Volvemos a ver el infame juego de la comba ardiente, pero
esta vez tan solo observamos cómo los jóvenes ingleses saltan y se lucen, o
bien caen doloridos delante de las chicas que no paran de gritar (creo que toda
mujer británica tiene que pasar una prueba de gritos cuando es una niña, si no
supera un determinado nivel de decibelios, se la expatría y se la nacionaliza
islandesa, que son muy parecidas). Han convertido aquello en su patio de
juergas particular, en su locura de fin de curso.
Todo es demasiado anglosajón quizá, pues también hay muchos
americanos, canadienses y australianos. Hijos de ricos. Unas americanas con
antepasados filipinos, tontas y gordas, nos retan a pasar por debajo del limbo
de fuego. Lo hago y obtengo por ello un chupito bastante fuerte. Después lo
hago cuatro o cinco veces más y esa noche bebo gratis. Cada ronda, la barra
ardiente baja, y al final el limbo es tan extremo que solo algunos tailandeses
malabaristas del fuego pueden pasarlo, contorsionando su cuerpo como si
pudieran romperlo y rearmarlo a placer.
En una de las discotecas hay un mono gibón que trepa por los
focos y el andamiaje del techo. La música le pone frenético y se mueve sin
parar mientras unos dueños de manos agresivas intentan atraparlo. Lo que en
principio resulta algo gracioso se vuelve patético cuando se mira a la cara del
animal y se observa en él más humanidad de la que parecen tener algunos de los
asistentes a aquella fiesta eterna.
También hay bares más tranquilos, sobre todo en el otro lado
del centro de la isla. Allí es posible, aunque no barato, tomarse un cóctel
sentado en cojines sobre la arena, dispuestos entre velas, con música chill out
y tailandeses tatuados y escuálidos que hacen piruetas y malabares imposibles
con discos y barras incendiadas. Tampoco me acaba de gustar este ambiente, más
adulto y pausado. Echo de menos algo más, quizá algo más diferente y rompedor,
menos parecido a lo que veo siempre en todas partes.
No obstante, disfruto de lo que la noche de Koh Phi Phi
ofrece. Se trata de un ambiente que ha sido cuidadosamente diseñado para proporcionar
al visitante la noche perfecta día tras día y sin descanso; y bueno, es
imposible no disfrutar de algo así aunque sea un poco, de la misma manera en la
que se disfruta de una película visualmente espectacular en el cine, pese a su
falta de contenido.
En el transcurso de las horas nocturnas, que se consumen
rápido como un cigarrillo, uno también puede moverse por el interior del
pueblo, atravesando la isla a lo ancho en menos de cinco minutos. De la
tranquilidad septentrional a la vorágine meridional. Allí en el medio hay
decenas de tatuadores abiertos toda la noche para sacar partido a las
borracheras británicas, bares en azoteas con vistas a las fiestas de la playa,
y también bares irlandeses. Si, bares irlandeses en Koh Phi Phi, así es.
También hay un sitio que me fascina, donde organizan peleas
de muay thai entre todo aquel que quiera participar. El ring está en mitad del
bar. Allí nos sentamos y observamos las malas artes que exhiben los mochileros
de la isla. Vemos combates grandiosos, combates ridículos y palizas. Y también
a un americano paleto que pierde los papeles y empuja al árbitro, siendo
reducido inmediatamente por este de un barrido certero que alcanza sus piernas
y le hace caer, levantando la carcajada del público. La historia es más
graciosa si se cuenta que el americano es un mastodonte de 100 kilos y 1,90
tatuado hasta las cejas, y el árbitro un tailandés enjuto y desnutrido que no
le llega ni al hombro. Así es el muay thai, no es cuestión de fuerza ni de
brutalidad, sino de técnica y precisión, como cualquier arte marcial.
Enseguida descubro que los tailandeses que manejan la noche
de Koh Phi Phi son diferentes a todos los que hayamos visto hasta ahora. Estos
jóvenes, la mayoría menores de 25, animan las fiestas con fuegos y malabares
imposibles, tatúan usando técnicas tradicionales, sirven copas o controlan que
nadie se pase de listo. Ellos manejan el cotarro, pese a que prefieran dejar
que los guiris piensen que el control de todo lo que pasa está en sus manos.
Son tipos delgados y muy fibrosos, morenos, con el pelo mayoritariamente largo
y lacio, llevan el cuerpo cubierto de tatuajes y tienen una chulería y un
desparpajo que no he visto antes en ningún asiático. Ellos han nacido en una
fiesta, y se han alimentado de ella durante toda su vida, ensayando como
“molar” desde que son críos. Como es lógico, se llevan a las inglesas gritonas
que ellos eligen de calle, y casi todos tienen una rubita esperándoles para
cuando acaban de hacer el tatuaje o el espectáculo pirotécnico de turno, o para
que les anime cuando deciden patear el culo a un blanquito que está ganando
demasiado en el ring.
Esta gallardía tailandesa, rayana en la arrogancia, es más
palpable en Koh Phi Phi, si bien, está presente en todo el territorio nacional.
Pienso en las posibles razones que conducen a esta actitud algo altanera, que
no he observado antes ni en Malasia, ni en Camboya, ni en Indonesia (ni tampoco
previamente en Nepal o China), donde la gente fue siempre extremadamente
solícita, con poquísimas excepciones y en ocasiones hasta extremos
absolutamente impensables en el mundo occidental. Es, quizá, y siempre hablando
desde mi falta de conocimiento profundo de un país en el que tan solo llevo una
semana, una consecuencia de haber conservado una autodeterminación que fue
perdida por todos las naciones colindantes durante la era colonial. Y es que
Tailandia, gracias al siempre inteligente proceder de sus reyes (miembros de la
dinastía que aún se mantiene en el poder, gozando de cotas de respeto y
admiración casi divinos entre la población), supo eludir mediante acuerdos y
tratados la codicia de la vieja Europa y mantener su independencia, triunfando
así donde sus vecinos fracasaron estrepitosamente. Esto ha generado una
identidad nacional fuerte y ampliamente extendida que aporta confianza a la
gente y posiblemente dé lugar a esa actitud algo chulesca hacía el extranjero.
Una actitud que parece decir: “Nunca me has dominado, nunca he necesitado nada
de ti, así que pórtate bien en mi casa.”
Tailandés en Koh Phi Phi Don |
Pese a toda esta divagación
amparada por los largos paseos nocturnos, es casi imposible hablar de
Koh Phi Phi Don sin hablar de Koh Phi Phi Leh, la isla vecina.
Más que una isla, Koh Phi Phi Leh es un conjunto de rocas
suspendidas entre aguas transparentes que atrapan la piedra como cristal mágico.
Aquí no hay ambiente que describir, pues no vive nadie aparte de los pocos
guardianes que vigilan lo que hace ya años que se convirtió en un parque nacional protegido. No obstante, su
belleza y su disposición, con dos grandes bahías transparentes encajonadas
entre riscos escarpados, la convierten en un lugar muy especial, contando con
la que es probablemente una de las playas más aisladas y pintorescas del mundo.
Es por esto que fue elegida como lugar de rodaje de películas como la Isla de
las Cabezas Cortadas (Renny Harlin, 1995) y sobre todo, La Playa (Danny Boyle,
2000), la peli de mochileros por excelencia, que popularizó este pedazo de
tierra hasta extremos insospechados.
El lugar es virtualmente perfecto, ostentando una combinación
armoniosa de cuevas accidentadas, como la viking
cave (donde sinceramente, dudo que nunca llegara a plantarse un solo
vikingo), bahías cerradas de aguas profundas y claras llenas de vida marina, y
por supuesto la mítica playa de Maya Bay (donde los protagonistas de La Playa
se escondían del mundo en su comuna hippie).
A la llegada, tras unos veinte minutos de speedboat y una parada en una playa del
extremo de Koh Phi Phi Don con muchos monos y por desgracia, también con mucha
basura llegada del puerto, pasamos por delante de la cueva del vikingo, donde
no se puede entrar. Alguien ha construido unas precarias pasarelas de bambú que
se internan en la oscuridad de la caverna, que parece una boca de dientes
irregulares abierta en la roca. Pasando por delante, pregunto al barquero si
nos podemos meter dentro a ver que hay y, ante la negativa, me cuestiono porque
las cosas más divertidas suelen estar tantas veces prohibidas o cerradas.
Entiendo que es peligroso, pero denos un papel a firmar eximiéndose de
responsabilidad y déjenos entrar a riesgo propio.
Después toca internarse en la bahía de Pileh, lo cual nos ata
irremediablemente un nudo en el estómago ante la grandeza del lugar. Bucear
allí es extremadamente bueno y divertido, y por suerte no está prohibido. Una
lástima no poder mostrar los miles de peces entre los que tenemos la
posibilidad de nadar con una buena foto de goPro. Los fondos marinos además,
son mejores que en Bali y en Sabah, más profundos, pedregosos y llenos de vida.
Como suelo hacer habitualmente, me alejo del grupo que va en nuestro barco (que
incluye unos chinos gritones que no saben nadar ni bucear) y exploro por allí,
llegando a una diminuta cala al pie de un acantilado. Una extensión de arena de
unos cinco metros con un tronco donde me siento como un náufrago feliz. Lejos
del barco, a muchos metros del ser humano más cercano, disfruto de una calma
bastante zen.
Esa es mi playa particular, el sitio con el que me quedo de
todos los que vi en Tailandia. Ese pedazo diminuto de arena rodeado de roca y
con un tronco para sentarse es mi exuberante reino durante unos minutos.
Maya Bay es muy diferente. Pese al elemento aventurero que le
añade al viaje el hecho de que el último tramo haya que hacerlo a nado, desde
el barco hasta unas escaleras que penetran en las rocas y con un oleaje algo
movido que no hace fácil ni exento de peligro el asirse a la barandilla y subir,
el lugar está corrompido.
Desde que, en el primer vuelo largo de este viaje
(Madrid-Doha), aún bien alimentado y casi sin barba ni moreno en la piel, viera
la película de Danny Boyle en el avión, había pensado muchas veces en llegar a
este lugar. La imagen de la playa se había presentado en mi memoria como algo
perfecto, un objetivo que alcanzar, y la cercanía del lugar me había hecho
levantarme nervioso esa mañana.
Imaginaréis mi sensación cuando, tras recorrer descalzo el
tramo de bosque y las inmediaciones de arena, y apartar los últimos arbustos al
píe de la bahía, me encuentro con esto:
Así es como definitivamente aprendo lo que es un lugar
destruido, un lugar al que se le ha arrancado de raíz su misma esencia. La
sensación debe ser parecida a la de aquel que se enfrenta a un monte devorado
por las llamas, o a una gran parcela de selva que ha sido talada.
Como la mayoría de los chinos no saben nadar, los barcos
entran en la bahía y los descargan directamente en la playa, con los ruidos de
motores retumbando en la roca y las olas artificiales provocadas por sus
embestidas ahogando las mareas. Al menos, los que venían en nuestra barca se
han quedado por no poder superar el último trecho a nado.
Gracias a la bolsa estanca de un irlandés que viajaba en
nuestra barca, he podido traer mi cámara y de esta forma puedo retratar el
horror. Nunca debe olvidarse un lugar así, siempre debe tenerse presente,
aunque sea mediante un vago recuerdo y una imagen borrosa, el cómo no deben
hacerse las cosas. En el camino de vuelta, estoy cabizbajo, apesadumbrado por
la decepción, pensando en aquellos viajeros de hace veinte años que aún podían visitar
estos rincones especiales de la tierra sin ser pisoteados por la turba devoradora
que ahora lo invade todo.
Otra cosa que aprendo en las islas Phi Phi es que las
quemaduras no pueden tratarse como si fueran heridas normales, y que el agua
marina no solo no las cura, sino que las infecta. El dolor es especialmente
intenso a primera hora de la mañana, tras los duros despertares que siguen a
nuestros desmanes nocturnos; y es en estas horas cuando nuestra insensatez sale
a relucir en forma de pústulas que coronan nuestras quemaduras. No fue mi
momento más lúcido aquel en Krabi en el que convencí a Manu de que no habría
problema con las heridas aunque no fuéramos a ver a un médico, que con la crema
desinfectante y el agua de mar acabarían curándose solas.
Al final, el paso por el médico se hace necesario, pues la
infección no da tregua. Nos raspan las heridas con un bisturí hasta que retiran
todo “lo blanco” y parte de “lo rojo” que hay alrededor (que es carne
evidentemente, no piel). Esto provoca uno de los peores dolores que recuerdo
haber tenido en mi vida, y durante todo el rato que dura el suplicio, más la
posterior limpieza y vendaje de la herida, solo puedo consolarme pensando en la
valiosa lección que estoy aprendiendo: ¡Cuidarse las putas heridas!
Entre una cura y otra, en esta mañana de clínicas y
hospitales, Manu se marcha. Su vuelo sale desde la isla de Phuket, a dos horas
en barco de Koh Phi Phi. Debe volver a España, pues es persona currante y sus
vacaciones tocan a su fin.
En el embarcadero nos despedimos, y yo le doy sinceramente
las gracias por ser el único amigo que ha venido a verme y se ha unido a mí en
este gran viaje, aunque haya sido solo por diez días.
Yo me quedo. No tengo prisa por abandonar Koh Phi Phi, pues aún
no he de volver a Malasia hasta dentro de una semana y media. Un vuelo a España
me espera allí el día 8 de Julio.
Ya atisbo el fin de etapa que ese avión supondrá, pues Asia
quedará lejos al menos durante un tiempo. Pero aún me queda tiempo aquí, y
Phuket y Bangkok, las dos últimas paradas del viaje, darán qué vivir.
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