martes, 22 de enero de 2013

Una rutina agradable



He estado un tiempo sin publicar de manera que las cosas que van pasando por aquí se acumulan en mi memoria y los recuerdos empiezan a entrelazarse y a difuminarse. Toca escribir.
Estás semanas he estado trabajando en la oficina todos los días de Lunes a Viernes de 9 am a 6 pm. Es un horario amplio pero relajado, pues se descansa bastante y hay un tiempo de una hora para comer que yo generalmente alargo a una hora y cuarto o una hora y media.

Mi trabajo ha resultado ser bastante inesperado, aunque me gusta: Estoy ejerciendo como una especie periodista interno de la ONG. Es decir, mi labor consiste en buscar y recopilar historias relacionadas con nuestro trabajo con los niños y escribir sobre ellas para luego publicar en internet, ya sea en forma de artículo para la web de la ONG, en forma de post de Facebook o bien de “tweet” de Twitter (tengo que gestionarambas cuentas en las redes sociales, soy un community manager de esos). Tiene que estar todo escrito en lenguaje y tono periodístico y buscan que las historias conmuevan a la gente que las lea, así que no es del todo fácil. De todas formas a mi jefa le han gustado bastante los artículos que he escrito hasta el momento y todos se han publicado en la web (siempre con algún retoque hecho por ella, que es muy suya). Para recopilar las historias tengo que moverme mucho, subo a menudo a la sección de informática, que organiza recogidas de materiales electrónicos usados para su reciclaje sobre las que yo tengo que escribir, y también voy al otro edificio (el de la escuela) a entrevistar y recopilar testimonios de estudiantes y profesores para adornar las historias y hacerlas más humanas y lacrimógenas (a mi jefa le encanta que haya lagrimillas de por medio).

En alguna ocasión, me han mandado asistir a determinados eventos para poder luego escribir sobre ellos con mayor exactitud, esto me permite salir de vez en cuando de la asfixiante oficina y le da al trabajo una variedad que resulta francamente agradable.

Uno de estos actos fue la celebración de un festival hindú en la azotea del colegio, durante la  cual los niños me pintaron el bindi en la frente, y pude asistir a la cocina ritual de un postre llamado Pongal (nombre también del festival) que consiste en arroz hervido en leche con mucho azúcar, así como a los rezos a diferentes deidades de Rick y los niños. El momento en que la leche hierve en la vasija donde se pone al fuego es el más álgido de la ceremonia, pues según reza la tradición, significa que los dioses aprueban la ofrenda que se les está haciendo (una parte de esta especie de arroz con leche se pone en el altar para que los dioses no pasen hambre), así que cuando esto ocurre todos los niños corren al altar y comienzan las plegarias. Los rezos hindúes resultan muy curiosos, pues se componen de retahílas incomprensibles de mantras en tamil dichos a una velocidad de vértigo y sin ningún tipo de separación entre las diferentes frases o palabras, son recitados primero por un conductor del rito y repetidos luego por el resto de presentes. En cada una de las situaciones en que he observado este rito he temido que la persona responsable de liderar las oraciones, en el caso del Pongal, un niño de unos 15 años, fuera a caer sobre el altar, asfixiado por su propia lengua…

Fue muy interesante ver el cariño que los niños de la escuela tienen por Rick, al que dieron de comer (con sus manos) del Pongal y besaron los pies, gestos de profundo respeto que solo se tienen hacía los padres en la cultura hindú y que hicieron llorar al profesor americano.

En otra ocasión, fui enviado a presenciar la fiesta de cumpleaños de una niña malaya que, por provenir de un trasfondo de pobreza y descuido, no había tenido nunca la posibilidad de celebrar su aniversario. La fiesta fue en Chow Kit, un barrio muy deprimido de la capital en el cual la mayoría de los niños son hijos de prostitutas o drogadictos y muchos son abandonados al nacer. En esta ocasión, además de llevar mi habitual cuaderno de notas para describir las escenas, fui encargado de realizar las fotos del evento, durante el transcurso del cual la niña en cuestión lloró de alegría (mi jefa contentísima) y dio de comer de la tarta a todos los presentes para expresar su gratitud, incluido a mí. Después los niños la dieron de comer a ella con las manos, costumbre por lo que se ve muy extendida también entre malasios, hasta que la niña casi se ahogó y tuvimos que detener las ofrendas. Ese día lo pase casi enteramente allí, jugando con los niños después de la fiesta y descubriendo, al intentar enseñarles algunas patadas de taekwondo, como la gente aquí lleva las artes marciales (sobre todo el muay thai y el silat) en la sangre desde bien pequeños. Eran niños muy hiperactivos, la mayoría de ellos con un gran déficit de cariño, así que fue muy fácil conectar con ellos y enseguida algunos empezaron a llamarme “abang”, hermano. Después de acabar la jornada, ellos mismos se ofrecieron voluntariamente a limpiar y recoger toda la sala, mostrando de nuevo una bondad entrañable.

A aquel cumpleaños fui con Aaron, un recién incorporado a la ONG que tiene 21 años y proviene de la isla de Borneo, concretamente de la espectacular región de Sabah. Desde que llegó este chaval he hecho bastantes buenas migas con él, ya que estuvo rápido en incorporarse a nuestro pequeño club de fumadores de azotea y trajo interesantes historias de su isla. Ha prometido enseñarme a hablar correctamente el idioma malayo y alguna de las 10 artes marciales que supuestamente domina.

Como realicé bien este trabajo periodístico durante la primera semana y como, según mi jefa, se me da bien “conectar con la gente” y me llevo bien con casi todo el mundo en la oficina, se me ha puesto en cargo de la conexión entre el departamento de comunicación (el mío) y los profesores. El fin de esta conexión es mejorar la pobre comunicación que existe entre ambas secciones y limar fricciones provenientes de la creencia que algunos profesores albergan acerca de la mayor importancia de su trabajo frente al nuestro. Mi principal cometido en este respecto es asistir a las reuniones de los profesores y representar allí a mi departamento. Aunque pueda sonar aburrido, enseguida descubrí que estas reuniones también tenían sus puntos divertidos, entre los cuales destaca el asistir a las pequeñas rencillas que tienen entre ellos acerca de sus cometidos y responsabilidades diarios.

Otra cosa que ha amenizado bastante estas primeras semanas es la diversidad de la vida en el barrio de Segambut, donde está el edificio donde trabajo y vivo. El mercado nocturno chino que todas los Lunes enciende las calles con luces, griterío y olores extravagantes (que van desde deliciosas frituras a frutas realmente apestosas – en serio, hay una especie de melón con pinchos que si lo hueles de cerca vomitas). Es una buena ocasión para darse un paseo, comer cosas peculiares, como piel de pollo frita o cortezas de pescado, ver a señores que sacan serpientes vivas de cestas, las anuncian a pleno pulmón y luego las venden, y comprar productos de alta tecnología china, como calcetines con los que “no se suda, siemple seco” (¡mentira!).

También seguimos yendo a los bares cercanos, y resulta cojonudo tener en una misma manzana una buenísima cafetería india (destacado el roti, una especie de pan hecho con huevo al que se le puede añadir desde queso hasta plátano y chocolate), un restaurante chino (que pese a estar infestado de ratas que se comen las ofrendas del altar budista  tiene noodles cantoneses muy grasientos y deliciosos) y uno malayo (con platos ultra picantes típicos de aquí y muy baratos). Después de haber llenado pertinentemente el buche, todo se ve con otros ojos con ayuda de unas cuantas carísimas cervezas Tiger (solo podemos beberlas en el restaurante chino, que es el único que está suficientemente cubierto de los paseos nocturnos de los estudiantes y del big teacher, que nos prohíbe cruelmente la cerveza y el tabaco).

A estas reuniones nocturnas acuden otros integrantes de la ONG, que cambian según la noche, haciendo de la variedad también una constante aquí. Así he descubierto como el sentarse en un bar a beber y poner desinhibidamente al jefe a caer de un burro no es una costumbre únicamente extendida en España. Existe una frivolidad divertida entre algunos de los integrantes de la ONG con respecto a los líos de la oficina, la falta de comunicación tanto vertical como horizontal y las sucias condiciones de vida (dejémoslo ahí).

Uno de los temas que se trata con asiduidad en estas charlas es el de la religión Bahai. Y es que toda aquella parafernalia y charla religiosa que me puso los pelos de punta durante mis primeros días aquí corresponden a esta religión, profesada por la mayoría de los integrantes de la organización. Se trata de una religión bastante moderna (fundada en el siglo XIX) que predica la unificación de todos los dioses y profetas en uno solo y que admite rezos a cualquiera de ellos dentro de su seno, siempre que en el largo plazo se orienten las oraciones hacía esta unión divina. 
Los rezos son diarios y afortunadamente, voluntarios. Se hacen durante la tarde y en ellos se reúnen tanto estudiantes como profesores en un círculo en el cual se rezan oraciones por orden al dios de preferencia de cada uno. He estado en varias de ellas por curiosidad y ha sido interesante escuchar peticiones a Alá seguidas de invocaciones al dios cristiano o a alguna deidad hinduista. No comentaré mucho más sobre este tema.

Con respecto al tema de la vida en el barrio, es necesario mencionar también al señor Jeep, un señor mayor indio que siempre está con su mujer en el restaurante chino y que cuando se toma tres o cuatro whiskies se acerca sistemáticamente a nuestra mesa a hablarnos de temas aleatorios y protagoniza momentos muy divertidos, como cuando me discutió mi nacionalidad, asegurando que yo era afgano sin dar lugar a réplica (todavía me lo dice cada vez que me ve).

En cuanto a las condiciones de salubridad y comodidad de la vida, he de decir que ya no me parecen tan duras como al principio. La comida ha mejorado significativamente en la última semana, como resultado de las múltiples quejas de la gente (sobre todo de los vegetarianos, que son un lobby poderoso aquí), que al parecer llevaban ya un tiempo extendiéndose como un fuego por la oficina; no se han vuelto a ver a las cabezas de pescado ni al pollo granítico, y el repollo picante y amarillo también se ha ido para, de momento, no volver.

El calor, en cambio, ha aumentado debido al fin definitivo de los monzones y a la completa desaparición de la frescura que traía la lluvia diaria. Esto ha vuelto más activos a los insectos: las hormigas campan ahora mismo a sus anchas por la mesa en la que me encuentro y trepan por ente las teclas de mi ordenador, y las picaduras extrañas y de múltiples formas y picores se han convertido en el pan mío de cada día. Lo peor en este asunto fue la mañana que me desperté con un sarpullido enorme cubriéndome todo el hombro izquierdo (el día anterior había acariciado a un perro en la calle, ¡error!). Todos me dijeron que tenía “bedbugs”, o minúsculos insectos que habían anidado en mis sábanas y me picarían sin piedad todas las noches, extendiéndose a toda mi ropa y provocándome sarpullidos por todo el cuerpo. Cuando pregunté por soluciones todas me parecieron extremas: “¡tira tus mantas!”, “¡lava tu ropa y tus sábanas en agua hirviendo!” “¡quema toda tu ropa!” “¡ojo! (mientras el preguntado se aparta temeroso del contagio)”. Como buen indolente que soy, hice nada y no se me ocurrió que más hacer, así que esa noche me la jugué y dormí en la misma cama y sábanas. Fue la mejor solución, pues sin quemar ni hervir nada, los famosos “bedbugs” desaparecieron a los pocos días sin dejar más rastros sobre mi cuerpo.

Por otro lado, las ratas de nuestro piso se han multiplicado y vuelto más atrevidas en sus salidas exploratorias del cuarto de los trastos, donde viven. De hecho, un compañero contaba el otro día con mucho gracejo como se había despertado con un picor de garras en la espalda y había espantado a una rata que según él, trataba de subir hasta su oído para susurrarle haciéndose pasar por su novia. Tuvo que abrir la puerta de su cuarto y esperar fuera hasta que el animal, de un tamaño considerable, salió por su propio píe.

No obstante, por mucha gracia con la que se trate el tema de las ratas, sé que hay gente que está realmente cagada de miedo cada vez que sale al baño. Yo personalmente me aseguro de que nuestra puerta esté abierta tan solo los segundos necesarios para entrar y salir por ella. No pienso dejar que ningún roedor anide en mis ropas pese a que no soy un gran enemigo de las ratas (las veo con mucho mejores ojos que a las cucarachas – que también hay, incluso dentro de la nevera – o las arañas – que aún no he visto –, y de hecho pienso que gozan de una mala prensa debido al mainstream media que, con escenas como la de las catacumbas de Indiana Jones y última cruzada, nos ha inducido a odiarlas. Después de todo, son mamíferos, tiene mucho más en común con nosotros que las despreciables cucarachas. Seguro que si fueran blancas y suaves en vez de marrones y rabilargas las tendríamos mucho más cariño y las chicas no gritarían tanto al verlas – cuando una se coló en la oficina hubo un auténtico coro de gritos femeninos desproporcionados –, pero después de todo, una ardilla rojiza y adorable podría transmitirte las mismas enfermedades si te muerde).

En otro orden de cosas, mi compañero de habitación está resultando impecable, pese a su manía de apagar el ventilador a las 6 de la mañana (se levanta puntual como un reloj para hacerlo y después se vuelve a acostar), la cual hace que muramos sistemáticamente de calor durante las dos últimas horas de sueño. Es limpio y ordenado, no ronca ni pone música nada más levantarse como hacen los de la habitación de al lado y además se ha mostrado bastante comprensible cuando me olvido la llave dentro, cosa que ha ocurrido varias veces, o cuando en una ocasión me puse por error una camisa suya que estaba en el armario donde me dejó poner dos de las mías para que no se arrugaran, y que era razonablemente similar a una de ellas. Las buenas formas que tuvo de decírmelo no me ahorraron la vergüenza, no obstante, ya que toda la oficina escuchó el “perdona…¿esa camisa es mía?”.

En cuanto a otras actividades lúdicas, pues resulta que hay un “campo” de futbol justo en frente de la oficina, donde estoy yendo a menudo a jugar con los jóvenes del barrio, que aunque no hablan nada de inglés me animan siempre a incluirme en los partidos y me pasan todo el rato el balón. Se juega descalzo y la verdad es que es bastante molesto porque el “campo” aparte de no tener portería alguna luce unas grietas ostentosas y está lleno de pequeñas piedras sueltas y gravilla, pero me estoy acostumbrando. También hay una escuela de kárate un poco más arriba, por si echo de menos el taekwondo y quiero meterme un poco con los karatekas y, por si fuera poco, una academia de música al otro lado de la manzana donde tienen una batería. Todavía no he conseguido que me dejen tocar, pues las dueñas son unas chinas muy rancias que se empeñan en que solo se puede pagar mensual y con profesor, pero es altamente probable que en febrero me anime empezar, pues el mono de tocar se prevé por entonces bastante considerable.

Como ya dije en la entrada anterior, me estoy acostumbrando muy bien a casi todo y disfrutando mucho de estar aquí. Esta agradable rutina se adereza además con la espectacularidad de los viajes durante el fin de semana, que relataré en la próxima entrada.

5 comentarios:

  1. Cerveza, fútbol, cigarritos, musiquita.... Pinta bien.
    Echale valor y date un voltio por Borneo con/sin tu amigo.

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    1. Dicen que desde la cima del monte Kinabalu, en Sabah, en un día clareado puede verse la curvatura de la tierra..ojo!

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  2. el melón con pinchos ese es famoso, xk x lo visto está reweno pero, como huele fatal, está prohibido comerlo en el metro y sitios así XD

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    1. ya lo probaré, en Singapore intentaron prohibirlo porque son muy cool y muy limpios, pero hubo una medio revuelta y se echaron para atrás

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  3. ya has encontrado a tu borracho personal! totalmente integrado!

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