domingo, 24 de marzo de 2013

La vida en Segambut


Entre viaje y viaje, la vida en Segambut es una vida eminentemente tranquila. Las cosas siguen su ritmo pausado e inalterable, dejando las emociones fuertes pasar de largo.

El lunes es Pasar Malam (mercado nocturno), y el miércoles el profesor malayo de batería está en el centro de música. El rotti vale un ringgit en la cafetería Mamaks, que cierra solo de dos a dos y media de la tarde debido a los rezos; por lo demás abre 24 horas al día, al igual que el ciber-café donde diariamente se arremolina la juventud china del barrio hasta bien entrada la madrugada. El empleado servicial y entusiasta del Seven Eleven solo está por las tardes, la chica de la mañana es más tímida, aunque igual de amable. Los niños hacen kárate en el exterior del gimnasio de ocho a diez, y durante esas horas sus kiais (exclamaciones frecuentemente usadas en las artes marciales para imprimir énfasis a un golpe concreto) se escuchan desde las calles aledañas. El loro del restaurante chino de la esquina muerde con saña cuando alguien intenta tocarle y Steven sigue sirviendo cerveza en su bar hasta que acaba la partida de Mahjong,  aunque haya cerrado oficialmente horas antes. A partir de la una de la mañana, como un reloj, las manadas de entre siete y diez perros callejeros salen a la caza de ratas y husmean bajo los coches mientras avanzan sistemáticamente y a buen ritmo por las calles desiertas.

Los indios, más sonrientes, más habladores; los chinos, más serios, más cerrados y más avaros, pero al mismo tiempo más dispuestos a pagar rondas de cerveza si, y solo si, se les cae bien.

Así viene siendo desde mucho antes de que llegáramos, y así seguirá siendo cuando nos vayamos. Estando en un lugar ajeno al ruidoso tráfico y ajetreo de la capital, las torres Petronas y la KL Menara, encendidas como antorchas en la oscuridad de la noche, parecen pertenecer a un mundo diferente y lejano cuando se observan desde la azotea de nuestro edificio.

Esta vida calma resulta alterada solo en ocasiones de suficiente renombrada importancia, como el festival hindú Thaipusam, de tres días de duración, durante los cuales miles de personas atravesaron Kuala Lumpur caminando hasta las cuevas Batu (el lugar de fuera de la India con la celebración del Thaipusam más significativa y con más afluencia de gente) para dedicar la Kavadi al dios de la guerra hindú Murugan. Las Kavadis son interesantes de ver porque suelen implicar un cierto grado de autolesión y la posibilidad de entrada en un estado momentáneo de trance. Muchos de los fieles se atraviesan el cuerpo, la cara y la lengua con varas de diferente grosor (algunas muy anchas) y ejecutan danzas espasmódicas hasta desplomarse finalmente con los ojos en blanco, profiriendo gritos guturales y agitándose frenéticamente, cuando llega el trance. Para dar una idea de la aglomeración y el ambiente, baste decir que el último día del Thaipusam tardé 45 minutos en salir de la cueva principal de las Batu caves y bajar las escaleras, un recorrido que normalmente se hace en cinco minutos, tal era la afluencia de gente (se calcularon más de 20 mil), entre los cuales muchos se hallaban en mitad de la Kavadi.  

Kavadi

En cuanto al año nuevo chino, también fue una hito sonado capaz de trastocar la quietud de Segambut, barrio habitado por gentes taoístas y budistas en gran medida (esto queda suficientemente evidenciado por la cantidad de altarcillos con diminutas efigies y ofrendas que hay en la calle, en el parque, en los restaurantes y en las casa). Si nunca han visto un barrio entero estallar y convertirse en un colorido océano de fuegos artificiales de todos los tipos posibles, se lo recomiendo, es una experiencia estimulante. Inventores de la pirotecnia y grandes aficionados a ella, los chinos no dieron tregua alguna al silencio durante más de dos horas, cuando la noche cayó sobre Segambut. Desde la azotea del edificio, tuvimos la sensación de estar observando un gran campo de batalla de fuego multicolor desde un puesto de mando elevado, hasta el punto que en un momento tuvimos que agacharnos, pues los vecinos del callejón contiguo tiraron su traca y esta explotó a nuestra altura, refulgiendo y tronando a escasos metros de nosotros. Mientras los fuegos iluminaban la noche, docenas de linternas volantes se elevaban entre los edificios, portando los deseos del vecindario hasta el más allá. Así fue el cumpleaños del Emperador de Jade, último día del año nuevo chino, dos semanas después de nuestro viaje a Penang:

Aniversario del emperador de Jade

Después de cada uno de estos sonados eventos, todo volvió a ser como antes. Las ratas volvieron a rondar entre las mesas del Mamaks, mi capacidad pulmonar siguió aumentando cada vez que me veía obligado a entrar a los baños de alguno de los restaurantes del barrio (el riesgo de desmayo es alto si se llega a respirar una sola bocanada de aire de dentro). Los taxistas siguieron ignorando a los occidentales en la calle principal (taxistas, sin duda, lo peor de Malasia, gente ruin y racista, atajo de timadores y vagos, gente mala mala). Los niños de vuelta del colegio siguieron pidiendo permiso con una inclinación de cabeza antes de pasar por nuestro callejón de fumar, a 200 metros del edificio (normas de la casa, el chollo del cigarrete en la azotea se acabó). El empleado del ciber-café que parece un oso panda siguió siendo una persona encantadora solo después de recibir el dinero del cliente de turno y la china del centro de música siguió intentando timarme al devolverme el cambio tras cada una de las sesiones de batería.

La vida en el edificio también sigue su curso impasible, indiferente al flujo constante de voluntarios que van y vienen. Altas y bajas que se dan cada semana, gente que me cae bien se va (no sin antes una buena despedida bien servida de cervezas en Steven´s), y caras nuevas aparecen desorientadas en la oficina. A cargo del recibimiento y las orientaciones de los nuevos, suelo ser el primer contacto que tienen con la organización, pues debo enseñarles el edificio y el barrio. En el recorrido habitual que hago con ellos, siempre enseño la popular azotea inmediatamente después de los baños y las habitaciones, pues estos siempre acarrean caras de disgusto y expresiones con sonrisa forzada mientras el pensamiento “que hago aquí, me quiero volver a casa de mamá…” ronda la mente.

Los gritos de Shankar, un indio de cientoypico kilos que vive en la habitación de al lado siguen despertándonos muchos días, aunque eso no es nada comparado con verle bailar semi-desnudo al son de la música india frenética que su compañero de habitación, un personaje con pasado turbio en la mirada de nombre Nagen, pone a un volumen brutal con la puerta abierta.

Por otro lado, el saco de boxeo instalado en la sala común me ha permitido analizar las diferentes artes marciales y estilos de combate de la gente del piso, descubriendo que tenemos moay thai, wing chun, boxeo, kung fu, taek wondo y a un experto en Silat (Faisal, un tipo malayo amable y tranquilo que ha sido entrenado por un anciano fabricante de armas y maestro de Silat de su pueblo que le ha enseñado numerosas técnicas mortales. Estas solo se le está permitido usarlas en caso de guerra. El tipo está entrenado en el uso de machete, cuchillos y otras armas más pequeñas que se usan en este arte marcial milenario del sureste asiático, vamos, mejor no meterse mucho con él).

Las ratas siguen rondando el piso y cada cierto tiempo una se cuela en alguna habitación y pasa por encima de algún durmiente, dándonos tema de conversación para el desayuno (el día que una de las grandes pasó por encima de tres voluntarios del dormitorio principal, el asunto fue la comidilla en la oficina durante casi todo el día).

Cuando el comando exterminador, formado por estudiantes adolescentes armados con escobas, vino a limpiar la guarida que tenían en un trastero junto a las duchas, siete de ellas emprendieron una desesperada huida entre las flacas piernas de los chavales. El “comando de la muerte”, en una escena lamentable, solo consiguió detener y eliminar a uno de los pérfidos roedores. Otro de ellos apareció muerto junto a los váteres días después, presumiblemente fulminada por el veneno que nuestro sibilino amigo británico Ben (una especie de psychobilly con muy mala hostia encargado habitualmente de corregir textos de la web y hacer “planes estratégicos” para la ONG – incido mucho en las comillas) había colocado por todo el piso.

Algunas semanas después, otra más de las fugitivas apareció en la habitación que comparten Peter y Hafiz, dos buenos compañeros, así que esta se vacío de muebles a las tres de la mañana y la rata fue expulsada del edificio en el interior de un cubo de basura (Peter no fue capaz de matarla). Esto quiere decir que, según mis cálculos, aún hay cuatro ratas forajidas en el piso, escondidas en los rincones más oscuros, esperando su oportunidad para colarse en alguno de los cuartos y corretear sobre las espaldas de la gente (es lo que hacen, nunca han mordido a nadie, las pobres…).

Descanse en paz...

En cualquier caso, las ratas pasaron a ser un problema menor durante la semana en la que el agua potable estuvo cortada y había que ir a la tienda a diario a comprar botellas. Varias noches me encontré colándome en la oficina yendo de compartimento en compartimento rellenando una botella con los restos de botellas prácticamente vacías que la gente había dejado, muy post-apocalíptico, solo faltaba el contador Geiger.

Otro día no hubo comida, debido al ayuno que hacen los Bahai durante el año nuevo Bahai (¿no iban a ser menos ellos no? También tienen su año nuevo), pero esto acarreó protestas (las mías de las más furibundas, ojo, con la comida no se juega), así que tras aquello se aseguraron de que tuviéramos nuestro pollo con arroz servido durante el resto de las dos semanas de ayuno.

De vez en cuando los eventos celebrados en el edificio contiguo, el del colegio, aportan cierto colorido a este cuadro. Durante la celebración del 57 cumpleaños del Big Teacher tuvimos la ocasión de verle ejecutar danzas indias con los alumnos, lo cual fue una experiencia inolvidable, y con ocasión del fin del ayuno bahai asistimos a una gran celebración en la azotea que incluyó muchas actuaciones, las más destacables, un baile tradicional con espadas de los estudiantes de Myanmar (refugiados que huyen del régimen que allí gobierna, con las miradas más tristes que he visto hasta ahora en Malasia), y una competición de break dance en la que un Nagen frenético estuvo a punto de descuajeringarse en trozos o cuanto menos de dislocarse algo, poseído por un ritmo antinatural (completamente ajeno a la música) cuyo origen nadie comprendió. Entre la gorra y el baile desfasado, Nagen nos transportó durante un momento a lo más profundo de alguna rave mañanera con muchas pastillas de por medio.

Baile de los refugiados de Myanmar
Momento del baile épico de Nagen

Pese a que los taxistas y los horarios de los trenes traten de impedirlo a toda costa, de vez en cuando salimos de Segambut.

Los jueves solemos acercarnos hasta Chinatown para ir al Warehouse, un local mitad bar mitad galería de arte donde suelen juntarse los hipsters y demás tribus modernas de KL. Hay bastantes occidentales e indios, gente de pelas que más de una vez ha mostrado su estupidez despreciando Segambut y poniendo caras de asco cuando les decimos que vivimos y trabajamos allí (Desde entonces yo siempre digo “from Segambut and proud!” cuando alguien me pregunta donde vivo). Como el Warehouse es terriblemente caro, nosotros, zarrapastrosos trabajadores de una ONG, compramos botellas en la tienda india cercana y las bebemos sentados en el escalón de la entrada (no he pagado ni una sola copa dentro, y resalto lo de “pagado”, porque bebérmelas si me las he bebido). De hecho, el único motivo por el que sigo queriendo ir a este sitio es por las jam sessions que se montan, que me dan la oportunidad de tocar con músicos muy decentes a la vez que aprendo de ellos. El último jueves que estuve allí, toqué con una banda de desconocidos una especie de blues al que un gran flautista le dio un toque muy original, fue extremadamente divertido y sonó muy bien, se puede ver en este vídeo aunque el sonido es regulero: http://www.youtube.com/watch?v=kTn_RpB-knQ&feature=youtu.be 

Además, Chinatown es un barrio animado por la noche: hay mercados nocturnos, bares decentes, un restaurante donde pueden comerse serpientes y sapos enormes servidos vivos por unos pocos ringgits (los animales se revuelven expuestos en bulliciosas vitrinas en la calle), y templos cerrados y oscuros que observan la desgracia humana todas las noches, esperando a que sus puertas sean abiertas con la primera luz del sol para que los fieles rediman sus pecados nocturnos.

El Warehouse lo conocimos gracias a Ernst, el artista que pintó los murales callejeros de Georgetown. Como ya conté, gracias al interés que tenía en los trabajos de Alberto, el tío nos invitó a  una de sus exposiciones, donde tuvimos la oportunidad de codearnos con bastantes artistas populares de Kuala Lumpur. Angelo estaba encantado porque el sitio era muy pijo, la gente guapa y de nivel, y los cuadros muy buenos. Yo me lo pasé de lujo porque nos dieron vino y canapés gratis (Había incluso queso. Dos meses sin probar el queso es mucho tiempo, así casi me puse malo de comer). Una vez que me hube saciado, decidí hacerme pasar por un excéntrico artista y darme paseos actuando de manera errática, sosteniendo mi copa con dos dedos y mirando los cuadros con gestos de exquisita desaprobación. Fue difícil destacar en excentricidad dada la gente que había allí, de todas formas, pues hubo algunos que llevaron la extravagancia hasta otro nivel cuando se pusieron a bailar frenéticamente, agitando todo el cuerpo como si les estuviera dando un ataque epiléptico, sin embargo, fue divertido actuar de forma extraña a propósito durante un rato.

Enseguida me hice medio amigo de uno de los camareros del evento y conseguí que me diera más canapés y me llenara las copas hasta arriba, luego me presenté varias veces como el representante de Alberto y le ayudé a entablar conversación con la gente diversa que había en la galería. Fue una noche divertida y el tal Ernst era un tipo bastante majo, aunque no exento de cierta tara. Él nos habló del Warehouse, y desde entonces, motivados al principio por Angelo que estaba encantado por incluirse en estos círculos y luego por mí por el tema de la batería, hemos estado yendo semanalmente.

Con Ernst el lituano

También he empezado a ir a escalar con Alberto. Lo cual supone en ocasiones una odisea, pues los rockodromos no abundan precisamente en las cercanías de Segambut. Aun así, merece la pena, es un deporte doloroso y muy físico, pero al mismo tiempo muy gratificante.

En busca de lugares para escalar (esta vez yo iba más a mirar que a otra cosa), volvimos a las cuevas Batu, y exploramos la parte trasera del macizo que contiene los santuarios, donde Alberto pudo practicar un poco, aunque sin cuerda ni material apropiado. Por allí tuve el placer, o la desgracia, de re-encontrarme con el mono leporino, un viejo amigo de Nepal, esta vez más sosegado y amigable. Como les escribí a mis compañeros de aquel viaje, encontrarse a este desfigurado animal una vez puede ser casualidad, pero encontrárselo dos veces, y en lugares tan separados del globo, tiene que significar algo. Observen la deformidad de ambos ejemplares:

El mono leporino en Nepal
El mono leporino en Malasia

Hablando de monos, y de naturaleza, otra de las salidas destacadas de nuestro querido barrio fue a las cascadas de Kanching, en Selangor, a una hora de Segambut. Allí nos bañamos en tres de los siete saltos que el lugar ofrecía, y disfrutamos de la potencia del golpe de la última gran cascada, relajante y terapéutica (aunque costaba mantenerse de píe bajo el enorme chorro), mientras observábamos a familias de macacos saltando por todas partes. Los monos de Kanching resultaron ser de los más agresivos y canallas que haya visto, incluso distrajeron a Alberto en una maniobra envolvente para robarle la hamburguesa recién servida que llevaba en la mano, con las consiguientes risas de todos.

Cascadas de Kanching

Después de estas salidas, la vuelta al barrio siempre es la misma, en taxi o andando por la espantosa carretera desde la estación de tren, a través del asfixiante atasco y sorteando las piedras que se mueven sobre los desagües que circulan por debajo de la acera. Como siempre digo, en esa calle hay que elegir entre el riesgo de ser atropellado o el de que una de las piedras ceda y caer al desagüe, por donde circulan decenas de ratas y cosas peores. Una vez que llegamos a la calle 8/38, el restaurante chino, la tienda india, el Seven Eleven y el Mamaks, allí sigue todo tal cual lo dejamos.

Mucha gente me pregunta si Segambut es un barrio peligroso, que si no he tenido ningún problema. Yo siempre cuento la misma historia. En una ocasión que tuve que coger un taxi a casa desde el centro de KL a las 3 de la mañana, le dije al taxista que me llevara a la estación de tren en vez de al edificio, pues no me llegaba el dinero para más (de hecho me llevó un tramo gratis porque le di conversación, cosa que no debe ser muy común por estos lares asiáticos). Cuando estaba a punto de dejarme en la estación me dijo que era una locura andar solo a esas horas por Segambut, que era muy probable que me robaran o algo peor. Como no tenía otra opción, pagué todo el dinero que llevaba y me despedí del dicharachero taxista indio. Enfilé el puente que lleva a Taman Sri Sinar, manzana donde vivo, ciertamente envalentonado por las tres o cuatro cervezas que había tomado en Chonkat, la principal zona de salir de Kuala Lumpur (una calle con gran cantidad de garitos con terrazas que imitan las zonas de fiesta mainstream europeas, es decir, copas caras, música mala y gente pija, pero con ese tufillo hortera asiático que al menos consigue darle cierto encanto – No tiene precio ver a chinos e indios celebrando saint Patrick´s day y destrozando el espíritu irlandés a base de servir guinness en vasos pequeños, vestirse de leprechaun y caminar sobre zancos y otras blasfemias del estilo).

Cuando hube llegado a la zona más oscura y sucia del camino, que pasa junto a una zona de infraviviendas, 6 o 7 jóvenes en moto se acercaron y se pararon junto a mí. Eran de los que por aquí llaman los “gangsters”, básicamente porque van en moto y se ríen de los que van a pie, dando incluso alguna colleja al pasar de vez en cuando. Chavales desarrapados y melenudos, más pobres que las moscas. El caso es que ya me fui preparando para explicarles que no llevaba ni un cochino ringgit encima y que mi móvil era un Nokia de los años 90, como no me quisieran robar los vaqueros poco iban a sacar de mí. Fue entonces cuando uno de los chavales me pidió tabaco y papel, y lo hizo de forma educada, pidiendo por favor con un inglés pésimo y refiriéndose a mí como señor. Como eso sí que podía dárselo perfectamente, les sonreí y les di un buen puñado a varios de los que pusieron la mano por si caía algo. Tras esto, se despidieron de mí otra vez como señor y me desearon las buenas noches.

Seguí caminando muy sorprendido por lo que acaba de ocurrir. Sin poder evitar una sonrisa, me pregunté qué habría pasado si el mismo episodio se hubiera producido en un barrio de la periferia de Madrid, o de Sevilla, o de cualquier otra ciudad española, u occidental. Seguramente nada bueno y como mínimo me habría ido a casa con un par de palabras feas. Y es que la gente en Asia es, eminentemente, buena gente. Hay miles de excepciones por supuesto, pero no dejan de ser eso, excepciones. Son pequeñas cosas como esta las que al fin y al cabo, me hacen pensar en no volver a Europa, en quedarme en Asia muchos años más.

Puede que Segambut sea un barrio pobre (no en todas las zonas) sucio y oscuro, puede que la vida aquí sea aburrida y falte algo de acción, sobre todo para los hiperactivos como yo, sin embargo, es la bondad y la amabilidad de la gente, incluso de estos conocidos como “gangsters”, lo que hace que viviendo aquí, me sienta como en casa.

2 comentarios:

  1. Indudablemente tu reencuentro con el simio es una premonición. Prepárate para algo grande.
    Espero que las antiguas heridas vayan bien.
    Cuídate.

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    1. Me da miedo pensar en lo que pueda pasar la tercera vez que me encuentre a ese mono...
      Las heridas curadas, aunque se me infectaron y se me pusieron varios dedos morados, muy feos, durante unos días hasta que me limpiaron en la clínica... Gracias por leer y comentar fielmente!

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