Camboya es un país pobre. Esto es lo primero con lo que me
encuentro nada más salir del aeropuerto internacional de Phnom Penh. No es que
no lo supiera, ya sabía que Camboya ocupa el séptimo lugar en la lista de los
países más pobres de Asia, y tampoco es la primera vez que viajo a un lugar en
arduas vías de desarrollo, pero supongo que encontrarse de nuevo en mitad de la
miseria es una sensación que nunca deja de impactar.
Los conductores de tuk tuk (taxi-moto con un carrito detrás
para llevar cómodamente al cliente) se abalanzan sobre mí con desesperación.
Encogiéndome de hombros, les digo que no pago más de 7 dólares por ir al centro
(es bastante, pero he leído en un foro que es imposible ir del aeropuerto a la
ciudad en tuk tuk por menos). Algunos pierden el interés y al final uno, el más
insistente, que lleva intentando ayudarme con el macuto desde que he salido por
la puerta automática, se lleva el premio.
Nada más salir a la polvorienta avenida principal que
conduce a la ciudad nos vemos absorbidos por el tráfico local: una amalgama
sucia y ruidosa compuesta en su mayoría por motos re-tuneadas de aspecto
retro-futurista, tuk tuks cochambrosos que parecen a punto de perder
irremediablemente el vagón de los pasajeros en mitad de la agitada carrera, y
coches renqueantes que expelen humo denso y negro desde sus maltrechos tubos de
escape. No hay carriles, todos circulan muy juntos, serpenteando caóticamente
por donde el espacio lo permite. Esto, unido a los cascos variopintos, las
melenas, y las máscaras que los conductores de las motos llevan para evitar el
humo y el polvo, acrecienta la sensación de estar en mitad de una especie de
carrera post apocalíptica en pos de las últimas reservas de gasolina.
Toda la llegada me recuerda a Nepal, o a Etiopía, donde las
secuencias fueron muy similares. Cambia el idioma, el clima, el color de la
piel, pero el caos reinante en estos países conserva su esencia auténtica y
refrescante. Sus bases son siempre las mismas: Tejados de contrachapado,
casetillas con modestísimos comercios y restaurantes en cada esquina, perros de
nadie, bloques sucios de viviendas, basura por todas partes, ruido constante en
las calles, polvo, humos negros, olor a fritanga, niños por todas partes y una
vida social común muy activa, fruto del desempleo galopante, la urgencia de
ganarse la vida en la calle y la falta de opciones de ocio. La alegría y la
tristeza conviven puerta con puerta en las barriadas. La muerte, y la vida,
están muy presentes, todo resulta más intenso, más simple, más frugal, más
veraz que en nuestro mundo occidental. Puede amarse o puede odiarse, pero la
vida se ve de una forma diferente cuando se está en estos lugares, de eso no
cabe duda.
El conductor del Tuk Tuk, como era de esperar, me lleva
directamente al hostal de su amiguete, que sale rápidamente a la calle a
ofrecerme una habitación por diez dólares. Tras un par de lances de regateo me
la deja en ocho, pero aun así decido darme una vuelta y ver si puedo encontrar
un cuchitril más barato. Camino un rato por el centro, entrando en contacto con
el ambiente esta vez a pie. Hay un mercado lleno de productos locales similares
a los que se pueden encontrar en cualquier mercado asiático. El bullicio es
mayúsculo. Una chica me sonríe y me toca el hombro al pasar junto a mí en la
algarabía de los puestos. Continúo y encuentro un hostal por siete; no me
convence, luego otro por seis, pero el recepcionista tiene mirada de asesino
así que me largo de allí.
Tras un rato de ver habitaciones sucias y malolientes me
paro a pensar. El hecho es que el manager del primer hostal me ha caído bien,
así que decido vovler hacía allí. Como he andado bastante, no estoy del todo
orientado. Un hombre en moto se para espontáneamente junto a mí y se ofrece a
llevarme gratis. No es taxista, pero al mirarle a la cara no atisbo rastro
alguno de malas intenciones, así que me subo con él. Me lleva en cinco minutos
al primer hostal y, pese a que yo sospecho que va a intentar scarme una
retribución, cumple su palabra y no pide nada. Con una sonrisa sincera se
despide y se marcha con su moto.
En Camboya (como supongo, en la mayoría de países en vías de
desarrollo en los que un gran porcentaje de la gente no tiene acceso a oficio
ni a beneficio y vive de lo que puede sacar en el día a día), el contacto con
la gente local se vuelve continúo e intenso. Es difícil andar más de tres
minutos por la calle sin que alguien se dirija a ti, ya sea para ofrecerte tuk
tuk (esto llega a ser agobiante para alguna gente, de hecho vi varias camisetas
con el mensaje “no tuk tuk please”), “bum bum” con una chica local, insectos
fritos, o simplemente un saludo amable. Un diminuto porcentaje de estas
personas que se acercan a ti a cada paso, lo hacen con malas intenciones, ya
sean estas robarte, timarte, o llevarte a un sitio para que otros te roben o te
timen. Es por esto que en estos lugares la intuición cobra una importancia
vital, la capacidad para atisbar lo que hay más allá de los ojos de una
persona, para reconocer bondad o maldad en sus intenciones; se trata de conocer
cosas sobre otros seres humanos sin necesidad de hablar, sin que ellos puedan
ocultar su naturaleza. Es esta intuición la que me dice que no debo preocuparme
al montarme en la moto con ese hombre.
Una vez alojado en el hostal, en una habitación pequeña y
asfixiante, con insuficientes ventiladores y una cama quejumbrosa, decido darme
una vuelta para ver qué se cuece en la noche de una ciudad como Phnom Penh.
Camino hasta el río Tonle Sap, un caudal gigantesco que atraviesa la urbe y se
junta con el larguísimo río Mekong en el sur de la misma, formando una gran V.
El Tonle Sap es tan ancho que apenas se ven los edificios pobremente iluminados
de la orilla de en frente. Me siento un rato y observo los barcos que pasan.
Una señora mayor me ofrece manzanas que rechazo con un gesto amable. Sigo
bajando por la ribera y me encuentro de bruces con la gran pagoda budista cercana
al palacio real. El budismo Theravada es la religión oficial de Camboya, también
dominante en Laos, Birmania, Tailandia y Sri Lanka. Se trata de un budismo
primigenio, más cercano y ortodoxo para con las enseñanzas originarias del Buda
que la corriente Mahayana, también conocida como budismo tibetano, y profesada
en Tíbet, China, Japón, Corea, Vietnam y Taiwán.
Las pagodas camboyanas son muy llamativas, sobre todo cuando
uno las ve por primera vez. Son edificios grandes y rectangulares, muy
coloridos y con tejados múltiples que acaban en dos puntiagudos extremos. Producen una
sensación de majestuosidad que contrasta poderosamente en mitad de la ciudad
sucia y empobrecida que los rodea por los cuatro costados.
Pagoda camboyana |
Decido dar una vuelta admirando la grandeza del palacio
desde las suntuosas verjas que lo rodean. En la calle de atrás, donde la gente
y la luz escasean, encuentro una gran mansión colonial abandonada, muy
descuidada pero aún llamativa. Un gran blasón ennegrecido en la fachada
principal evidencia que algún francés de una familia muy muy rica vivió allí en
algún momento. En la puerta hay un guardia camboyano que no habla inglés. No
parece importarle mucho su trabajo porque paso junto a él sin problemas, rodeo
el majestuoso cadáver del edifico, amortajado copiosamente por plantas
enredaderas, y solo cuando me dispongo a acceder al interior por la puerta
principal recibo un tímido aviso del guardia, que me pide por favor, casi
rogándome con gestos (pues, como muchos camboyanos, no habla ni una palabra de
inglés) que no le meta en un lío colándome.
Salgo andando hacía atrás observando el intrincado escudo de
armas, envuelto de un misterio creado por las plantas que crecen a su
alrededor, la trémula iluminación, y la soledad del lugar.
La mansión, al día siguiente |
Junto a la mansión francesa hay un edificio moderno e
iluminado. Desde uno de los pisos me llega el sonido de una banda tocando en
directo. Suena bien, así que doy la vuelta a la manzana, pasando por un parque
muy animado, lleno de camboyanos jóvenes bebiendo cerveza sentados
relajadamente en el césped (viniendo de un país musulmán, estás imágenes llenan
de júbilo) y accedo al edifico en cuestión.
El bar está en el tercer piso, tiene unas buenas vistas de
la unión entre el Mekong y el Tonle Sap desde su terraza, y está muy animado.
Los clientes son mayormente internacionales, pues la cerveza
es probablemente demasiado cara para los jóvenes camboyanos (dos dólares) y la
banda tiene un gran nivel. En un principio, pienso en pedir tan solo una
cerveza, otear un poco el ambiente y escuchar un par de canciones de la banda,
pero la calidad de la música me hace quedarme durante casi una hora y media y
pedir tres cervezas. Pese a que el conjunto cuenta con dos trompetas, un gran
guitarrista y una exuberante cantante de color, yo como siempre, me quedo
embobado mirando a la batería, sin casi prestar atención a lo demás. El tipo
que la toca es un auténtico animal. Me quedo hasta que acaban para hablar con
él. Es entonces cuando me presenta a algunos otros miembros de la banda y me
cuenta que lleva tocando 20 años, que vive de la música, y que toca con cuatro
grupos de estilos muy diferentes. Es australiano y, pese a que me resulta un
tipo agradable, me hace sentir que he desperdiciado una gran oportunidad de ser
realmente bueno en algo que me apasiona al haber empezado a tocar tan tarde.
Cuando el grupo se dispersa y cada uno se va a sus cosas
(después de todo, solo tienen un descanso de 20 minutos antes de volver a
tocar) yo me voy abriendo. En la entrada del bar me encuentro con una pareja
que ha llegado en el mismo avión que yo. Sé que son españoles, en esto sí que
tengo un porcentaje del 100% de acierto. El tío me saluda con un gesto y me
paro a hablar con ellos. Son Guille (ella) y Breogán (él), y son sin duda, la
mejor gente que voy a conocer en este viaje. Más tarde volveré a
encontrármelos, pero en este momento tan solo intercambiamos números tras una
breve charla pues yo quiero ir a probar algún otro sitio.
Es la una de la mañana y las calles de Phnom Penh, a
excepción del bulevar que circula a lo largo del río, están empezando a
quedarse vacías (salvo por la gente que duerme en la calle, que no es poca). La
iluminación pública es nula en muchas de ellas, por lo que prefiero caminar por
el centro de la calzada para sentirme más seguro y poder ver y tener tiempo de
reacción si alguien se me acerca.
He oído hablar bien del Sharky bar así que pregunto a unos
camboyanos sentados en la acera. Me indican bien, aunque el bar está algo
vacío. No obstante, están poniendo Iron Maiden y eso merece una cerveza, así
que me la tomó observando la partida de billar de unos desconocidos. Hablo un
poco con una chica camboyana que está junto a mí en la barra, sospechosamente
atractiva y solitaria, pero decido irme a casa al rato, pues ella no habla casi
nada inglés, a mí ya me baila un poco la lengua por la cerveza, y tengo
intención de levantarme pronto a la mañana siguiente.
De camino a mi cuchitril, me detengo unos segundos a
observar la luna rojiza sobre el río Mekong. La ciudad está tranquila y
desierta, oscura y durmiente, preparándose para afrontar otro día de salvaje
supervivencia.
Pues muy bueno chico , muy bueno.Con respecto a eso de que es tarde para la bateria , tanto para eso como para cualquier otra cosa es un pensamiento que no lleva a gran cosa.
ResponderEliminarMi opinion , por supuesto
ResponderEliminarPues razón no te falta. Aunque en realidad eso no me ha hecho dejar de tocar, lo he hecho prácticamente todas las semanas desde que empecé, incluso aquí en Malasia donde tuve la suerte de encontrar un centro en la misma manzana en la que trabajo.
EliminarDe todas maneras, creo que pensar que voy a ser el próximo batería de Metallicca tampoco me va a llevar a ningún sitio, pero esto ya lo digo por tocar un poco los huevos. Gracias por ser de los pocos Swolims que lee el blog, espero que estés bien alimentado allá donde yazcas ahora
¡Me ha encantado leer tus experiencias!
ResponderEliminarGracias por leer Aida!
EliminarEl comienzo a lo Mad Max prometía. Luego barrunté Blade Runner. Espero la continuación Mekong arriba (Apocalipse now). Besos man. Cuidate.
ResponderEliminarA este paso vas a recorrerte Asia entera! el relato está genial, engancha! ya quiero saber qué pasará con esos españoles y si te fallará o no esa intuición necesaria para moverte. Un beso
ResponderEliminarOjalá a lo primero, y a lo segundo, pues mañana si todo va como está previsto publico la segunda parte de Camboya. Un beso y gracias por leer siempre sole!
EliminarNo he comentado nada hasta ahora pero como al resto de tus compatriotas me parecen unos escritos buennniiiisiiimmmmooooss. Gracias Vitín por deleitarnos con unas experiencias-reflexiones inmejorables. Besos y cuídate de vez en cuando, ya sabes...tendencia.
ResponderEliminarEY! Gracias por leer Pilar. Me cuidaré, no te preocupes ;)
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