La mañana post-luna llena se me hace muy cuesta arriba. El
sol atiza mi cuerpo reseco más de lo que lo había hecho nunca, los excesos se
pagan físicamente con boca pastosa y un terrible dolor de cabeza provocado por
el alcohol mal destilado. Pero la peor de las sensaciones es la profunda
vergüenza para con mi amigo.
Nada más salir de la habitación a las 11 de la mañana, con
premura pues un barco se nos escapa, Manu me cuenta como me perdió en el
torbellino de cuerpos pintados, griterío y fuego en que se convirtió la fiesta
cuando las drogas y el alcohol hicieron su trabajo. Escapé con la botella, como
un prófugo, huyendo de la sensatez de un amigo que intentó advertirme de las
consecuencias que traerían aquellos tragos sinsentido. Más tarde me encontró
tumbado, dormido en la arena, con camiseta, cartera, y recuerdos robados. Con
no poco esfuerzo, cargó conmigo hasta el hostal y me tiró en la cama, me
imagino que sintiendo cierto desprecio hacía el guiñapo etílico en que me vi
transformado. En días como este, siento que no merezco amigos así.
Para añadir leña al asunto, levanto una costra de arena que
tengo en mi pierna izquierda y debajo me encuentro con una fea herida abierta.
Es una quemadura, brillante y en carne viva, posiblemente producida por uno de
los estúpidos saltos en la comba de fuego. Durante mi aciago paso por la fiesta
ni la sentí, ahora me duele horrores.
La bajada de las aguas ha convertido las playas de Koh
Phangan en marismas blancas que parecen cruzar el océano; este se ha retirado a
zonas más profundas, quizá convaleciente también. Mientras esperamos al barco
entre la multitud resacosa que se marcha de la isla tras la fiesta, intento
aplacar mi malestar pensando que lo hecho, hecho está, y que cambiar eso es
imposible.
Playas de Koh Phangan |
Las aguas retiradas |
Recolectores |
Costas |
La muela |
La localidad occidental de Krabi es nuestro nuevo destino. Para
llegar hasta allí debemos esperar a que nuestro barco descargue en Koh Samui, y
después nos acerque a la espectacular costa peninsular, escarpada de grandes
rocas molares como la mandíbula irregular y descuidada de un leviatán marino. Ya
en tierra firme, descansamos lo que podemos a bordo de un autobús que cruza de
nuevo la lengua de tierra tailandesa mientras esperamos a que la voz chillona
del conductor anuncie ¡Krabi!
Esta ciudad costera, pequeña y muy tranquila, que mira quizá
con envidia las luces frenéticas de neón que iluminan el cielo sobre la vecina
isla de Phuket, o sobre el archipiélago de Phi Phi, más al Sur, se me antoja
como un tesoro poco valorado. Un breve alto en el camino demasiado rápido de
los que buscan transitar por Tailandia en una semana. Yo creo que la ciudad,
capital del estado de homónimo, ofrece mucho más que eso.
Pese a que solo la conocemos de noche, y es por eso que digo
“creo”, la localidad nos regala con una de las vueltas sin rumbo más agradables
de todo el viaje. Calles oscuras y prácticamente desiertas; Pad Thai a 35 bahts
(la mitad que en las islas, y una de las razones que me llevan a pensar que
estamos en un sitio mucho menos turístico); un encuentro repentino con un
templo budista de inmensas proporciones, el primero que vemos del estilo
tailandés (más recargado y colorido aún que el camboyano, aunque parecido); y
un final de velada en un bar que encontramos de casualidad y en el que acabamos
participando en una jam session muy
divertida con gente local.
Y es que la gente en Tailandia, pese a su hosquedad
superficial, está abierta al extranjero igual o más que en otros lugares de
Asia, siempre que el extranjero esté abierto a ellos. Casi nunca amables en los
sitios masificados, donde los turistas hacen cola delante de ellos sin
mirarlos, con sus bañadores de diseño y sus tatuajes tribales cuyo significado
desconocen, pero siempre dispuestos a invitarte a una cerveza y charlar contigo
hasta la madrugada si tú haces el esfuerzo por conocer, integrarte, y salirte
del camino marcado por las pisadas.
Los dueños de aquel bar de Krabi, un matrimonio entrado en
los cuarenta, se sorprenden muy gratamente de nuestra presencia en aquel
callejón secundario, de nuestro afán exploratorio, y de nuestra amabilidad para
con el habitante local. Es por eso que nos invitan a sentarnos y enseguida se
sientan con nosotros a la mesa, al igual que hacen el resto de parroquianos,
con la misma curiosidad hacia nosotros que la que nosotros sentimos hacia
ellos.
Cuando, ya entrada la madrugada, solo nuestra mesa está
ocupada y animada, las camareras se unen al grupo, formado por los dueños, un
tailandés vividor llamado Jack, un detective singapurense, un inglés borracho
que vive en Krabi desde hace 20 años, y nosotros.
El ambiente en aquel rincón tan alejado de todo nos invita a
pedir hasta cuatro jarras de cerveza Singha (le mejor de Tailandia, por encima
de la Chang, y además más barata), pese a que nuestro barco hacía el archipiélago
de Phi Phi parte a las ocho de la mañana siguiente. Nuestros acompañantes
cantan y Manu se une a ellos con confianza, yo participo tocando unos bongos
que me han dado. Ellos nos felicitan por nuestro buen hacer musical y durante
un momento, todo lo malo de la noche anterior parece esfumarse y somos de nuevo hombres
felices en Tailandia. No hay duda de que aquella será otra de las
noches que me guardaré siempre en el recuerdo de este gran viaje a través de
Asia.
Las despedidas llegan a las cuatro de la mañana, con el consiguiente
intercambio de facebooks y mails y algún tonteo que otro con las camareras. Por
suerte, el hotel está cerca y no nos perdemos. El sueño será corto y poco
reparador, pero al menos esta noche no hay insectos indeseables en la
habitación.
Nuestros amigos de Krabi: (Izq- Dcha) Peter el inglés, Juraimi el detective de Singapur, Manu, yo, Jack el vividor y el dueño cuyo nombre no recuerdo... |
A la mañana siguiente, no es la luz que entra campante por la
ventana lo que me despierta, ni tampoco la alarma de mi teléfono móvil; es un
dolor lacerante que proviene de la quemadura de mi pierna como una marabunta de
microscópicos pinchazos ardientes lo que me trae de vuelta al mundo con
brusquedad. La herida no ha cicatrizado, ni mucho menos. De hecho, está
supurando un líquido amarillento que llega hasta mi píe. Me aplico una crema
desinfectante que aún conservo desde mi caída en la isla de Penang y consigo
así refrescar ligeramente la quemazón y ponerme en pie.
Manu también se quemó en la Full Moon Party, así que ambos
dedicamos parte de nuestro renqueante trayecto hacía el puerto de Krabi a
maldecir a los desgraciados que manejaban la comba endiabladamente para hacer
caer a todo blanquito que se creía lo suficientemente bueno saltando.
Por suerte, es fácil olvidar el dolor en Tailandia.
Dos horas dura el trayecto tranquilo y no muy caluroso en la
barcaza destartalada, con un viento matinal suave que trae sal y buenos olores
marinos. Pasado ese tiempo, desde la cubierta, puedo ver la isla de Koh Phi Phi
Don aparecer a lo lejos, en mitad del océano. Un nuevo paraíso, pienso, y me
apresuro a despertar a Manu, que yace en la atestada bodega de pasajeros. La
llegada sobrepasa las expectativas más optimistas, y no podemos más que abrir
la boca y maravillarnos ante la gran bahía, encajonada entre riscos verdes, con
playas llenas de macacos y las aguas transparentes surcadas de bancos de peces.
La bahía desde el barco |
Bahía pirata |
Barcos y aguas cristalinas |
Koh Phi Phi Leh, al fondo. Eso es lo que supuestamente nadó Di Caprio en La Playa... |
Koh Phi Phi Don es una maravilla de la naturaleza que fue
casi totalmente arrasada por el tsunami que azotó el Océano Índico en el año 2004.
La isla está formada en realidad por dos mazacotes cubiertos de naturaleza
unidos por un estrecho pasaje de tierra de quizá un kilómetro de ancho donde se
encuentra la única población de la isla. Esta es una amalgama de casas bajas
desordenadas, la gran mayoría reconstruidas tras la ola destructiva. Hay calles
muy estrechas que recuerdan a una ciudad sacada de alguna novela de piratas. Caos
asiático por todas partes, aunque enseguida me doy cuenta de que hay un elevado
porcentaje de turistas, la mayoría ingleses.
Y es que aquello, por lo que parece, debe de ser algo así
como el Benidorm de lujo para los turistas british de alto standing. Vemos
mucho backpacker de diseño, muchas pandillas de niñas desmadradas en viajes sin
padres. Eso no mola tanto como la isla en sí. A un lado del estrecho, las
vistas son una maravilla, con una gran bahía atestada de barcas largas
decoradas con flores que entran y salen
pasando por delante de los acantilados y las playas dominadas por
primates, con la isla de Koh Phi Phi Leh al fondo, como una gran tortuga que
flota indiferente al paso del tiempo. Al otro lado, está la bulliciosa playa
donde los backpackers anglosajones se bañan, lucen musculitos y se toman
daikiris con precios inflados. Es una buena playa, aunque algo cerrada y
estancada y quizá demasiado atestada de gente.
Tras un par de preguntas a la gente indicada, nos enteramos
de que Koh Phi Phi Don cuenta con un par de playas algo alejadas del bullicio
del estrecho central. Concretamente, la conocida como Long Beach se erige
rápidamente como nuestra favorita. Además de presenciar allí una curiosa disputa entre un perro y un macaco (nada muy serio), lo cual nos anima la mañana, el lugar resulta sobresaliente. Podría fácilmente tratarse
de la mejor playa en la que he estado, aunque eso es algo difícil de decir tras
los últimos meses. Como no es fácil describirla sin caer en grandilocuencias, os dejo unas fotos para que juzguéis vosotros mismos:
Long Beach |
Koh Phi Phi Leh en la lejanía desde Long Beach |
Flotando en cristal, foto by Manu |
La vida turística en Koh Phi Phi Don transcurre
mayoritariamente en el centro de la isla, dejando los dos macizos rocosos en
libertad para que la calma campe a sus anchas a través de la jungla escarpada. Por
los caminos de tierra que recorren la isla hay poblados más pobres, más ajenos
a las luces y las discotecas de la playa, también hay grandes agujeros de
tarántulas entre las raíces, alarmantemente cerca de nuestros pies descalzos en
los desplazamientos entre playas.
Si se sube lo suficientemente alto por los riscos de la zona Oeste,
la verdadera geografía de la isla queda al descubierto, y solo entonces puede
apreciarse lo estrecho que es realmente el banco de arena sobre el cual se
erige la ciudad, así como la claridad de las aguas bajas costeras. Al otro
lado, las montañas impracticables y deshabitadas de la zona oriental, a las que
no se puede llegar si no es escalando paredes verticales de rocas que parecen
derretidas por la erosión. Y aún con preparación y equipo de escalada, dudo que
se pueda alcanzar el extremo meridional. Me pregunto qué hay allí detrás, en
los valles que no se ven ni desde tierra ni desde mar, qué criaturas habitan en
ese terreno ignoto.
Bahía desde lo alto |
El estrecho y el territorio salvaje al otro lado |
Cuando el velo nocturno cae sobre Koh Phi Phi Don, una vida
diferente empieza. Clara y pausada, sin brisas, la noche es larga en el extremo
más cerrado del estrecho, donde la playa alargada y continua permite que las
discotecas y los bares conquisten la arena hasta casi llegar al romper de las
olas. Hay sillones y velas, espectáculos de fuego que hipnotizan, pistas de
baile improvisadas sobre las suaves dunas, y música y luces estridentes. La playa
entera se convierte en un monumento al placer, a los impulsos, y a la
relajación del cuerpo y del espíritu...
On the wild side quise decir. Confirmado por el comienzo de esta nueva entrada debió ser estupenda la fiesta destroyer: alcohol (del malo), drogas (de las buenas), ladrones, playa y chic@s. Una pequeña quemadura es el pago justo por tanta juerga,
ResponderEliminarOtra cicatriz. Otra muesca en la culata del revólver. Otro recuerdo imborrable. Besos man.