El Año
Nuevo Chino, o Año Nuevo Lunar, es la celebración más importante del calendario
chino, y es fervientemente festejada allí donde existen comunidades de etnia
han, es decir, en todos y cada uno de los países del globo. Es, de hecho, el
motivo de que cada año se produzca la migración humana temporal más grande del
planeta, ya que todos los chinos que pueden permitírselo viajan a sus
respectivos lugares de procedencia a celebrar este gran hito con sus
familiares.
También
es el motivo de que los días 11 y 12 sean fiesta nacional en Malasia
(recordemos que un nada desdeñable tercio de la población malasia es de
procedencia china) y de que conseguir un billete de autobús a la isla de
Penang, al Norte del país (conocida por ser uno de los centros neurálgicos de esta
comunidad y lugar de asentamiento de los clanes más importantes y numerosos), resulte
una tarea titánica que nos llevó casi una semana de búsquedas infructuosas,
paseos a las estaciones y manos a la cabeza ante precios desmedidos.
Lo más
asequible que encontramos es un autobús local que sale de una estación
secundaria (y desconocida hasta ahora) que nos lleva hasta Butterworth, ciudad
de la Malasia peninsular que conecta con la isla de Penang a través de un ferry
y un descomunal puente, el más grande del sureste asiático.
El
pasaje sale a las cinco y media del Viernes, por lo que debemos hacer frente a
otra lucha, ésta más diplomática, para conseguir que nos dejen salir una hora
antes de la oficina.
Al
final, algo quemadillos por las gestiones que el viaje ha costado, el Viernes a
las siete (una hora y media tarde. Gracias desde aquí al autobusero por la sensación de haber pedido un favor a
nuestra jefa para nada), salimos hacía Butterworth.
Vamos
cuatro esta vez: Alberto, un diseñador gráfico y grafitero español que ha
llegado hace escasos días; un chico versátil que además escala, hace tatuajes y
viaja por el mundo pese a tener un nivel más bien flojete de inglés (con cariño
;); Joan, más conocida como J, un chica filipina diminuta y muy divertida,
eficiente compañera del departamento de comunicación y mano derecha de Danu
(aunque odia que se lo digan…); Angelo, al que ya se conoce por aquí; y yo.
Mis compañeros de viaje en Penang |
El
viaje es tedioso e incómodo, de unas cinco horas, y cuando el conductor nos espeta
que hemos llegado a Butterworth, nos bajamos para encontrarnos un erial
industrial y desangelado a media noche, habitado únicamente por ratas y taxistas.
Los segundos, que cada vez se me asemejan más a las primeras, nos comunican con
grandes sonrisas que tanto el barco como el autobús a Penang terminaron su
servicio hace rato y que ellos nos pueden llevar hasta el lejano hostal, por
supuesto sin taxímetro y solo si pagamos 60 ringgit por adelantado. Casi puedo
escuchar las monedas de oro tintineando en sus cabezas cuando los demás
pasajeros de nuestro autobús, todos malasios, desaparecen en pos de sus
respectivos destinos y nosotros nos quedamos solos en sus manos.
El más
avispado de ellos nos habla en un tono más amable que los demás y nos explica
que no les sale rentable poner el contador debido al peaje que hay que pagar
para cruzar el gran puente. Tras barajar las diferentes opciones e incluso
tratar de parar haciendo dedo a varias
furgonetas que pasan de largo a través de la oscuridad, optamos por este “buen
hombre” y le damos lo que pide.
Cruzamos
el puente y ante nosotros aparece la capital de la provincia isleña de Penang,
Georgetown. Iluminada sobre la bahía, con sus grandes bloques de cemento
recortados y reflejados en el agua, la ciudad se me antoja mucho más grande de
lo que esperaba. La recorremos en el silencio del taxi, los demás dormidos, yo,
como siempre, despierto, observando las calles estrechas y enladrilladas de una
ciudad con palmeras y edificios británicos que está sorprendentemente vacía, si
tenemos en cuenta que es viernes.
Una vez
fuera del taxi, el encanto colonial de la ciudad viene a nuestro encuentro en
forma de un rickshaw ocupado por dos occidentales que transcurre por el
callejón escasamente iluminado donde se encuentra nuestro hostal. La sensación
que transmite la urbe me recuerda a la percibida en Malaca. Especialmente
durante la noche, se genera un halo misterioso que envuelve las calles de estas
ciudades coloniales, probablemente proveniente del fuerte choque que provoca
ver un gran número de elementos disonantes unidos durante tantos años que casi
parecen llevarse bien. Neones de pubs de lujo y casas de siglos pasados en
ruinas, amortajadas por la vegetación salvaje, salitre marino y prostitutas, personas
blancas y rubias y clima tropical, calor abrasante, mugrientos mercados chinos
y grandes mansiones; fortificaciones y cañones antiguos, pequeños y escasos,
que podrían haber augurado un control débil y efímero, y que a la vez, con su mera
presencia intacta, son el símbolo de un dominio centenario.
El
hostal es moderno, cómodo y estiloso. Por supuesto, ha sido elegido por J con
ayuda de Angelo, que en cada viaje hace un gran esfuerzo para luchar contra mi
pasión por los lugares guarros, la comida barata y dudosa, y la falta de
descanso y cuidado personal.
Tras
dejar los macutos y darnos una ducha decidimos salir y dar una vuelta, comer
algo, y quizá tomar una cerveza. Ellos están cansados, así que nos sentamos en
uno de los primeros sitios que vemos tras recorrer la calle del hostal, llena de
prostitutas de género dudoso. En el camino nos cruzamos con una vieja china
minúscula y muy decrépita que canta y baila alrededor de un perro igual o más
viejo al que acaricia compulsivamente (sí, es una de las escenas más estrambóticas
que he visto en mi vida).
La
terraza del bar escogido está llena de blancos borrachos que gritan y se
tambalean cuando van al baño, hay varios grupos de gente joven de aspecto
británico (es decir, mal aspecto general). La camarera nos engaña haciéndonos
creer que estamos en la hora feliz (era evidente que no, a la una de la mañana,
pero vaya, estábamos cansados) y nos lía para que pidamos una torre de cerveza
gigantesca que luego resultará carísima y nos hará ir condicionados (al menos a
mí) el resto del viaje.
En el
transcurso de la bebida y la comida (un arroz caro, malo y escaso) consigo
tabaco y mechero de la mesa de unos clientes que se marchan etílicos dejando
todo atrás, incluida la dignidad, e intento coger una torre de cerveza a medias
de otra mesa vacía, siendo detenido patéticamente por los camareros pues pesa
por lo menos 3 kilos y no es fácil de ocultar (el por qué trato de robar una
torre de cerveza cuando ya tenemos una en la mesa que tenemos dificultades para
terminar, porque son 5 litros y J apenas bebe, es algo que escapa a mi propio
entendimiento. Esto por supuesto ocurre ahora, en retrospectiva, en el momento
me pareció un movimiento de lo más razonable y apropiado).
Tras
una larga y entretenida conversación durante la cual J no para de hacernos
fotos, nos damos cuenta de que son las 4 de la mañana y volvemos con premura al
hotel para dormir un poco pues mañana pensamos recorrer la ciudad desde
temprano.
Las
camas son cómodas y el descanso reparador, si eludimos el hecho de que debo
levantarme a bajar el aire acondicionado, pues en mitad de la noche, Joan ha
decidido que todos debemos morir congelados allí y ha andado tocando el mando.
Me
levanto, me ducho, desayuno, y espero a que los demás lo hagan leyendo la guía
y preparando una rutilla.
Cuando
salimos, decidimos buscar primero un hostal por Chinatown ya que no quedan
habitaciones libres para el resto del fin de semana en el que hemos dormido. Al
cabo de un rato encontramos uno mucho peor, con una recepción y una
recepcionista que provocan escalofríos (como a mí me gusta). Dejamos los
macutos y empezamos siguiendo un recorrido de arte urbano en el que Alberto
está interesado. La ruta pasa por los muros en los que un artista lituano ha
plasmado sus diseños con el permiso y subvención del gobierno de Penang. La
verdad es que algunos de sus trabajos son muy vistosos (una semana después,
gracias a un email enviado por Alberto, acabaríamos conociendo a este artista
en una exposición de sus obras – con vino y queso gratis – a la que él mismo
nos invitó):
Uno de los murales, mezclando elementos reales y pintados |
Mientras
seguimos este recorrido pasamos por delante de dos mezquitas, la primera muy
grande, de estilo mogol, y la segunda más pequeña pero muy curiosa, de estilo
egipcio. Por supuesto, como siempre, sin ser musulmán no es posible visitar el
interior. También nos cruzamos con mansiones británicas coloniales muy
interesantes, que actualmente albergan museos, tiendas de lujo, o viviendas de
millonarios chinos y con algún templo taoísta típico, colorista y lleno de
ofrendas e incienso flotando en el ambiente (hay uno que me gusta especialmente
por su originalidad, ya que ha sido construido en torno al nudoso y deforme
tronco de un árbol).
Mezquita de estilo mogol |
Museo Islámico de Penang, alojado en una mansión de la época colonial |
El
último de los murales de este tipo lituano, muy deteriorado por el viento y las
inclemencias marinas, se encuentra en un kampung
de casas bajas que se halla sobre tablones húmedos en terreno ganado al mar.
Allí nos sentamos a observar la bahía industrial de Georgetown, monstruosa y al
mismo tiempo atractiva en cierto modo, llena de barcos estrafalarios de mil
tipos y colores. Después nos remojamos con una manguera de agua infecta, pues
el calor del mediodía realmente nos obliga a ello.
Puerto de Penang |
Kampung sobre las aguas |
Tras
volver a tierra firme, nos encaminamos hacía la otra orilla de la ciudad para
pasear por el distrito colonial. Comemos buenos noodles con pollo en un
restaurante chino con camareros indios (los chinos están de parranda, aunque
aún no hemos visto ningún signo significativo de la celebración del año lunar)
junto al discreto pero regio fuerte Cornwallis, situado en el lugar exacto donde los ingleses, únicos
colonos efectivos de Penang, tocaron tierra en la isla por primera vez en 1786.
Fuerte Cornwallis |
Estos colonos llegaron liderados por el capitán
Francis Light (con ese nombre tan guay cómo no vas a liderar colonos), y en los
años sucesivos construyeron el ayuntamiento y la cancillería, edificios
imponentes que cierran el distrito por el lado Norte, en frente del fuerte.
En mitad de la espaciosa plaza formada por estas
construcciones hay un Padang: un
campo de cricket que hacía las funciones también de espacio público en la época
británica (igual que en la plaza Merdeka de Kuala Lumpur). Atravesándolo y
yendo hacia el Oeste se llega a la iglesia de San Jorge, donde se alza un monumento que conmemora al bueno
del capitán Light (pese a todo, murió tan solo 8 años después de colonizar
Penang), y al museo nacional.
Monumento a Francis Light |
Por un ringgit, entramos a este interesante museo,
muy bien montado, donde aprendo un poco de las 15 diferentes culturas y etnias
que transcurrieron y dejaron su impronta en Penang durante los años coloniales,
que aparecen en fotos con sus trajes tradicionales: europeos, euroasiáticos,
armenios y judíos, árabes, japoneses, cingaleses (provenientes de las isla de
Ceilán, actual Sri Lanka), javaneses (de la isla de Java,
Indonesia), birmanos, siameses, achinenses (de la región de Aceh, Sumatra,
Indonesia), minangkabaus (del Oeste de Sumatra), bugis (de la isla de Célebes,
Indonesia), indios, chinos (dentro de los cuales se engloban varias culturas, como la de los archiconocidos Baba-Nonya) y malayos.
Matrimonio Baba Nonya |
En este distrito vivían y trabajaban la mayoría de
los europeos y eurasiáticos de Georgetown, así que en el camino de vuelta hacía
Chinatown pasamos por un convento y una catedral, bastante modestos.
Antes de encaminarnos de vuelta al hostal, aún nos
da tiempo a pasar por la mansión Cheon Fatt Tze, una vivienda-museo Baba Nonya,
y a disfrutar de la terraza del lujoso Eastern and Oriental Hotel, con unas
palmeras muy lustrosas y vistas a una bonita puesta de sol sobre el mar.
Ya en el camino de vuelta, buscando de tienda en
tienda una crema de aloe vera para las quemaduras de sol de Alberto, nos
desviamos por una callejuela y encontramos el templo taoísta de Hainan, muy
impresionante. El lugar, como siempre pasa con estos templos del tao, me
transmite una paz de valor incalculable, pese a que haya que esquivar a un
señor chino gordo que yace dormido (o muerto) justo en medio de una de las
entradas.
Una siesta en el templo de Hainan |
Al llegar a la calle Chulia, donde se encuentra
nuestro hostal, no me siento cansado, así que le propongo a J darnos un paseo
por Little India, barrio al que hemos hecho poco caso en nuestra vuelta diurna.
Resulta un paseo muy agradable y me rio mucho con
Joan. Es una chica a la que he llegado a apreciar sinceramente en muy poco
tiempo, como a una hermana pequeña. Entramos al templo Kuan Yin Teng, que pese
a ser bastante poco vistoso, alberga un bullicio descomunal propio de la
víspera del año nuevo. Esquivando gente cargada de ofrendas por este pequeño
templo-mercado, me pregunto por qué unos templos taoístas están tan vacíos y
tranquilos como el recientemente visitado de Hainan, y otros acogen semejante
actividad frenética, con incluso monjes budistas rezando por allí. Me imagino que
Kuan Yin Teng estará dedicado a una deidad mayor, más apreciada por la gente,
pero entonces ¿Por qué su decoración es tan pobre y sus efigies tan diminutas?
Compramos unos dulces en el templo y volvemos por
Little India, caminando aturdidos por la estruendosa y animada música de las
tiendas, gestionadas por fieles hindús o
musulmanes, y por tanto, abiertas durante la festividad china.
Una vez en la calle Chulia, tras una ducha rápida,
salimos a cenar una hamburguesa infame, con el pan untado con un kilo de
margarina muy dudosa, y a buscar un sitio mejor que el del día anterior para
tomar algo.
De camino volvemos a desviarnos hacía el templo de
Hainan, pues observamos bullicio desde lejos. Allí se está celebrando una danza
de dragones chinos. Estos muñecos coloristas y provistos de largas barbas y
cabelleras se agitan frenéticamente creando el efecto de que están vivos. En
realidad, dos personas (pueden ser más, pues los hay mucho más largos) son las
que agitan las marionetas y las hacen bailar frente a los altares. Una vez que
el baile acaba, dos grandes tracas de petardos contundentes truenan nuestros
oídos y anuncian la llegada del año 4711 según el calendario chino.
Una vez ocurrido esto, los parroquianos del templo no
se ponen a beber inmediatamente como hacemos los occidentales, sino a rezar.
Mientras tres monjes con la cabeza afeitada y vestidos de los colores naranjas
taoístas recitan monótonos mantras el resto de los presentes quema incienso y
reza sus plegarias. Yo también sostengo mis barritas entre las manos y me
concentro en los mantras mientras el humo del incienso envuelve mi cara. Durante
más de media hora, escucho los cánticos alternados con campanadas de oración.
Aunque no los entienda, esto no supone ningún problema, pues el objetivo de la
monotonía de los mantras es permitir la concentración y el vaciado de la mente a
través del cual es posible alcanzar el estado propicio de meditación y calma, y
para eso no hace falta entender nada.
Cuando por fin salgo, J se ha quedado casi dormida,
así que la zarandeamos un poco para animarla a seguir hacía la zona de los
bares. Por allí hay mucha gente y más danzas del dragón y petardos, pero
curiosamente, se ven más occidentales e indios que chinos en los festejos.
Empezamos a pensar que quizá estos se hayan marchado a sus respectivos barrios
originarios de la periferia de la isla, abandonando el centro de la ciudad de
Georgetown a los turistas que han sido atraídos hasta aquí por la promesa de la
mejor celebración del año nuevo lunar de Malasia y a los indios que intentan
sacar algún provecho de ellos vendiendo hamburguesas y perritos calientes.
Después de todo, se trata de una celebración que se celebra en el lugar de
origen, y dudo que muchos chinos hayan nacido en el centro del distrito
colonial de Georgetown.
Después de sentarnos un rato a ver a los frenéticos
dragones y beber algunas botellas pequeñas de licor que hemos comprado, nos
ponemos en movimiento e intentamos colarnos en una discoteca con muy mala
pinta. Alberto y yo pasamos sin problemas a los gorilas malayos, que no son ni
por asomo tan meticulosos como los ex-miembros de comandos balcánicos que
tenemos en España vigilando a los niños que entran en las discotecuchas. J y Angelo,
en cambio, no lo consiguen, así que salimos casi con alivio, pues el lugar era
inmundo.
Después entramos a una discoteca gay por error, un lugar sórdido y oscuro, y es el
propio Angelo el que propone que salgamos de ahí, pues varias manos le han tocado
en la oscuridad.
Según vamos avanzando de calle en calle en busca de
otro local en que entrar, el ambiente de la noche de Georgetown se vuelve
decadente, lleno de turistas que solo buscan lo que buscan y de autóctonos que
solo ofrecen lo que ofrecen. Al leer
la palabra turista se suele pensar automáticamente en gente occidental, pero
también hay muchos indios, japoneses, indonesios, y otros asiáticos dando
rienda suelta a sus perversiones en Penang. También hemos venido cruzándonos a
lo largo del día con muchos mochileros extremadamente tatuados o, como dice
Alberto, viajeros hardcore. Llegamos
a la conclusión, dada la cercanía y el hecho de que sea un fin de semana de
fiesta, de que los viajeros que se estaban moviendo por Tailandia han bajado a
pasar un par de días a Georgetown, creando un rollo parecido al que puede verse
en el Sur del país vecino: básicamente, mochilero rollo “the beach” + turismo
sexual degenerado.
Al final, optamos por un local con atmósfera de pub
inglés en el que jugamos con un futbolín asiático, algo infame e indigno de ser
descrito aquí. Hay muy pocas mujeres y muchos gays y ladyboys, y como somos de
los pocos europeos que hay en el garito, enseguida nos echan el ojo y alguna
que otra mano cuando pasamos. En el momento en el que me acerco a un grupo a
pedir un cigarro, un señor malayo de unos cuarenta me agarra diciéndome que qué
le doy a cambio. Me lo quito de encima de un empellón, por supuesto después de
coger el cigarro, y me voy dando las gracias. El señor lo intenta más tarde con
Angelo y con más chicos del local, con igual o peor éxito.
En aquel pub “inglés”, nos vemos envueltos en una
danza surrealista, mezclados con los individuos locales más estrafalarios, y
Angelo se arranca con sus mejores pasos generando algarabía entre los asiáticos.
La situación es extraña, pero divertida de observar.
Hemos conseguido colar botellas pequeñas de licor en
el local, y aunque los empleados de seguridad nos ven claramente beber de ellas
varias veces, no nos dicen nada, poniendo de relieve el valor que tiene siempre un cliente
occidental, aunque sea un pelao que
no consume.
Cansado
de hablar con tíos lascivos, en un punto me acerco a charlar con una atractiva chica
indonesia que baila muy bien y que es prácticamente la única mujer del bar. Si
bien, cuando se ríe, descubro que le faltan un número significativo de dientes
delanteros, lo cual, no os mentiré, le resta cierto atractivo. Eso, unido a que
no habla ni una palabra de inglés y que no para de bailar conmigo
frenéticamente, me hace retirarme con educación.
En un
momento dado, algo después, la noche pierde fuelle, así que salimos del bar y
nos encaminamos al nuevo hostal. Se produce un momento divertido cuando en la
puerta intentamos sin éxito que alguien nos haga una foto decente a los cuatro.
Tratamos con varios grupos, borrachos tanto ellos como nosotros, y como
resultado obtenemos un álbum de unas diez fotos borrosas, cortadas, hechas al
revés o con el zoom al edificio de detrás, un despropósito.
Una vez
de camino, yo me encuentro una caña de bambú y me abstraigo haciéndola girar en
mi mano durante todo el trayecto. Ni siquiera me doy cuenta de que nos estamos
perdiendo hasta que estamos totalmente perdidos. Damos vueltas por el centro,
lleno de locales con luces llamativas y cortinillas discretas, y en una media
hora conseguimos dar con el hostal, cayendo destruidos en las camas sin
siquiera darnos las buenas noches.
Así,
bruscamente, acaba nuestro extenuante primer día en Penang.
Para acompañar la entrada, un poco de música de inspiración chinescarrl: http://www.youtube.com/watch?v=xcladBjwGXc
Precioso el Banksy lituano/malayo.
ResponderEliminarVitín pediría tabaco al mismísimo Lucifer. Grande.
Un beso chaval.
Antes daría lo que Lucifer me pidiera a cambio de un cigarro que acercarme un centimetro más a aquel señor mayor lleno de lujuria..
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