mí me cuesta entender su pronunciación de los nombres españoles pero le sigo la corriente con cortesía. Me dice que ha escalado el monte Kinabalu seis veces, se le ve un hombre deportista, yo le cuento que el precio impuesto a los extranjeros por todos los permisos me ha imposibilitado la escalada. Todo va bien, normal, sin incidencias, hasta que de repente, de improviso, el amable conductor pregunta sin tapujos: “¿Podría tocarte el pene?”.