sábado, 17 de agosto de 2013

Disfrutando de la hospitalidad balinesa

Mi nuevo amigo me dice que su mujer cocinará uno de los pescados a la parrilla para mí, y eso suena demasiado bien como para rechazarlo. Así que le sigo. A dos minutos de la playa, está su casa, una modesta vivienda baja con un pequeño templo familiar junto a ella, un árbol, y un pequeño porche donde juega un niño diminuto.

Es su hijo, un enano cabezón y entrañable, la hija es algo más mayor, de unos seis años quizá. La mujer nos recibe con alegría, abraza a su marido y me invita a sentarme en el porche como si invitar a blancos desconocidos a cenar fuera algo habitual en aquella familia. Me siento en el suelo y hablo con el hombre mientras fumamos un cigarrillo y miramos como la mujer coloca los pescados en la parrilla y los abre un poco para que se hagan por dentro.

Él es pescador durante el día y vigilante de seguridad durante la noche, algunas mañanas se queda durmiendo en casa. Tiene 35 años y se llama Ado Tama. Un buen hombre. La conversación gira en torno a nada en concreto, spanish football, algo que aquí les encanta, viajes, poco más. Cuando el pescado está listo, me lo sirven junto con el condimento también preparado por la mujer, el clásico sambal, hecho también a partir de pescado mezclado con chili, con un sabor muy fuerte y apestoso al olfato, todo sobre una base de arroz blanco. El pescado está cojonudo y le doy mil gracias a la mujer. Después el hombre se ducha en una parte cubierta del jardín, usando un cubo diferente al que se ha usado para  cocinar, estos varios cubos los sacan de un pozo que hay en el patio delantero. Yo juego un rato con el niño, que disfruta atropellándome una y otra vez con su triciclo. Después me despido y Ado me pregunta de nuevo que donde voy a pasar la noche, como no estoy seguro aún (pese a que ya deben ser las 10) le digo que quizá en la playa. Él se empeña en llevarme con la moto a un hostal cuyo dueño es conocido suyo para que me hagan un buen precio. Otra vez me encuentro dándole las gracias con fervor.

Una vez en el alojamiento, el precio es algo mayor de lo esperado por Ado, así que le digo que me daré una vuelta por los alrededores y preguntaré en otros sitios, que no hace falta que gaste más tiempo conmigo. Él se despide y se va con su moto a hacer el turno de guardia en el resort donde trabaja de vigilante.

Deambulando encuentro un sitio de precio aceptable, una cama en la parte trasera de una sala de conciertos totalmente desierta con un vigilante muy tatuado, pero aún no me apetece dormir y la noche está tranquila y clara, con un cielo espectacular. Decido darme una vuelta por un Amed desierto y oscuro. Mientras ando trató de buscar a Angelo y a J, aunque solo sea por ver la cara de esta última cuando me vea aparecer. Pregunto en los hoteles que me voy encontrando, si han visto a un europeo alto con una chica de aspecto asiático filipino muy pequeña.

Amed es un remanso de tranquilidad que supera incluso a Tulamben: los bares cerrados, los restaurantes de los hoteles desiertos, los camareros relajados, fumando en la barra. Todos se muestran muy dispuestos a ayudar, como es habitual en Bali: hacen esfuerzos por volver atrás en su memoria, enumerando los clientes que han pasado por allí esa tarde, e intentar darme alguna indicación. Alguno se ofrece incluso a acompañarme en mi deambular, pero le convenzo para que se quede, no estoy perdido, después de todo: Amed solo tiene una calle principal que sigue hacía el Este a lo largo de la costa.

Atravieso un tramo sin iluminación y desprovisto de edificación alguna, solo selva a mi derecha  y suaves dunas que viajan hasta la misma orilla del mar a mi izquierda. Disfruto del cielo limpio y estrellado, y del silencio.

Cuando vuelvo a ver hoteles y bungalows tenuemente iluminados y desiertos, me doy cuenta por los carteles de que ya no estoy en Amed, sino en Jemeluk, el pueblo siguiente. Creo haber preguntado en casi todos los hoteles de Amed, así que es posible que se hayan equivocado de pueblo, o que nunca hayan llegado a venir a esta zona de la isla, también puede que estén tratando de evitarme. Decido seguir un poco y chequear un par de hoteles más, total, no estoy cansado y el paseo es agradable. El dolor de los oídos ha remitido casi por completo gracias a los calmantes.

Es entonces, tras más de una hora caminando, cuando veo a una pequeñaja y a un hombre adulto sentados en una mesa del fondo de un restaurante prácticamente vacío. Ja! Los encontré. Cuando me acercó, J salta de la mesa y viene a darme un abrazo con su entusiasmo habitual, muy sorprendida de verme.

Me siento, exhausto, y les cuento como de mal ha empezado mi día y como ha ido mejorando según me tomaba pastillas. Ellos me cuentan que han visto unos bailes balineses, me enseñan sus vídeos y unas fotos, y pronto nos vamos a ver si cabemos los tres en su habitación.

Esta vez estamos mucho más apretados, pero al menos la cama es cómoda y J no es alguien molesto que tener al lado mientras se duerme.

Cuando me despierto al día siguiente, mis dos compañeros de cama han desaparecido, supongo que están en la playa. Disfruto media hora más de la cama entera para mí y luego me ducho, con el empleado del hotel ya diciéndome que hay que salir pues la hora de check out ha pasado. El hombre se muestra confuso al verme salir del cuarto: la habitación es de dos y ya ha visto salir a Angelo y a J, probablemente pensando que son pareja ya que han dormido juntos. Por lo que él sabe, yo puedo ser el tercer integrante de un extraño triángulo amoroso, o bien un mendigo que solo ha entrado en la habitación para darse una ducha.

La playa de Jemeluk es muy tranquila y bonita, aunque algo pedregosa, unas escaleras bajan desde el restaurante del hotel directamente hasta la arena negra y ardiente. Alquilo máscara, aletas y tubo por unos irrisorios 3 dólares y dedico la mañana a hacer snorkeling. Como mis oídos, pese a haberse reducido el dolor considerablemente, aún no están recuperados, me deslizo por las superficie del agua sin sumergir la cabeza. La vida marina es boyante,  nado sobre peces de colores estridentes y luminosos, azules, amarillos, rojos y verdes que refulgen al atravesar los rayos de sol que surcan las aguas claras. Puedo ver hasta una distancia tan grande gracias a la claridad del agua tropical que llego a sentir cierta inquietud al alejarme de la costa y verme rodeado por la inmensidad opresiva del entorno marino. Veo peces aguja, peces vaca, peces con cuernos, así como cientos de corales rojos, erizos y estrellas de mar azules y muy gruesas. Considero el snorkeling una actividad suficientemente buena, no necesito hacer buceo y volver a arriesgar la integridad de mis tímpanos. Pienso esto entre los peces tropicales, como una manera de aliviar el fastidio que me produce el hecho haber descubierto en este viaje que nunca podré bucear.

La playa de Jemeluk


Angelo ha estado tomando el sol y echándose cremas sobre una tumbona casi toda la mañana, es su forma de estar en la playa. Yo lo he probado al principio pero me ha parecido aburrido. Supongo que nunca conseguiré el bronceado perfecto que el luce pero no me importa, mis dedos están arrugados por el agua y estoy contento con todo lo que he visto allí debajo.

Comemos en Jemeluk y tomamos un taxi al sur, hacía el aeropuerto de Kuta. Nuestro avión sale a las 9 de la noche. El momento de abandonar la isla se acerca.

Camino al Sur, Monte Agung


De camino, paramos en Tirta Gangga, unos jardines con estatuas, lagos y piscinas, muy bonitos aunque llenos de gente. Por lo visto, es un lugar muy popular para celebrar bodas. Y es que se dice que toda la isla de Bali desprende un halo romántico y es por eso popular como lugar para consumar el amor, o encontrarlo (dice un dicho famoso que uno no puede irse de Bali sin haber tenido un affair…). Con amor o sin él, Tirta Gangga  compone un paraje pacífico en el que es imposible encontrarse mal o fuera de lugar.








Otra parada se realiza en el templo de Gua Lawah, a unos pocos kilómetros de la localidad oriental de Candidasa, conocida por su playa gigantesca con vistas al monte Agung. El templo resulta bonito aunque  bastante estándar, teniendo en cuenta que los templos balineses ya no son una novedad para mí. No obstante, tras el santuario principal se abre una pequeña caverna que está absolutamente atestada de ruidosos murciélagos de tamaño considerable que vuelan constantemente sobre el altar sagrado. Solo esto hace que haya merecido la pena parar en Gua Lawah.


El viaje toca a su fin… Una vez en el aeropuerto, nos despedimos de J, que debe quedarse en Kuta Beach una noche más debido a su lío con los vuelos. Tras desearle que lo pase bien y que tenga cuidado en la loca vida nocturna de la ciudad, nos metemos en el aeropuerto cansados y tristes, camino de Malasia, dejando atrás la isla paradisiaca de Bali, un lugar que nunca olvidaré.

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