Por
recomendación de Guille y Breo, los españoles que conocí en Phnom Penh, opto
por el Garden Village Hostel cuando llego a Siem Reap. Es verdad que tienen
camas por un dólar, pero están todas llenas, así que cojo una por dos.
El
hostal es, en efecto como su nombre indica,
tan grande como un pequeño pueblo. Consta de muchos edificios y según proclaman
los empleados, puede alojar a más de cien personas al mismo tiempo, en
diferentes tipos de acomodación. Tiene una pequeña pista de futbol, un
restaurante-discoteca en el que hay un ambiente festivo permanente y muy
animado, una azotea bastante decente para relajarse por la noche, un área común
con ordenadores y una zona trasera con varias viviendas donde residen los
empleados y dueños, que rotan constantemente y son muy numerosos. Un lujazo de
sitio, vaya. Y ello a pesar de que algunos de los demás inquilinos, todos
backpackers de diferentes procedencias, estilos y trasfondos, sean quizá
demasiado jóvenes (hablo fácilmente de
18 o 19 años) y con una actitud demasiado: “Ey chavales, que de puta madre,
estoy en Camboya, ¡es mi primer viaje sin mis padres! ¡Me la suda Angkor Wat,
yo solo quiero emborracharme y liarla parda, siiii!” Esto llega a resultar algo
lamentable por momentos, aunque
nada que el pensamiento de estar tan cerca de Angkor Wat y los rostros de
piedra de Bayon no pueda aliviar inmediatamente.
Tras instalarme en el masivo dormitorio, con más de
40 colchones metidos en sus plásticos distribuidos en el suelo a modo de camastros,
me siento en la zona común, más fresca y aireada, y descanso un poco. Allí hay
personajes curiosos, sobre todo dos que me llaman la atención: un irlandés de
edad mediana y aspecto muy malhumorado con un acento salido directamente de lo
más profundo de la taberna más ruda y maloliente de Dublín, y un viejo con
boina y tatuajes carcelarios cubriendo todo su cuerpo, chupado hasta la
extenuación por algún tipo de enfermedad o droga. Ambos hablan entre ellos, y cuando les pido
un cigarrillo, me invitan a sentarme y unirme a la conversación. Eso hago, y
tras unas temblorosas presentaciones por parte del viejo y una mirada dura como
el acero del irlandés, me acaban invitando a ir con ellos esa misma tarde a ver
el atardecer y fumar marihuana en un templo cercano.
Aparezco en la recepción a la hora que me han dicho
tras una ducha helada y me encuentro con el viejo y una chica francesa junto a
un tuk tuk preparado para salir. El irlandés furibundo no hace acto de
presencia.
El templo en cuestión es por lo visto 160 años más
antiguo que los que hay en el recinto de Ankgor, y es muy poco conocido,
incluso entre la comunidad local de Siem Reap (el conductor incluso se confunde
de camino). Esto nos cuenta el viejo (holandés, por cierto) con voz cansada y
temblorosa durante el traqueteante viaje en tuk tuk. El camino es realmente
digno de admiración por si mismo, pues se zambulle de lleno en la Camboya rural
tan solo unos minutos después de dejar atrás Siemp Reap. Vacas y gallinas que
cruzan de forma inesperada, kampungs (pueblos tradicionales) destartalados y
muy pobres, miradas sorprendidas de los campesinos locales. Según Arthur, el
viejo, esto es la Camboya pura y dura, la que no se ve ni en Phnom Penh, ni en
Siem Reap, ni en Angkor.
La llegada al templo, cuyo nombre no sabemos, me
sorprende mucho, como puede apreciarse en el vídeo: http://www.youtube.com/watch?v=2_7pWT8zj-M&feature=youtu.be
En realidad, visto con la perspectiva del tiempo a
mi favor, el edifico ruinoso no es para nada impresionante si se compara con lo
que me espera mañana en Angkor Thom y Angkor Wat, pero sí que se agradecen una
tranquilidad y una soledad que serán mucho más difíciles de encontrar en
aquellos dos. Después de un par de vueltas en solitario, extasiado con las
rocas centenarias, me siento y respiro la paz ascética del templo. Pienso en la
antigüedad del lugar, y en el paso del tiempo sobre él.
Después me reúno con mis dos compañeros en esta
breve excursión, y los tres fumamos. Arthur sigue intentando impresionar a la
chica hablando en francés, así que yo tan solo miro como el sol desciende
pausadamente sobre el kampung cercano al templo. Pienso que esta imagen, que no
puedo retratar con mi cámara adecuadamente debido a la contraluz anaranjada,
representa pura y fielmente lo que es Camboya: Una vaca escuálida pastando
sobre los modestos arrozales, las palmeras, secas y exuberantes a un tiempo, un
niño sin zapatos que me sonríe al pasar en bicicleta, y todo rodeando el
esplendor durmiente que yace entre muros de piedras alineadas por la gloria
pasada.
Camboya |
El viejo no ha traído la marihuana. No sé si se le
ha olvidado o solo se estaba tirando el rollo. En cualquier caso, estoy
suficientemente a gusto sin ella. Cuando se acaba una cerveza que si se ha
traído consigo, nos vamos a dar una vuelta por el kampung. Allí hay un colegio
en el que tenemos el privilegio de asistir a una clase de música que se está
llevando a cabo. Según nos cuenta Arthur, el profesor les está enseñando desde
cero cómo era la música tradicional khmer, pues durante el régimen de Pol Pot, todos
los músicos que no pudieron huir del país (la grandísima mayoría) fueron
ejecutados y la tradición musical, como tantas otras cosas, se perdió casi por
completo.
Los niños tocan muy bien, y nosotros les aplaudimos
entusiasmados, aunque todas las caras (incluida la del profesor) me parecen
revestidas con una pátina de tristeza.
Niño en el colegio |
Esta visita al Kampung aumenta mis sentimientos de
empatía hacía el pueblo camboyano, y la profunda tristeza que siento por ellos
y lo que han pasado.
A la vuelta al Garden Village, Arthur me pide que le
invite a una cerveza en el bar de arriba, cosa que hago encantado. Allí me
encuentro con Guille y Breo. No es una gran sorpresa porque ya sabía que venían
a este mismo hostal, que me recomendaron, pero me alegro de verlos. Durante un
rato en la recepción antes de acostarnos, exhaustos por el viaje desde Phnom
Penh, me presentan a Maikel, un risueño holandés que han conocido en el
autobús, y los cuatro planeamos alquilar unas bicis al día siguiente para
comenzar nuestra visita a Angkor. Les comento la ruta que tenía pensado hacer y
les convence, así que me voy a la cama rápido, sonriente y animado ante la
perspectiva del día siguiente.
Nos levantamos muy pronto, a las seis y media, y a
las siete ya hemos escogido unas bicis cuyos frenos y ruedas estén en buen
estado de entre la chatarra que alquila el Garden Village. Después pasamos a
recoger a Maikel a su hostal, más caro, y nos dirigimos a las ruinas de Angkor.
El paseo me resulta muy ameno y gratificante, hacía
demasiado tiempo que no cogía una bici. Una vez en la entrada del sitio
arqueológico, a unos ocho kilómetro de Siem Reap, pagamos 40 dólares por tres
días de acceso al recinto entero, que se pueden repartir a placer durante una
semana. Después seguimos la carretera principal hasta encontrarnos con el gran
lago cuadrado que rodea Angkor Wat, el primer templo y el más pintoresco y
famoso de todos los que componen el recinto de Angkor.
Según avanzo bordeando el lago, el entusiasmo crece
en mí. Estoy a punto de encontrarme cara a cara con una de las maravillas del
mundo. Un lugar que siempre ha conseguido fascinarme cuando lo he visto en
incontables fotos desde que era un niño, y que siempre he querido visitar. Un
lugar clave.
Por fin, tras un largo paseo alrededor del lago de
aguas densas y verdosas, los míticos pináculos de Angkor Wat aparecen en la
lejanía, envueltos en la mañana resplandeciente y polvorienta. Una pasarela flanqueada por dos gigantescas
nagas (estás con más de 800 años de antigüedad, no tan coloridas ni con tantas
cabezas como las de Phnom Penh) conduce a la entrada de esta espléndida
construcción, muestra, una vez más, de la grandeza del ser humano en la
antigüedad.
Angkor Wat |
Angkor Wat significa templo capital o templo
ciudad, y es el templo más grande de la antigua capital Khmer, Angkor. Teniendo en cuenta que el imperio Khmer se
extendía desde el Golfo de Bengala hasta el sur de China, abarcando la antigua
Siam (hoy Tailandia), Camboya, Laos y parte de Vietnam, esto es decir mucho. El
recinto es enorme, de unos 2 kilómetros cuadrados incluyendo el perímetro
exterior, y también es la construcción mejor conservada de todo el parque
arqueológico. La obra megalómana fue llevada a cabo por el emperador Suryavarman
II durante el siglo XII, y es una de los edificios más “modernos” de los que
aún se conservan en Angkor (la mayoría templos, ya que las casa y las
construcciones menos importantes, al estar compuestas principalmente de madera,
han desaparecido totalmente).
Habiendo nacido como santuario hinduista, los cinco
gigantescos pináculos que lo coronan (uno en cada esquina del recinto cuadrado
y otro en el centro; nunca se pueden ver los cinco al mismo tiempo debido a su
gran tamaño) representan el monte Meru, el Olimpo de los dioses hinduistas. Más
tarde, el templo fue convertido a la fe budista en consonancia con la
conversión del resto del imperio.
A diferencia del resto de construcciones de la
capital, que fueron abandonadas a la selva y parcialmente devoradas por ella,
Ankgor Wat ha seguido activo en sus funciones como templo budista hasta
nuestros días, siendo mantenido y
conservado por los monjes que allí han vivido a lo largo de los siglos.
Avanzar hacía los grandes pináculos atravesando
campos de palmeras, pequeños lagos llenos de nenúfares y otros templos menores
es una experiencia sublime, pese a la presencia masiva de otros turistas.
Una vez en el interior del templo, admiramos los
intrincados grabados que cubren las paredes, de temática hinduista, así como
las estatuas, que representan tanto a Buda como a Vishnu y otros dioses hindús.
Destaca especialmente un grabado de Vishnu montando a su tortuga gigante Avatar
Kurma y dando vida a los océanos.
Cruzamos el templo atravesando los tres recintos
interiores y subiendo y bajando algunas escaleras extremadamente empinadas y
medio destruidas con pies y manos (no se me ocurre como era posible que los
antiguos angkorianos, supuestamente más pequeños que nosotros, eran capaces de
escalar hasta las partes superiores de sus templos con aquellas escalones
irregulares y descomunales, algunos de casi un metro de altos).
Las vistas de la jungla que lo rodea todo desde lo
alto del templo, así como la vuelta alrededor de las bases de los cinco
pináculos, no tienen parangón. Estando allí arriba y mirando en derredor, al
verdor de las copas de los árboles, ahora pequeños, a los dominios de Angkor
Thom, el gran distrito amurallado que suponía el centro de la ciudad, y a la
gran planicie camboyana que se extiende hacía los cuatro puntos cardinales,
pienso en el poder de los antiguos líderes angkorianos. Pienso en los
emperadores y sumos sacerdotes que se plantaban allí hace más de 800 años,
miraban hacia abajo, y decidían sobre lo que pasaba y dejaba de pasar en sus
descomunales dominios que llegaban hasta el Océano Índico. Me pregunto hasta
qué punto estarían corrompidos por ese poder, hasta qué punto eran justos con
su pueblo, y hasta qué punto se adoraban a sí mismos dentro de aquellas
construcciones megalómanas. Los camboyanos dicen que ni un solo ladrillo de
Angkor fue puesto por las manos de un esclavo, que el pueblo colaboró en su
construcción por amor a sus dioses y a sus emperadores. Cuesta creerlo.
Vistas desde lo alto de Angkor Wat |
Pinacle |
Desde el otro lado, obtenemos una inmejorable vista
de la fachada trasera del edificio principal, un auténtico placer visual y una
foto soberbia para el recuerdo.
Angkor Wat |
Por allí descansamos un rato, sentados cerca de unos
macacos que juegan y corretean amablemente entre algunos turistas,
interactuando con ellos de manera pacífica y sin sacar los dientes a la mínima
como hacen la mayoría de estos primates en Malasia (uno de los guías del parque
les ofrece botellas de plástico con agua para que podamos ver la facilidad
pasmosa con la que desenroscan el tapón y se beben el líquido de una manera muy
humana, como auténticos gentleman, sin derramar ni una gota). Esta parte
posterior del templo y el bosque que lo rodea están más tranquilos, pues una
parte significativa de los turistas ni siquiera llega a atravesar el templo,
tan solo dan la vuelta guiada por los grabados del interior y se marchan sin
ver los tres pináculos desde atrás, bañados directamente por el sol inexorable,
que ya se va acercando a su punto álgido.
Con pesar, tras la gran vuelta al recinto, nos
marchamos, no sin antes una última mirada a esos pináculos espinados que más
parecen traídos de otro planeta y pertenecientes a otra raza de criaturas
ajenas a la tierra y a los hombres.
Continuamos la carretera en nuestras bicis después
de reponernos con algo de arroz frito en uno de los restaurantes que hay a la
salida de Angkor Wat (carísimo). Esta nos lleva hasta las puertas de Angkor
Thom, el gigantesco centro amurallado de Angkor, y verdadero corazón de la
capital. La monumental puerta, con cuatro grandes caras talladas sobre el arco
de entrada mirando hacía los cuatro puntos cardinales, aparece mágicamente
entre las copas de los árboles tras un puente protegido por nagas y estatuas de
soldados. Justo antes de atravesar el umbral, nos cruzamos con cuatro elefantes
ensillados con terciopelo rojo que marchan lentamente por el arcén de la
calzada. Increíble: http://www.youtube.com/watch?v=gBO9_0fdsP4
La selva ha tomado parte de la aún espléndida Angkor Thom. Las tareas de
mantenimiento realizadas por los monjes entre los siglos XV, cuando se produjo
la misteriosa caída del imperio Khmer y la ciudad fue abandonada (los
historiadores apuntan a un colapso del sistema de irrigación de los arrozales
que daban de comer al imperio debido a una larga sequía), y el XIX, cuando el
explorador francés Henry Mouhot “repopularizó” las ruinas de Angkor (que no redescubrió,
pues la localización nunca se perdió, y hay registros de viajeros europeos en
la zona desde el siglo XVI) solo afectaron al templo de Angkor Wat.
No obstante, el sensacional templo Bayon, también
conocido como “templo-montaña”, se alza prácticamente intacto en el centro de
la ciudad. Es un edificio compacto y elevado, que se caracteriza por las
múltiples columnas talladas con enormes caras que lo salpican. Hay más de 200
caras en Bayon, representando todas ellas los mismos ojos serenos y la misma
sonrisa visionaria del bodhisattva Avalokitesvara. Las caras observan al
visitante desde todos los puntos y ángulos posibles, transmitiéndole la
tranquilidad de la iluminación y permitiéndole con benevolencia pasear entre
los pasillos de rocas ennegrecidas de su centenaria morada.
Solo estropeado por los turistas chinos que intentan
hacerse una foto en perspectiva besando las caras de las columnas exteriores,
el paseo por Bayon resulta muy relajante, tanto como impactante resulta la
perfección en el trazo de las facciones de Avaloikitesvara, iguales y
simétricamente proporcionadas en todos y cada uno de los gigantescos rostros.
Bayon con perspectiva |
Tras atravesar el templo seguimos hacía arriba por
la calzada que divide Angkor Thom en dos mitades iguales. Pronto nos
encontramos con un gran espacio abierto que funcionaba como plaza central y
lugar de encuentro en los tiempos florecientes de los antiguos khmer, hace más
de 800 años. Allí está la terraza de los elefantes, con unas escaleras
sostenidas por columnas que representan trompas (el detalle llega al punto de
haber raspado la piedra para hacerla rugosa, logradamente similar a la piel de
un elefante al tacto). Desde allí, los sucesivos reyes angkorianos observaron
juegos y deportes que giraban en torno o incluían la participación de estos
animales.
Terraza de los elefantes |
Más allá está la terraza del rey leproso, con una
estatua pequeña pero muy conseguida (y vestida con una túnica de monje real, de
tela, como es muy común en los templos camboyanos) del dios hindú de la muerte,
Yama. Por debajo de la terraza del rey leproso, llamada así por el moho y la
suciedad acumulada por la estatua, que la hacían parecer enferma de lepra, hay
una galería muy interesante de estatuas talladas en la roca en la que Breo hace
unas fotos cojonudas con su cámara cara que él mismo reconoce que tardará en
enviarme, si es que las envía alguna vez.
Grabados bajo la terraza del rey leproso |
El calor está imponiendo su justicia implacable en
las ruinas de Angkor, y Guille necesita un descanso pues lleva encontrándose
mal desde por la mañana. Breo se queda con ella a la sombra de unos árboles
mientras Maikel y yo nos acercamos al templo Baphoun, una intrincada pirámide
de tres alturas que se encuentra entre unos jardines con antiguas piscinas de
agua verde oscura. Es un templo sencillo, y pese a eso me impresiona bastante.
Si se consigue trepar por sus empinadas escaleras (que al bajar atizan con
fuerza al sentido del vértigo que uno pueda tener), desde arriba se disfrutan
unas vistas sobrecogedoras de una gran parte de las selváticas ruinas de Angkor
Thom. Como añadido, en la parte de atrás de Baphoun se aprecia sutilmente, si
alguno de los guías cercanos tiene la amabilidad de indicártelo, un gigantesco
buda reclinado representado ocupando toda la fachada de la pirámide (aquí se
evidencia la confusa mezcla entre budismo e hinduismo que se da en Angkor, pues
el templo Baphoun está dedicado al dios hindú Shiva).
Dominios desde Baphoun |
Maikel resulta ser un tipo cojonudo, un viajero nato
que lleva dos años recorriendo el mundo. Me cuenta que trabajó como
criminalista forense y que eso le dio bastante dinero, pero que cuando le
ofrecieron un ascenso y un puesto fijo, decidió que aún no era el momento de
asentarse y quedarse en Holanda. Desde entonces ha hecho cosas tan cojonudas
como bucear con tiburones blancos en Sudáfrica y tan insensatas como nadar con
cocodrilos en Australia (en los tiburones se va con jaula, lógicamente, lo de
los cocodrilos, sin protección, es una auténtica locura), así como recorrer
gran parte del sureste asiático. Al igual que Breo y Guille, que están dando la
vuelta al mundo y han cruzado nada menos que el Outback australiano, uno de los
lugares más salvajes que existen, tiene historias cojonudas que contar y una
conversación amena e interesante. Además, Breo trabajó como tester de juegos
para Rockstar en UK, y jugó antes que nadie a versiones inéditas de juegos como
el mítico GTA Vice City. Mola hablar con un tío cuyo nombre sale en los
créditos de algunos de los videojuegos que marcaron mi adolescencia. No me
puedo quejar de compañeros de viaje esta vez.
Cuando volvemos de Baphoun, Guille se encuentra
mejor y podemos continuar. Pasamos por dos templos más pequeños y tranquilos,
de trazado estándar, sin florituras, pero muy bien conservados y cautivadores
en su sencillez. Cerca, paramos a comprar agua por enésima vez, deshidratados y
abrasados como estamos en uno de los días en los que más habré sudado en toda mi
vida. Una familia muy entrañable nos
vende las botellas.
Las ruinas de Angkor están absolutamente llenas de
familias y sobre todo de niños y niñas que venden cosas variadas, desde
collarcitos hasta guías Lonely Planet fotocopiadas más falsas que Judas
Macabeo. Todo tiene precios inflados, pero es harto difícil resistirse al
encanto de estos niños, que en cuando le oyen a uno hablar en español se lanzan
rápidamente a decir que tienen “una”, “dos”, “tres” y así hasta “diez” postales,
contando en un perfecto castellano. Luego te dicen “mi nombre es Isabel, ¿cuál
es tu nombre señor?” y entonces es difícil no sentir ganas de darles todo el
dinero que uno lleva encima. ¿Cómo es posible que hablen tan bien? No tienen
ningún acento. Nunca había visto nada ni siquiera remotamente parecido en Asia,
y no encuentro explicación para ello, pues el lenguaje khmer suena extraterrestre
para mí, sin que pueda identificar siquiera un sonido apenas similar al
castellano.
Pese a todo, Breo me cuenta que alguien que conoció
en algún punto de su viaje por Camboya le dijo que todo el dinero que ganan
estos niños con las postales y demás va a las mafias locales, y que los niños y
sus familias se quedan muy poco para ellos, si es que se quedan algo. Por
tanto, intentamos evitar que nos líen y nos vendan cualquier cosa, pese a que
se nos echan encima en la entrada de cada templo.
Atravesamos de nuevo las murallas de Angkor Thom,
hacía el Este, cruzando un nuevo río cubierto de nenúfares y otras plantas
acuáticas. A lo lejos, unos niños juegan en el agua. En un momento decidimos
tomar un desvío y adentrarnos en la jungla por un camino lateral, a ver a dónde
lleva.
Una de las cosas buenas que tiene Ankgor es su gran
tamaño. Este permite que, pese a la molesta masificación turística de sus
ruinas principales, aún sea posible encontrar caminos ocultos, edificios menos
conservados y de más difícil acceso, fagocitados por la jungla verde, lugares
de paz. A eso aspiramos al adentrarnos por este camino, a recuperar el espíritu
aventurero que ha estado ausente durante el resto del día. En un momento dado,
las bicis no pueden continuar debido a la tierra del camino, así que seguimos
andando. Pero esta vez no hay suerte, no hallamos nada más que una bifurcación
que vuelve hacía el río y las murallas de Angkor Thom y una cantidad alarmante
de arañas sobre y delante de nosotros que me trago yo por ir en cabeza. Nos
volvemos agradeciendo el breve paseo por la jungla de todas formas.
Después pasamos por un templo llamado Ta Keo, en
forma de pirámide y muy parecido a Baphoun, con unos escalones que vuelven a
poner a prueba nuestra agilidad y unas vistas muy merecedoras de tal esfuerzo.
Y finalmente
llegamos a Ta Phrom, uno de los templos más conocidos y más fascinantes de los
que hay en Angkor, construido por Jayavarman VII para honrar a su madre, y
última parada de nuestra ruta. Ta Phrom es conocido como “el templo de la
jungla” por aquellos que no se esfuerzan en recordar su verdadero nombre, y
esto se debe a que ha sido, literalmente, devorado por las raíces de árboles centenarios
que han crecido sobre sus muros y a través de ellos. Algunas de las escenas de
la primera película de Tomb Raider fueron rodadas aquí, aprovechando su magia
natural.
El templo es enorme y muy laberíntico, de una sola
planta, y está semi-derruido. Los conservadores del parque arqueológico
decidieron dejarlo prácticamente tal cual fue encontrado con la intención de
preservar la sensación de estar descubriendo una civilización antigua en mitad
de la jungla profunda y salvaje. Lo consiguieron. Las raíces desparramándose
por el exterior y el interior de los muros centenarios, los sonidos de la
jungla, las galerías derrumbadas, los recovecos con tallas de dioses budistas
arropadas por las raíces gruesas como descomunales anacondas, los árboles gigantes
creciendo libres entre los pináculos que representan el Monte Meru, y la
tranquilidad y el aislamiento que permite su gran tamaño, hacen de Ta Phrom una
experiencia en sí misma, una veta brillante dentro de la joya que ya es Angkor.
Para explorar este lugar, me separo del grupo, y
tengo la inmensa suerte de poder andar casi 20 minutos por una zona menos
accesible del laberinto sin cruzarme con nadie, traspasando galerías
derrumbadas, metiéndome por recovecos diminutos, trepando por macizos bloques
caídos de los pináculos, descubriendo estatuas que parecen a punto de cobrar
vida para defender el lugar de descanso de los ancestros khmer. Por momentos,
casi me parece que las grandes raíces amarillentas de los espectaculares
árboles Banyan también se mueven muy lentamente, tragándose poco a poco Ta
Phrom como si de los tentáculos de un colosal Kraken surgido del mismo centro
de la tierra se trataran.
Es difícil describir la sensación de andar por este
lugar único, así que os dejo un vídeo para que, quien quiera, se intente hacer
una idea más cercana.
Raíces en Ta Phrom |
Atardecer en las ruinas |
Árbol Banyan comiéndose una sección del templo |
Me entretengo mucho, y cuando salgo de Ta Phrom mis
compañeros llevan 20 minutos esperándome. El sol cae veloz hacía el horizonte,
estamos absolutamente vacíos de energías, y aún nos queda un largo paseo hasta
Siem Reap. Es momento de abandonar Ankgor.
La vuelta se hace muy dolorosa. En un momento dado (aún hay
controversias acerca de en cuál exactamente), tomamos una desviación
equivocada. Tras más de media hora, nos encontramos en una carretera
interminable llena de tráfico caótico y veloz, y sumergidos en una noche oscura
y calurosa. Tardamos como una hora en llegar a la ciudad, preguntando a
aquellos pocos transeúntes que vemos a píe y descubriendo que hemos dado una
vuelta tremenda en el peor momento, de noche, sin luces en las bicis, ni agua,
ni nada para comer. Cuando llegamos a la ciudad buscamos un restaurante barato
(cerdo con arroz un dólar y medio) y comemos como si no hubiera mañana (no
habíamos probado bocado desde el desayuno-comida en Angkor Wat). Me resulta
difícil recordar un momento de mi vida en el que haya estado más cansado,
sediento y hambriento que tras aquella veloz carrera de una hora que ha
rematado un día absolutamente extenuante. Hemos montado en bici recorriendo la
abrasadora ciudad de Angkor durante 13 horas.
Esta vez no hay cerveza, ni charla de buenas noches, desfilo
como un zombie hacía el dormitorio y me deslizo dentro de la mosquitera, sobre
mi ruidoso colchón plastificado, donde desfallezco. No sin antes poner la
alarma a las cuatro y media, hora a la que hemos decidido levantarnos para ir a
los templos a ver la salida del sol.
Ni los de Lonely Planet conseguirían un relato tan evocador.
ResponderEliminarSoy más bien de urbes modernas pero reconozco el poder y la fascinación de sitios tan exóticos.
Hace falta valor para subirse a ese motocarro, ir por esos andurriales para ver esas ruinas tan ruinosas.
Veo que alternas el pollo con el cerdo. Proteinas en todo caso.
Cuidate man. Besos