miércoles, 30 de enero de 2013

"Trust me, It´s paradise"


Aún son las 6 de la mañana cuando soy arrancado violentamente del sueño por la llamada al rezo expedida a un volumen brutal desde los altavoces de la mezquita de Kampung Keling. Después de todo, vivir en la calle de la armonía no es tan armonioso.

A juzgar por los quejidos soñolientos y las vueltas entre las sábanas de mis compañeros de dormitorio (hay al menos 9 camas ocupadas), podría decirse que no soy el único que se está preguntando por qué los islámicos rezan de forma tan tempranera y estrepitosa, y si lo harán tan largo todos los días, imposibilitando sistemáticamente el sueño del barrio entero.

Ya que va a ser difícil volverse a dormir si el imán de turno no decide bajar un poco el tono, y eso no parece que vaya a ocurrir pronto, ni siquiera lo intento. Me levanto, recojo mis cosas, y vuelvo al camino. Antes de salir me despido con un susurro de Rachel, la americana oriental, pero ella está dormida así que no insisto. Como siempre digo a la gente que conozco viajando: “nos veremos en otra vida”.

Antes de dirigirme hacía Pulau Besar he decidido hacer una pequeña marcha de unos cuatro kilómetros hacia el Sur de Malaca para visitar el fuerte de San Juan, un antiguo bastión portugués que se haya en lo alto de una pequeña colina, dominando la costa. Mi padre tiene interés en las ruinas portuguesas de los siglos XVI y XVII y me lo dijo antes de venir, así que decido intentar sacar buenas fotos del fuerte para variar.

La mañana es clara y fresca, una delicia para caminar, calculo que será así hasta en torno a las 10, cuando el calor volverá a gobernar con mano de hierro sobre toda la zona. Aprovecho para pasar de nuevo por las ruinas de A Famosa de camino al fuerte San Juan que ahora se yerguen libres de turistas e infinitamente más agradables que la tarde anterior. También aprovecho para dar un breve paseo de nuevo por los jardines del palacio del sultanato, donde los característicos ancianos chinos practicando Tai Chi transmiten tranquilidad (algunos están usando bastones y espadas de madera). 

Jardines del palacio del Sultanato

Al cruzar por última vez el río Melaka, veo un lagarto enorme nadando a una velocidad considerable con un estilizado contoneo de su cuerpo, lo tomo como un buen presagio para el día que comienza. Después abandono la ciudad y ando hacía el Sur por el estrecho arcén de la carretera principal, que transcurre paralela a la costa. Como voy a buen ritmo, en menos de cuarenta minutos me planto frente al camino que sube hasta la colina selvática donde reposan las ruinas del fuerte.

Pese a que el bastión es muy modesto y tan solo cuenta con 6 cañones (que apuntan tanto hacía el mar como hacía el interior, pues los ataques de las tribus indígenas, los piratas y las tropas de los sultanes del Sur de la península venían desde todos los frentes), el lugar es muy plácido y está vacío de turistas, pues se halla fuera de las rutas habituales. Me quedo un rato y observo a una familia de macacos que juegan muy activamente en los árboles de alrededor del fuerte. En ese momento recuerdo que llevo mis prismáticos, así que obtengo muy buenos primeros planos de los movimientos de los primates, que están muy activos a esa hora de la mañana y saltan de rama en rama haciendo que los árboles cobren vida. Es interesante ver como algunos se asustan ante mi presencia y mi observación, poniendo de manifiesto su falta de costumbre y descaro para con los humanos. Desde luego, está claro que poca gente les molesta allí arriba, en comparación con la marabunta diaria de otros emplazamientos de monos como las cuevas Batu.

Decido que es hora de volver cuando empieza a caer una ligera llovizna. En el recorrido de vuelta doy una patada a algo sin darme cuenta mientras camino y descubro que es una cabeza de mono arrancada, lo tomo como un mal presagio que anula al lagarto del río, estoy en tablas con los presagios (estas son las cosas que uno piensa cuando camina durante mucho tiempo solo).
Ir a la isla de Pulau Besar desde donde estoy no es fácil: hay que volver a Malaca caminando, coger un autobús a la estación de Melaka Sentral, buscar otro autobús a Umbai y desde allí andar hasta encontrar el embarcadero de Anjung Batu, desde donde un barco zarpa cada dos horas hacía Pulau Besar.

Una vez de vuelta en Malaca debo preguntar a un señor local para encontrar la parada del autobús a la estación central. Como tantas otras veces, el lugareño rebosa amabilidad pero me indica mal, así que al final debo apañármelas y correr cuando veo el autobús a lo lejos para seguirle hasta la parada. 40 minutos después vuelvo a estar sumergido en el caos de la horripilante estación de Melaka Sentral, donde esta vez al menos tengo suerte y encuentro rápido el autobús a Umbai.

Una vez dentro, tengo la sensación de que en vez de en un autobús corriente voy en una guagua, ya que el ambiente que se respira en el interior del vehículo me recuerda un poco al buen rollo y la pachorra caribeña que viví en Cuba (o en Canarias). Hay poca gente, todos locales, y todos van despatarrados en los asientos, hablando a gritos entre ellos y con el conductor. Este es un hombre calvo y gordo que no habla ni una palabra de inglés, sin embargo se trata de un tío muy popular y todo el mundo le saluda cuando pasa junto al autobús. Cuando por fin arranca, casi 20 minutos tarde, para el autobús cuatro veces antes de salir de la estación para que se suba gente que aun llega más tarde y para despedirse de gente que conoce y que le devuelve el gesto a gritos. Como no tengo ni idea de cómo es el sitio a donde voy y las paradas no están señalizadas de ninguna manera le pido al conductor, y también a los pasajeros que van sentados en torno a mí (ya que sospecho que el conductor popular no ha entendido una palabra pese a decir “yes yes”), que me avisen cuando lleguemos a Umbai. Uno de ellos me dice que él también va allí y que me avisará un poco antes de llegar.

Durante el camino, la popularidad del conductor aumenta, y saluda a gente incluso cuando va a toda velocidad por la autopista. Al cabo de un rato me quedo ligeramente traspuesto y cuando abro los ojos (debido a un frenazo) veo al hombre que iba a Umbai bajándose del autobús, sin haberme avisado ni lo más mínimo. Salto del asiento y salgo del vehículo dando traspiés, habiendo cogido mi mochila de milagro.

No sabía muy bien lo que era Umbai durante el trayecto, pero ahora que me encuentro en el arcén de una calzada que atraviesa un bosque tupido con tan solo dos tiendas diminutas y un palo y un banco que indican la parada del autobús, sé que no es un pueblo. Pregunto por Anjung Batu y la dependienta solitaria de una de las tiendas me manda por un camino a medio asfaltar que se adentra en el bosque, en dirección a la costa. Durante el camino, de unos veinte minutos, no me cruzo más que con dos coches y unas motos manejadas por los típicos niños southeasterns con melena y sin camiseta. Empiezo a pensar que el hecho de que el sitio tenga un acceso relativamente complejo puede llegar a mejorar su atractivo de forma significativa, al quitar de en medio a todos los viajeros comodones. 

Camino al embarcadero de Anjung Batu

Al llegar al embarcadero, muy rudimentario, la cosa mejora, pues no hay ni un solo blanco, solo grupos de indios y chinos con bártulos para pasar un domingo en familia. Compro el ticket y espero mientras me fumo un cigarro sentado junto al mar, mirando las islas diminutas que sobresalen como bosques de palmeras que han crecido espontáneamente en mitad de las olas. Tengo un hambre atroz, y sospecho que en la isla no va a haber ningún bar ni casa de comidas ni nada que se le parezca (en efecto, resulta que no lo hay), así que compro unas galletas arenosas en la diminuta tienda del embarcadero y con eso sobrevivo todo el día, terrible. 

Cuando por fin partimos hacía la isla, me siento en la parte de atrás del pequeño ferry y allí conozco a unos musulmanes jóvenes bastante simpáticos que me piden unas fotos con ellos, soy el único blanco a bordo. En 20 minutos llegamos a nuestro destino y desembarcamos junto a una playa fantástica que limita con la jungla que parece ocupar todo el pedazo de tierra que es Pulau Besar.

Juerga en alta mar

Es entonces, al enfilar el embarcadero, cuando alguien me saluda de improviso. Me veo frente a un hombre chino de unos 40 años que no conozco. Me cuenta que él también ha pasado la noche en el hostal Sama-sama y que nos saludamos ayer por la noche, cuando él me vio llegar. Se llama Chang (o eso me parece entender), y aunque no soy capaz de acordarme de él, le saludo con la misma amabilidad con la que él se me ha acercado. Va con un sur coreano de aspecto muy retraído (en ese momento pienso que son amigos, pero luego descubro que el coreano también ha conocido al señor Chang ese mismo día) y con un señor malayo de aspecto isleño (y algo Tamil también) que luce una impresionante barba blanca que le llega hasta la mitad del pecho.

Enseguida descubro que el señor Chang habla por los codos, se trata de uno de estos chinos más adultos que son todo lo contrario que sus homólogos jóvenes en su país de origen: dicharacheros, bromistas y seguros de sí mismos. De hecho, es tan locuaz que durante el trayecto en barco ha liado al malayo de las barbas para que le enseñe las mejores playas de la isla, ya que él viene a menudo (tiene una pinta de que viene a fumarse unos troncos que no puede con ella). Me invita insistentemente a ir con ellos, y como me parece una buena manera de quizá llegar a conocer los rincones ocultos de la isla, me uno al extraño grupo.

Los cuatro que nos hemos ido a juntar atravesamos una cala y una zona más junglesca, el ambiente es muy tropical, con muchos cocos en la arena, mucha vegetación, gallinas sueltas y poblados con casuchas y hamacas. No hay casi nadie, lo que parece ser el bar principal de la isla está cerrado y solo nos cruzamos con un pequeño grupo de pobladores locales que se traen una pachorra envidiable, aún más que la vista en Malaca.

La vida allí parece realmente ir a otro ritmo: pescadores y artesanos sentados en las escaleras de sus cabañas, fumando y saludando con una sonrisa al hombre blanco que visita su isla. Cabras sueltas, negocios cerrados por vacaciones permanentes, mucha jungla y tiendas de campaña rudimentarias de gente en retiro del mundo, en las pequeñas calas desiertas que atravesamos, surgiendo entre la maleza, a pocos metros del agua burbujeante. Vemos poca gente bañándose, como si ya hubieran disfrutado suficiente del agua y el paisaje. Unas chicas musulmanas se meten al agua con todo su atuendo, fieles a su hiyab o código de vestimenta, que estipula que la mayor parte del cuerpo, incluida la cabeza, debe estar siempre tapada en público, aunque se esté en una cala desierta de Pulau Besar.

En esta zona de la isla, la poblada, hay suciedad en la arena, el agua no es clara, y hay muy pocos metros de playa realmente buena, ya sea por la basura, las raíces que llegan hasta el mar o las maderas, cocos y gallinas que hay por todas partes. Seguimos avanzando y en un momento dado alguien llama a nuestro colega de barba y cabello abundante y lo invita a acercarse a una especie de bar primitivo que se encuentra junto al camino. Nuestro hombre se disculpa, pero la tentación de relajarse en aquel chiringuito es demasiado grande, así que nos indica el camino para que sigamos cruzando la isla y se separa de la comitiva.

Nosotros, a su vez, nos alejamos de la costa para atravesar el interior de la isla. Allí encontramos varios santuarios hindús muy rudimentarios y naturales, construidos sobre rocas y arena. Los santuarios siguen un recorrido que se adentra en la jungla más espesa del interior, esta es una zona sagrada y los zapatos han de dejarse fuera, aunque sea en terreno natural y al aire libre.

Selva sagrada

Respetuosos, subimos descalzos por una cuesta muy empinada donde aparecen más altares bajo abrigos de roca. Arriba del todo, mientras yo trepo a unas rocas creyéndome Indiana Jones, el señor Chang descubre algo que le fascina: una rama extremadamente intrincada, y flexible como una serpiente, que forma un columpio natural. El señor Chang, fuera de sí, se columpia durante un rato y ríe desproporcionadamente quebrando la tranquilidad del bosque sagrado. Nos pide que le hagamos fotos y disfruta mucho del artilugio, hasta el punto de que se levanta para irse varias veces y se vuelve a sentar incapaz de abandonar semejante objeto de diversión. En un momento dado, el coreano (que es algo obeso) pide columpiarse, ante lo cual el señor Chang dice “¡Tu no! ¡Yo sí puedo pero tú no! ¡Eles demasiado glande, se lompelá!”, tras lo cual suelta una carcajada y me mira buscando complicidad. Como en ese momento aún creo que son amigos que viajan juntos, no me parece tan extraño, pero en cambio, cuando más tarde descubro que se han conocido ese mismo día, el comentario socarrón me parece un tanto ofensivo para nuestro compañero coreano Jin-Young Kim. Estamos ante una muestra clara de lo que se ha llamado siempre “humor amarillo” o lo que es lo mismo, humor sencillo pero cabrón (en eso consistía básicamente el mítico programa).

Cuando míster Chang se cansa por fin del columpio, bajamos de nuevo por la pronunciada pendiente, con los pies maltrechos por las piedras picudas, la hojarasca reseca y las raíces. Seguimos avanzando hacia el otro lado de la isla atravesando una explanada de césped desierta delimitada por una selva muy elevada compuesta de cien tipos de árboles y arbustos entrelazados en una amalgama de tonalidades verdes y llena de aves que van y vienen pregonando su singularidad a través de extraños graznidos. El Doctor Hammond podría haber escogido la isla de Pulau Besar para resucitar a sus célebres dinosaurios e instalar su parque jurásico allí sin haberse arrepentido lo más mínimo.

El mundo perdido de Pulau Besar...
Bien merece dos fotos

Atravesamos un lago y una nueva arboleda muy crecida y al apartar los últimos helechos nos damos de bruces con el mar.

Avanzamos por la arena blanca como exploradores recién llegados a tierra ignota, y al mirar en derredor, me doy cuenta de que acabo de llegar a la mejor playa que he visto en mi vida. Se extiende por unos cien metros en la lejanía, acabando en unos riscos. La jungla se ha detenido en la arena como dando un frenazo, temerosa del agua marina, si bien algunas ramas parecen estar perdiendo el miedo y aventurándose por delante de sus más respetuosas compañeras para acariciar la superficie del agua con sus alargados dedos vegetales. Pero sin duda, lo mejor de todo es que está absolutamente desierta.

La playa

Es entonces cuando empiezo a pensar que quizá sea el momento de separarme un poco del señor Chang y del coreano silencioso y explorar aquel lugar extraordinario por mi cuenta. En cualquier caso, lo primero es lo primero, así que me quito la camiseta de un plumazo y me tiro al agua, que se haya a una temperatura magistral, ni fría ni caliente, como si hubiera sido cuidadosamente preparada para nuestra llegada. Después de bucear, nadar, impulsarme bajo el agua, coger puñados de arena, maravillarme observando la jungla y la playa y las rocas que la bordean durante un rato, y con el objetivo de aislarme y relajarme aún más en mente, comunico a mis compañeros que voy a nadar hasta la siguiente cala, que se atisba al otro lado de las rocas, aún más remota, sin acceso por tierra.

Nado hasta allí y me subo con dificultad a unas rocas de considerable tamaño, allí me siento y miro en derredor desde mi trono de señor de aquellas tierras. Enseguida me doy cuenta de que el señor Chang  no está contento si alguien no le hace caso y me ha seguido hasta allí. Se sube a las mismas rocas donde estoy sentado y me pregunta que en qué trabajo (me cuenta que es empleado de una agencia de viajes en Chengdu, China, y que habla tan bien en inglés porque ha vivido ocho años en Singapur). Como resulta evidente, no me apetece hablar de eso en aquel momento ni en aquel lugar así que le propongo saltar desde la roca, que pese a ser escalable por la parte trasera, tiene una caída de unos 5 metros por el otro lado. Él dice que no lo haga, que no sabemos si cubre y que quizá me raspe la espalda al caer. El coreano también se ha acercado, desperdiciando la otra cala, que le habíamos dejado sola para él, así que le pido que se pasee por la parte donde voy a caer y averigüe si es seguro. Una vez hecho esto salto y obtengo de esta forma mi pequeña dosis de adrenalina del día, pese a darme contra el fondo.

Más tarde, cuando intento hacer lo propio (escalar y saltar) desde otra roca, me resbalo y me doy con la rodilla contra una esquirla picuda, produciéndome un corte poco profundo pero vistoso y sangrón. Estoy algo lejos de la playa en ese momento así que me da por pensar a qué clase de criaturas puede atraer mi sangre. Nunca me he sentido del todo seguro en el agua cuando me alejo de la costa, pero en aquel momento lo que normalmente es una paranoia estúpida puede fácilmente resultar un peligro real (no hablo tanto de tiburones, que también –  alguno pequeño puede andar cerca de la costa –, sino más bien de parásitos, peces más pequeños o simbiontes no identificados a los que puede que atraiga la sangre). Nado pues de vuelta y descubro que míster Chang y el coreano obeso se están alejando bastante, caminando por la arena. Aprovecho la ocasión para escabullirme a la cala del al lado y de esta forma puedo disfrutar por fin de una playa paradisiaca entera para mí solo. Me tumbo durante un buen rato, escuchando como las aves tropicales, el viento en los árboles y las suaves olas forman una combinación sonora perfecta; sin nada más, sin risas de niños, sin salpicaduras de gente que entra corriendo en el agua, sin gente jugando al voleibol, sin castillos de arena, sin tíos marcando paquete ni tías en topless, sin familias con nevera portátil, sin sombreros de paja ni sombrillas ridículas, sin chiringuitos ni paellas. Solo yo y la playa, los cocos y los cangrejos ermitaños y los pequeños tritones que corren por la arena mientras me doy un paseo, las rocas vacías, las raíces que surgen de la arena, la selva, los pájaros azules. No es fácil describir aquel paseo perfecto. Ando mucho, me alejo durante más de media hora, sorteando murallas de roca y vegetación para descubrir nuevas calas a lo largo de la costa, la experiencia es sublime. http://youtu.be/gyDzHrLIApQ 

La cala secundaria
Cangrejo ermitaño

Cuando vuelvo, mi cuerpo se halla totalmente abrasado. Por supuesto, se me ha olvidado la crema solar, (ni que fuera alguien previsor!) y aunque está bastante nublado, no hay nube que pueda detener la inclemencia del sol tropical.

El señor Chang llega al cabo de un rato de su paseo, ha encontrado unos corales buceando y por supuesto, como buen chino destructor de mundos naturales, los ha arrancado inmediatamente y me los enseña orgulloso. Como su cámara está lejos y él mojado, me pide que le haga una foto y se la envíe luego, gracias a eso tengo testimonio gráfico de un personaje entrañable y odioso a partes iguales que conocí en una isla casi desierta:

¡El temible señor Chang!

Decide dejar los trozos de coral, pues aunque quiere llevárselos el muy bruto, pesan demasiado y no caben en la mochila. Allí quedan abandonados, víctimas de una barbarie innecesaria. Yo buceo un rato más en la zona donde el señor Chang me ha dicho que los ha encontrado pero el agua está turbia y distingo muy poco, aunque sé que el coral está ahí porque me raspo varias veces con sus irritantes extremidades.

Después, nos vamos, aunque yo me quedo unos minutos más despidiéndome del lugar antes de abandonarlo quizá para siempre y luego les alcanzo.

Solo en la playa

Podría haberme quedado algo más, pero el último barco zarpa de vuelta a la civilización a las 5:30, y es el momento de emprender el largo viaje a KL, dividido en 7 fases que incluyen caminatas, trayectos en barco, en autobús y en tren: playa-embarcadero-umbai-melaka sentral-estación BT Selamat- Segambut.

Antes de zarpar, nos despedimos de nuestro amigo el malayo barbudo, que sigue en el chiringuito. Un personaje curioso, que aunque parece hastiado al escuchar de nuevo la voz chillona del señor Chang, se hace muy amablemente una foto con nosotros y nos explica el significado de unas extrañas tumbas en forma de pináculos que hemos estado viendo en diferentes puntos de la isla: Al parecer algunos sultanes antiguos creyeron que había algo sagrado en Pulau Besar y por eso decidieron reposar eternamente allí. Después de haber visto las playas y las selvas de la isla, yo no les culpo en absoluto.

Una extraña compañía


El viaje de vuelta tiene poco que reseñar, en la estación de Malaca me despedí del Señor Chang y del coreano pues ellos tomaban otras rutas y me di un atracón épico en un antro indio cercano y barato. Tras esperar una hora digiriendo y pasar por el caos pertinente (los destinos no estaban anunciados en ninguna pantalla y todo el mundo indicaba muy mal; cuando llegaba un autobús, siempre tarde, un señor gritaba el destino y la gente se subía en tropel; ni siquiera me pidieron el billete), cogí el autobús a KL y después el tren a casa. Una vez allí caí rendido en la cama y así terminó mi viaje a la ciudad colonial de Malaca y al paraíso natural abandonado de Pulau Besar.

Para terminar, me gustaría añadir una canción para acompañar a este relato sobre un viaje a la playa: http://www.youtube.com/watch?v=XvmkMkQHAPU 


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