lunes, 2 de septiembre de 2013

Un día muy largo en Borneo

Empezar un viaje con un retraso de cinco horas en tu vuelo es empezar con mal pie. Si al menos la espera ha de pasarse en un aeropuerto cómodo, con asientos aptos para el sueño, el contratiempo se palia en cierta medida. Pero lo más cercano a la comodidad que existe en la terminal de salidas nacionales del aeropuerto LCCT de Kuala Lumpur es el frío y durísimo suelo de mármol, que está, al menos, bastante limpio. Alguien cuya maldad no conoce límites ha decidido diseñar asientos alargados para luego colocar apoyabrazos de acero que dividen cada una de las distintas reposaderas. Esto crea la ilusión de espaciosas camas cuando los bancos se observan desde lejos pero esto se revela falso tras un análisis más detallado durante el cual la inquina del diseñador queda patente.

Al suelo sea, con mi macuto como toda almohada y mi toalla como todo colchón, cinco horas no son nada.

Mi llegada a Kota Kinabalu, prevista para las doce de la noche, se produce a las 6 de la mañana, con los destellos del nuevo día despuntando contra las ventanas de los taxis que esperan ávidos de ringgits ya a esta temprana hora. Aaron, mi amigo sabahano, que está pasando las vacaciones en su tierra natal y se ofreció a enseñarme el lugar, no está esperándome como había dicho. Supongo que recibió mi mensaje comunicándole mi retraso, aunque no ha contestado y no sé nada de él.

Un taxista joven me hace un gesto y negocia un buen precio por llevarme al centro de la ciudad. He quedado con otra amiga, Dajana, en frente del mercado filipino del puerto a las 10, y he decidido que intentaré encontrar un lugar para dormir esas pocas horas que quedan hasta entonces, donde pueda y como sea. Apenas he pegado ojo en el aeropuerto, y menos en el avión, y no quiero empezar mis andanzas por las junglas borneanas con un ojo abierto y otro cerrado.

Así que allí vamos el taxista joven y yo, hacía el centro de la ciudad de Kota Kinabalu, capital del estado malasio de Sabah, en el Noreste de la gigantesca isla de Borneo.

Hay varias cosas importantes que saber sobre Sabah para entender mejor el relato de mi viaje allí: Sabah es grande, muy grande (como grande es Borneo en su conjunto), solo este estado casi equivale en tamaño a la Malasia peninsular. Es mejor reservarse un día entero para cubrir las distancias que en los engañosos mapas parecen viables para una mañana. El estado de las carreteras también influye, requiriendo los traslados por la región mucha más planificación y tiempo de lo que en un principio se puede pensar.

Por otro lado, casi todas las actividades que se pueden realizar en Sabah requieren de reservas previas. No basta con desplazarse a los sitios, las empresas de turno han monopolizado los accesos y la única manera de entrar y salir es pagando con antelación. Esto resulta especialmente sangrante en el Monte Kinabalu, la montaña más alta del sureste asiático, con 4.100 metros de altura, que pensaba escalar en esta mi primera visita a Borneo.

Cierto es que empecé a planificar el ascenso tarde y mal, pero los casi 200 euros que cobran por subir, con el consabido guía obligatorio, permisos y seguros de mil tipos, una noche en un albergue de montaña que supone casi la mitad del precio, y sobre todo el hecho de que no haya más opciones porque una empresa tiene el monopolio sobre la fucking montaña, echa para atrás. Y da que pensar sobre cómo se gestionan a veces los recursos turísticos y naturales en los países asiáticos.

Otra cosa que es necesario saber sobre Sabah es que pertenece a Malasia tan solo debido al desaguisado diplomático de la época colonial tardía, en la que la federación de Malasia, aún controlada por ingleses, decidió promover la anexión de este estado rico en recursos cuya explotación había recaído en manos españolas y portuguesas (de ahí que la religión mayoritaria en las ciudades siga siendo el catolicismo), inglesas, japonesas y americanas. Las disputas de los ingleses con filipinos e indonesias por el control de la región fueron heredadas por el gobierno independiente malasio y siguen muy activas hasta la fecha actual. De hecho, dos meses antes de mi viaje, escaramuzas con tintes de guerra en el Este de Sabah, con desembarco de tropas Sulu del sur de Filipinas, amenazaban con cerrar la región para los viajeros (Bueno, irse podría haberse seguido yendo, a riesgo de que un cazador de cabezas de alguna de las tribus borneanas en estado de guerra se interesara por tu cabellera. Borneo es uno de los pocos lugares del mundo en el que aún se conservan las tradiciones por las cuales durante la guerra se cortan las cabezas a los enemigos para exponerlas en los lugares comunes de la tribu, aunque esto se da más en Sarawak, la región noroccidental, y en el Borneo indonesio. Esta práctica se trata curiosamente de un símbolo de respeto hacia el enemigo, que perdura indefinidamente como cabeza colgante en las viviendas comunales del vencedor en lugar de desaparecer en el polvo).

En cualquier caso, saber esto hace que no me choque tanto el encontrarme con una diferencia mayúscula entre Sabah y Malasia continental en lo que a grupos étnicos, cultura, religión y tradiciones se refiere. La gente en general es más hospitalaria, más abierta y también me resulta más atractiva físicamente. También son mucho más pobres. Sabah es el estado más pobre de Malasia, seguido por su vecino Sarawak, también parte del Borneo malasio.

Durante el camino, el taxista joven me señala el monte Kinabalu en la lejanía, la montaña que esta vez no escalaré, con su cima irregular de tres picos que le resta algo de empaque a la masa pétrea que se recorta contra el cielo naranja.

Me bajo en el mercado filipino y pese a que no estoy demasiado cansado (he entrado en ese estado en el que ya ni se siente ni se padece, solo se sigue hacía adelante por pura inercia), decido forzarme y tratar de dormir algo, ya que el día va a ser muy largo. Me doy una vuelta por la parte trasera del mercado, en la que empieza a brotar la actividad diurna, con gente yendo y viniendo con paquetes en la cabeza, y con frutas y pescados y carnes expuestos sobre mantas en el suelo en forma de rudimentarios puestos. Me gustan los colores de este mercado, y la gente, que tiene un aspecto más pacífico que la gente de la Malasia continental, entendiendo por pacífico a más acorde con la gente de las islas del océano Pacífico, no a menos belicoso. 

Primeras imágenes de Sabah

El mercado filipino


Tras una vuelta, encuentro un banco metálico en el que quepo encogido y me tumbo, con mi toalla como almohada y las asideras de mi macuto enrolladas a las piernas para evitar robos. Allí, incómodo hasta decir basta, intento dormitar y de hecho, duermo un par de horas, siendo despertado a cada rato por la gente que pasa por el cada vez más bullicioso mercado. Cuando los puestos de artesanos abren sus puertas y el edificio principal del mercado cobra vida, el ruido se vuelve excesivo como para seguir manteniendo aquella pantomima de descanso, así que me levanto y saludo despeinado al dueño del puesto más cercano al banco, que me mira confuso sin entender por qué me acabo de despertar delante de su puesto.

Me tomo dos gigantescos rotis como desayuno, mucho más grandes que los de Segambut pero con peor sabor, y me cuelo en la recepción de un hotel de lujo entre las miradas desconfiadas de los recepcionistas para lavarme los dientes y la cara en un baño de ricos. Aun me queda una hora hasta que llegue Dajana así que me doy una vuelta y me encuentro con una torre del reloj de madera, sello británico (similar a las torres del reloj de piedra tan habituales en las ciudades inglesas pero construida con madera, como la mayor parte de la arquitectura colonial) y uno de los pocos edificios supervivientes tras los bombardeos de la segunda guerra mundial que “remodelaron” la ciudad entera. Me subo a una colina con vistas y vuelvo recorriendo el puerto hacía el mercado filipino. Por el camino me acerco a un niño que está torturando a una pobre polilla (gigantesca) y se la cojo de las manos. Tras tenerla observarla un rato en mi mano, la dejo en un lugar donde el niño no pueda alcanzarla para intentar salvarla, aunque confío poco en que aquella criatura llegue a vivir para ver la tarde de este viernes.

Polilla

Dajana llega a las diez y nos vamos a tomar un café y un red bull. Me resulta muy agradable hablar con esta italiana que conocí en Segambut. Ambos trabajamos para la misma ONG así que hablamos de cómo van las cosas en su nueva vida como profesora de inglés en Borneo, ella parece bastante contenta de estar allí. No me extraña, por lo que me cuenta, Sabah es un lugar fascinante y diferente a todos los demás en los que he estado hasta ahora. Dajana me cuenta que se está celebrando el festival de la cosecha y que se ha instalado una gran fiesta en un poblado que se encuentra a menos de una hora de Kota Kinabalu.

Decidimos comer tranquilamente (en una cafetería mamaks, por supuesto, de indios musulmanes, los mejores manjares y los menos sanos) e ir para allá. En el proceso, Aaron por fin da señales de vida y dice que se reunirá con nosotros en la fiesta.

Llegamos al lugar donde se celebra el festival de la cosecha en un autobús local lleno de sabahanos de diferentes etnias. En Sabah, el grupo étnico más abundante son los kadayan, una mezcla de malayos y dayak, o indígenas originarios y más numerosos de Borneo, que da lugar a gente bajita de ojos rasgados y caras redondeadas, ostentadores de una hospitalidad desmesurada. Esta última característica la comprobaremos en el festival de la cosecha, donde el ambiente a la llegada (en torno a las 5 de la tarde) es ya muy festivo.

El lugar de la celebración, una recreación a tamaño real de un poblado o kampung tradicional construida con motivos culturales, está abarrotado de gente bebiendo y comiendo. La gran mayoría es gente local (en Sabah se ven menos turistas que en los otros lugares de Asia a donde he viajado), aunque entre la multitud aparece Fabrizio, otro profesor italiano que conozco de Kuala Lumpur. Dajana ya me habría dicho que andaría por allí, y me alegro de encontrármelo, ya que se trata de un tipo interesante y peculiar. Los tres atravesamos una gran choza donde al menos 30 personas están saltando sobre unas largas ramas de bambú que, suspendidas unas junto a otras sobre un agujero y colocadas de forma que se doblen sobre otras ramas, hacen las veces de cama elástica. Es imposible entrar, el lugar está demasiado lleno de gente que salta y grita. Sobre la atracción, un sabahano borrachísimo baila al ritmo de los saltos con los ojos cerrados. Mucha gente ya va fina, pues la cerveza lleva sirviéndose todo el día: esto no es Kuala Lumpur con sus botellines a 15 ringgits (4 euros), benditos sean los cristianos (asiáticos) y su menor restricción moral. Según me dice Dajana, ha llegado a ver a gente tocando el techo de la choza con un salto desde la cama elástica. Hay al menos seis metros hasta el techo.

Pasamos una zona de barro que casi se traga nuestras botas y entonces unos señores de una mesa nos llaman y nos hacen un hueco para que nos sentemos con ellos. Antes de que mi trasero haya tocado el asiento, uno de los hombres, de edad entre los 35 y los 45, ya me está dando una lata de cerveza Tiger (vietnamita) que abro en el acto. Y así, una tras otra, los señores, que hablan un inglés bastante bueno que permite hablar de todo un poco, nos invitan a al menos seis latas a cada uno. Mientras ellos tratan de ligarse a Dajana sin disimulo, Fabrizio, tipo muy pausado con intereses espirituales, me habla de sus planes de viajar caminando hasta Kudat, 185 kilómetros al norte de Kota Kinabalu. Le admiro por proponérselo así que brindamos por ello, y por muchas cosas más, la cerveza parece aparecer espontáneamente sobre la mesa cuando miramos hacia otro lado. La cosa llega a un punto en que la vergüenza nos obliga a pagar un par de rondas para nuestros anfitriones, este gesto prácticamente les ofende.

Tras un par de horas, la familia de la mesa de al lado se nos une, Aaron aparece por fin (una suerte, pues ya me veía pidiéndole a uno de los bebedores sabahanos que me llevara de vuelta a un hostal en Kota Kinabalu, ya que Dajana y Fabrizio viven en un pueblo cercano llamado Donggongon, donde enseñan), y todos empezamos a ir un poco tostados.

Uno de los anfitriones, pasados los cuarenta, que habla todo el rato de Jesús y nos intenta convencer para que seamos cristianos, saca a bailar a Dajana varias veces, e incluso intenta darle algún beso. Decidimos que es el momento de moverse un poco por el terreno y ver que nos deparan las otras chozas y longhouses (casas comunales donde hasta 30 miembros de una familia). Hay mucha gente bailando en varias de ellas, en una, hay un chaval joven haciendo una especie de breakdance. En cuanto nos ve, se detiene y viene corriendo a saludarnos entusiasmado junto con uno de sus amigos, que no sabemos si es chico o chica. Desde ese momento, los chavales se nos pegan como lapas y se desviven por que estemos a gusto: nos llevan a otras cabañas donde hay ambiente, nos quitan de encima a gente que nos intenta hablar y que ellos consideran molestias, e incluso intentan traerme a una chica guapísima que pasa por allí para que la conozca, a lo cual me niego rotundamente.

El grupo se ha convertido en una suerte de mezcolanza estrafalaria que se mantiene unida por esa argamasa de amistades efímeras que es el alcohol: con Dajana permanentemente acosada por múltiples pretendientes a los que saca mínimo una cabeza, un grupo recién adjudicado de filipinos (Sabah acoge muchísimos inmigrantes de estas islas) que nos siguen invitando amablemente a cervezas (aunque resulte evidente en este punto que la cosa no va a acabar bien si seguimos bebiendo), los dos “supervisores” de la diversión dirigiéndonos y orquestando todo a nuestro alrededor, el hombre religioso que se ha apuntado a la comitiva dejando atrás a sus otros amigos y con un inglés y unas ideas ya no tan claras, y un Aaron sobrio, pues es el conductor, que es el verdadero encargado de que las cosas no se vayan más de madre de lo que ya se han ido.

En definitiva, una de las noches más divertidas en lo que llevo en Asia.

Festival de la cosecha, buenísimas fotos tiradas por un sabahano borracho

Dajana con nuestros colegas los filipinos etílicos


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