Cuando
uno se monta en un autobús que lleva a las selvas más antiguas del planeta, no
puede dejar de sentir una cierta inquietud, una ligera sensación de relevancia
relacionada al viaje que está a punto de emprender. Junto con recuerdos de lo
ocurrido en las profundidades de las Cameron Highlands, esta sensación me
acompaña durante todo el viaje a Jerantut.
Jerantut.
Esta ciudad desértica y diminuta, cuyo nombre me suena algo egipcio, es la
primera antesala en el viaje al parque nacional de Taman Negara, un gigantesco
territorio que se extiende a través de tres estados de la Malasia continental. Se
considera que la selva tropical protegida por los límites de este parque
nacional, al no haber sufrido el efecto de glaciaciones, erupciones volcánicas
u otras alteraciones naturales de su esencia, es la más antigua del planeta,
con 130 millones de años a sus espaldas.
A este viaje se unieron mis compañeros ya habituales
Angelo, J y Alberto, y algunos nuevos: Cassandra, una alemana de mirada gélida
capaz de petrificar al más pintado, Guiseppe, un italiano obsesionado con
conspiraciones masónicas e influencias extraterrestres en las civilizaciones
antiguas de la humanidad, y su novia, Beatrice, también italiana, capaz como enfermera,
y muy mona.
En
Jerantut hacemos escala, pues es de noche cuando llegamos allí, y el barco que
remonta el río hasta la entrada de la selva no sale hasta las nueve de la mañana
del día siguiente. Puedo decir que el hostel es el peor en el que he estado
hasta ahora en Malasia, aunque también el más barato. Una de las habitaciones
está pobremente aislada de los efluvios del baño y en la otra hay un recorrido
de hormigas que pasa por una de las camas. Al descubrir los insectos, negocio
un poco con el recepcionista, un tipo muy risueño y algo novato en el regateo,
y consigo que rebaje un poco más el precio ya irrisorio de la habitación. Al
final pasamos la noche allí por dos euros y medio cada uno.
A la
mañana siguiente, otro autobús nos lleva hasta el embarcadero de Kuala
Tembeling, donde cogemos un barco long tail, muy típico del sudeste asiático,
hasta Kuala Tahan, aldea a las puertas de la jungla. Remontar el río Tembeling nos
lleva tres horas. Se trata de una experiencia muy grata porque el long tail va
muy pegado al agua, haciendo el paseo más refrescante, y porque el paisaje en
ambas riberas es una galería de imágenes de una gran belleza. Vemos una gran
nutria en una playa y una manada de búfalos de agua a remojo junto a una ladera de un verde
brillante. Hace mucho sol.
La jungla desde el río |
Remontando el río Tembeling |
Remontando el río Tembeling |
Cala y jungla |
Al
llegar, comemos mee hoon (noodles fritos) en uno de los restaurantes flotantes
de Kuala Tahan, instalados en casas-barco que se balancean sobre las aguas
verdosas del río. Todo se mueve un poco cuando algún barco pasa y crea una
diminuta ola que desplaza ligeramente el restaurante entero.
Es tras
la comida cuando empieza la verdadera organización del viaje, que nos traerá
quebraderos de cabeza durante las próximas horas. Para ir a la oficina central
del parque, es necesario cruzar a la otra orilla del río, donde unas escaleras
parecen adentrarse directamente, sin más preámbulos, en la oscuridad de la
selva, así que llamamos a uno de los conductores de los pequeños barcos y le
pagamos un ringgit por llevarnos al otro lado del ancho caudal del Tembeling.
Restaurantes flotantes en Kuala Tahan |
Una vez
en la oficina preguntamos si es posible acceder sin la compañía de un guía a la
parte Norte del parque, más profunda, para llegar a la cual habría que remontar
el río durante tres horas más. La respuesta es negativa. También pregunto si es
posible acampar en el Bumbun Kampung, una paranza (caseta elevada construida
para la observación segura de animales) situada en la línea divisoria que
separa la parte sur y segura del parque y la parte norte a la que solo se puede
acceder con guía. La respuesta, para mi inmensa frustración, es también
negativa; aparentemente, la caída de un árbol ha destruido parcialmente la
paranza y esta se encuentra inhabilitada. Nuestras aspiraciones de observar la
fauna nocturna desde allí se van al traste, si bien, nos comunican que hay una
zona de acampada cercana, a ras del suelo. Los empleados de la oficina, muy
desagradables y poco dispuestos a ayudar con nada, nos dicen que puede ser
peligroso, ya que por esa zona pueden aparecer tigres, panteras o elefantes,
que, aunque escondidos y casi inofensivos de día, pueden transformarse en un
peligro muy real por la noche. De todas formas, se trata tan solo de una
recomendación, no nos prohíben hacerlo.
Reflexionando
sobre el siguiente paso, nos adentramos durante media hora en la parte light del parque, la que rodea la
oficina central. Salvo por un par de lagartos monitor pequeños y una paranza con buenas
vistas, el paseo no vale gran cosa, sobre todo porque el camino está estropeado
por una pasarela de tablones de madera que ha sido instalada en toda el
recorrido, quitándole gran parte del encanto a la selva. Es precisamente por
esto por lo que tomamos la decisión definitiva de ir a la parte Norte del
parque, cueste lo que cueste.
Vistas desde la paranza |
Lagarto monitor |
Durante
este paseo, J y Angelo se me acercan y me piden por favor que baje el ritmo,
pues resulta que Cassandra les acaba de comentar, de pasada, que tiene asma y
ya está empezando a pasarlo mal. Buen momento para contárnoslo sin duda, cuando
ya es demasiado tarde para sugerirle que quizá no sea la mejor idea para un
asmático el venir a hacer trekking a una asfixiante selva tropical.
De todas
formas, volvemos a la otra orilla del Tembeling con nueva determinación y
empiezo a preguntar por un guía en los restaurantes flotantes. Según tengo
entendido, esto era algo que se podía hacer en el pasado, contratar a un
lugareño random en los restaurantes y pedirle que ejerciera de guía para poder
acceder a la selva más profunda, si bien hoy en día, un par de agencias se han
hecho con el monopolio de guías y la única manera de conseguir uno es bajar la
cabeza ante sus precios desorbitados.
Es un
momento difícil del viaje, pues en el sitio más barato nos están pidiendo más
de mil ringgits por contratar al guía durante dos días y alquilar las tiendas
de campaña. Al menos se pliegan al recorrido que yo les indico en el mapa, y
nos dicen que es posible hacerlo en el tiempo que tenemos antes de que el Lunes
salga el último barco de vuelta a Jerantut y el último autobús de vuelta a KL.
Cierto regateo
que lleva a una nimia bajada de precio no elimina el enfado por el robo que
supone, aun así pasamos por el aro y soltamos los billetes. Mientras esto
ocurre, uno de los guías de la agencia vuelve con otra expedición, así que
tengo la oportunidad de hablar con él acerca de la zona de acampada en la que
pensamos pasar la noche. Él se muestra muy preocupado, y me dice que no acampemos
junto a la paranza semi-destruida, pues esa misma mañana él mismo ha avistado
una pantera negra persiguiendo a un jabalí en la zona y presume que aún seguirá
por allí. Me cuenta que desde que cayó el árbol sobre la paranza hace un mes,
nadie ha pasado la noche en el campamento cercano debido al peligro que
entraña. Parece muy convencido, así que al final decidimos cambiar el lugar de
acampada por una cala junto a uno de los poblados de los nativos Orang Asli
que hay subiendo el Tembeling. El lugar es más cercano al río y a la gente, y
por tanto, más seguro. El guía no puede seguirnos hasta la mañana siguiente,
pues necesita descansar, así que una vez decididos nos montamos sin más
preámbulos de nuevo en el long tail y remontamos el río un poco más hasta
llegar a la playa.
Orang
Asli (que significa literalmente “gente nativa” o “gente original”) es el
término que se usa para referirse a los pobladores primigenios de Malasia, los
que estaban antes de que llegaran los barcos dragón chinos, y antes de los
primeros pobladores indios musulmanes. Técnicamente, provienen de las mismas
raíces étnicas que los malayos, solo que ellos no han abrazado ni la religión
musulmana ni la civilización moderna como si han hecho estos últimos. Ellos
siguen viviendo en poblados diminutos en la selva y continúan manteniendo las
viejas tradiciones animistas.
Son
aborígenes, no hablan la lengua común de Malasia y viven en la selva, pero el
concepto del dinero no les ha pasado desapercibido: por pasar la noche en su cala cobran 10 ringgits a los viajeros. No es dinero, pero después de pagar al
guía estamos, literalmente, sin blanca (y algunos endeudados), así que le
pedimos al conductor del barco que por favor nos deje en una playa gratuita.
Cuando
desembarcamos es prácticamente de noche, así que algunos nos apresuramos a buscar
leña en las inmediaciones de la selva, que se alza ya salvaje tan solo unos
cuantos metros después de dejar atrás la tierra blanquecina de la playa,
mientras otros montan las tiendas de campaña.
La cala |
La cala con las tiendas y Cassandra sentada de mal humor |
La cala tiene unos cien metros de longitud, y está desierta salvo por un par de
pescadores locales que han colocado sus nasas (jaulas de peces) en el extremo
norte, bastante alejados de donde decidimos plantar las tiendas. Pese a la
presencia de estos silenciosos individuos, la sensación de aislamiento es
considerable. Cuando la oscuridad va apoderándose de los gigantescos árboles
que bordean ambas orillas del Tembeling, el efecto opresivo de la jungla y sus
sonidos cae sobre nosotros, acongojante, haciéndonos sentirnos afortunados por
tener cerca la apertura que supone el río y no encontrarnos aislados en mitad
de la oscuridad total que debe experimentarse en el interior del
inconmensurable entramado salvaje.
La
noche es relativamente clara, aunque unas nubes espesas de lentos movimientos
cubren inclementemente la luna y las estrellas poco después de que estas salgan
a lucirse deslumbrantes en la negrura de un cielo incorrupto. Las siluetas de
los árboles monstruosos de ambas orillas, no obstante, siguen distinguiéndose
durante toda la noche, observándonos y evaluándonos como a lo que somos,
diminutas criaturas acampanado en mitad de sus dominios milenarios.
El
fuego funciona relativamente bien, así que nos permitimos el lujo de calentar
(ligeramente) las latas de judías, atún y carne de búfalo en salsa que hemos
comprado para sustentarnos durante la expedición (prometo que no tuve nada que
ver con la decisión, que aún a día de hoy no comprendo, de comprar judías
enlatadas para una excursión de varios días en la jungla en la que lo más
parecido a un váter que nos encontraríamos sería un hormiguero con un gran
agujero lleno de voraces termitas – nadie lo usó, resistimos).
En
mitad de la cena, las primeras gotas de una lluvia cálida caen en el interior
de las latas abiertas que comemos con ansia (los demás comen con menos ansia
que yo, la verdad). Un trueno lejano resquebraja sordamente la tranquilidad
nocturna, no es una buena señal. En ese momento recuerdo la última noche que
pasé en una tienda de campaña inundada durante una gran tormenta; tenía siete
años y era boy scout, no la recuerdo como la noche más reparadora de mi vida.
Pronto,
la lluvia se intensifica. Eso es lo que ocurre con las tormentas en el trópico,
atacan por sorpresa, y son unas cabronas muy rápidas. En un momento el fuego ha
dejado de existir y las gotas restallan con fuerza contra la lona tensa de las
tiendas y contra las latas que nos hemos visto obligados a abandonar junto a la
modesta hoguera. Nos guarecemos rápidamente en el interior de nuestros refugios.
Se producen estrujamientos y agobios considerables, pues en la tienda de los
chicos tenemos que entrar cuatro hombres hechos y derechos con sus respectivas
mochilas, y es un iglú de los modestos (y viejo).
El buen
olor y la comodidad no las hemos dejado en Jerantut, y ambas, tierra y agua,
reclaman también su pequeño hueco en el calor asfixiante que desplegamos en el
diminuto espacio a nuestro alrededor. Concretamente, el agua es persistente y
se abre camino tan fluida como descaradamente a través de la maltrecha cremallera.
En
estos momentos de gran molestia, con el cuello doblado contra la lona del techo
de la tienda, me acuerdo de la botella de wiskhy tailandés que he traído
conmigo, convenientemente a mano en un bolsillo lateral de mi mochila. La
lluvia arremete contra la tienda con una fuerza desconocida en el mundo
occidental, los truenos parten ahora el cielo en dos con un estruendo digno de
ser considerado un preludio del fin de los tiempos, y teniendo en cuenta que
estamos pobremente sujetos a la arena de una playa a menos de diez metros de un
gran cauce de agua, uno no puede dejar de estar algo intranquilo. Por suerte,
los tragos están allí conmigo. La marca del wishky es Thai Song. Yo considero el nombre apropiado, pues, cuando uno se
despierta en la mañana subsiguiente a un abuso de este brebaje, la sensación
debe de ser en efecto, similar a la de haber tenido a un tailandés cantando
canciones en tu oído a voz en grito durante al menos gran parte de la noche. Lo
bueno: una botella de 170 mililitros (fácilmente ocultable en casi cualquier
bolsillo) tan solo vale cinco ringgits (1,25 euros) en la licorería de
Segambut, y es por eso que se ha convertido en la bebida oficial de mi vida en
Malasia.
Inesperadamente,
una media hora después de haber comenzado, la lluvia se detiene lentamente. Se
producen gritos de júbilo y todos salimos de la tienda, de nuevo con empujones
y premura, pues el olor y el calor en el interior del iglú provocan arcadas.
El
clima en la playa es ahora fresco y muy agradable, y aún son las nueve de la
noche, por tanto, nos sentamos en la arena mojada y sólida, liamos cigarrillos
y rulamos la botella de Thai Song. En
la orilla de enfrente, entre las copas de los árboles, aparecen unas luces
brillantes y diminutas que se mueven y desaparecen para luego volver a
materializarse y efectuar vueltas sobre sí mismas, recorridos intrincados e
intermitentes, como bailarines luminosos sobre una pista de un hielo del color
negro más puro. Yo me empeño en afirmar que son fuegos fatuos, espíritus de la
noche selvática, y me cercioro de que los demás también los están viendo para asegurarme
de que la jungla no me está haciendo perder la cabeza tan rápido, cuando
todavía no me he internado en ella ni siquiera durante un día. Alguien que sabe
más que yo sobre la fauna tropical asegura que son luciérnagas, y debido a la
cantidad de puntos luminosos que se arremolinan entre las copas de las grandes
siluetas arbóreas, debe tener razón.
Sean lo
que sean, poseen una capacidad hipnótica formidable. Durante unos largos
minutos, todos callamos y admiramos con gran placer y gran sosiego las
evoluciones de aquellas luciérnagas o de aquellos espíritus.
Llama la atención, para un nativo de Aizgorri, tu afición por las junglas.
ResponderEliminarAunque ellos se cuidarán de vuestra presencia, ojo con los animales.
Y no te acerques mucho a esa Medusa germánica.
Besos man.
Una auténtica medusa, una acémila como dice mi madre..jajaja
Eliminaryo que creo que de insectos entiendo algo, corroboro que lo más fácil es que se tratase de alguna especie de luciérnaga tropical, que quizá lo único que tiene que ver con las de aquí es la luz.
ResponderEliminarEnvidiables tus noches en la jungla tropical.Te has planteado capturar insectos para venderlos cuando vengas?. Te digo que ahí hay una pasta.
Un beso, y no dejes de contarnos cosas.
Hey! gracias por comentar tío! dices insectos vivos o muertos? no se yo si en la frontera les iba a molar que me llevara sus bichos..
Eliminarme refiero a bichos muertos. No tienes que pasarlos por la frontera. Cuando vayas a venir, te los envías por correo a tu casa. Yo recibo muchos de las Cameron Highlands, de Tapah Hills y de algún otro sitio de allí. Lo puedes pensar
EliminarTe llegan desde aquí? que guapo, a ver si me los enseñas un día, debes tener la casa llena no? Un abrazo
EliminarVitin, estoy leyendo con autentica pasión todas tus peripecías en Malasia de un tirón. Ha sido intensamente ameno, gracias por compartir tus aventuras.
ResponderEliminarMe intriga un poco que no cuentes tus pensamientos en cuanto a futuro: los 60 días habrán pasado, a partir de ahora que vas a hacer? El trabajo en la ONG será gratificante pero...