Una molestia me despierta por la mañana, muy temprano. Según
mi cuerpo recupera sus capacidades sensoriales, la tímida molestia se
transforma lentamente en un dolor agudo imposible de pasar por alto para seguir
durmiendo. La irritación, o lo que sea que tengo en los costados, ha aumentado
considerablemente, tengo la piel seca y cuarteada y empiezo a estar seriamente
preocupado de haber pillado algo chungo.
Para compensarlo, decido darme un lujo y me pido el desayuno
inglés del hostal que incluye huevos fritos y salchichas (esas salchichas
asiáticas deshechas y vacías por dentro).
Después voy a una agencia de viajes junto al río y compro
mis billetes a Siem Reap, segunda ciudad más grande de Camboya, al Norte, y
antesala de Angkor Wat, para el día siguiente. Según el tipo que me vende los
billetes, es imposible ir en barco remontando el Tonle Sap, como había pensado,
pues al encontrarnos en la estación seca el caudal del río es demasiado escaso.
Después de pagar los billetes, como era de esperar, la gente
de la agencia empieza a acosarme para que contrate más actividades con ellos.
Es entonces cuando uno de los momentos más surrealistas del viaje ocurre. Uno
de los dicharacheros empleados me ofrece llevarme a los campos de exterminio de
los Jémeres Rojos, a una hora de Phnom Penh, en su tuk tuk. Le digo que quizá
me interese, e indago por el precio. Es entonces cuando el hombre me ofrece
llevarme después a un campo de tiro que hay en el camino de vuelta. Me ofrece
disparar Kalashnikovs, ametralladoras M60 e incluso un bazooka. Los precios son
algo desorbitados (por el bazooka 200 dólares), y, si se paga aún más, se
ofrece la opción de disparar contra animales vivos, pudiendo elegir entre pollos,
cerdos, o incluso una vaca. Lo más chocante, en cualquier caso, es que al
personaje no se la caiga la cara de vergüenza al ofrecer un tour que incluye
una parada en unos campos de exterminio y después en un campo de tiro…
(Mi cara después de escuchar al tipo: https://encrypted-tbn0.gstatic.com/images?q=tbn:ANd9GcTo3op5Ul2XA_flzoep_j8movC2iwZLToWoMuVoSbz8xEiSGO8ouA )
Sorprendido por el desapego mostrado por este joven
camboyano hacía su reciente historia pasada, salgo de la agencia y me encaminó
al sur, hacia el palacio real.
Por el camino, atravieso una calle solitaria y me cruzo con
un motorista que circula tranquilamente, le saludo con la mirada e inclinando
la cabeza como hago con casi toda la gente que me cruzo y entonces él ve su
oportunidad. Se para y me acorrala, tratando de llevarme a los campos de
exterminio a toda costa. Le regateo el precio de 15 dólares a 10, solo por
probar. No pensaba ir, pues creía que ya había tenido suficiente sobre las
Jémeres Rojos después de Tuol Sleng, pero el tío insiste y 10 dólares no está
tan mal. Ya me han vuelto a liar…
Introducirse en lo más profundo del tráfico camboyano
agarrado malamente en la parte trasera de una moto vieja y diminuta es una de las
experiencias más sucias que he tenido en mi vida. Se hace difícil no inhalar de
lleno alguna de las cientos de bocanadas de humo negro que los tubos de escape
te exhalan en la cara por doquier. Al no estar muchas de las calles y
carreteras asfaltadas, el polvo también es una molestia a considerar. Entiendo
ahora por qué tantos de los conductores de estas motillos se cubren con
mascarillas de diversos colores.
Aun así, el paseo resulta agradable. Antes de salir de la
ciudad, pasamos frente al monumento a la Liberación, con esas figuras de cara
cuadrada tan características de inspiración estalinista. Fue erigido tras la
entrada de los vietnamitas en Phnom Penh que acabó con el control de los
Jeméres Rojos sobre Camboya en 1979 (acabó con el control, ojo, que no con el
partido, que siguió luchando en las selvas del norte del país como una
organización revolucionaria hasta la muerte de Pol Pot - de viejo - en 1997).
Monumento a la Liberación |
Después salimos al campo, a la masiva Camboya rural que
abarca absolutamente todo el país a excepción de las dos o tres ciudades
grandes. Es un paisaje muy plano y muy vasto, puede verse a kilómetros de
distancia porque el día es muy claro, y el impacto que causa al aparecer por
primera vez tras los últimos edificios de Phnom Penh es cautivador.
El motorista, cuyo nombre por desgracia no recuerdo (los
nombres camboyanos son asonantes y muy difíciles de guardar en la memoria),
intenta hablarme bastantes veces durante el camino, si bien tiene un nivel de
inglés que no supera las barreras sónicas de su casco y de los coches de
alrededor.
Aparecemos en los campos de exterminio de Choeung Ek tras
poco menos de una hora. Me han dicho que la audio-guía proporcionada con el
precio de la entrada (5 dólares) es de muy buena calidad e incluye una gran cantidad
de información, así que me propongo intentar formarme una opinión más documentada
sobre los terribles sucesos del periodo 74-79 y llegar quizá a dilucidar la
respuesta a una sencilla y al mismo tiempo muy compleja pregunta que me ronda
la mente: ¿Por qué?
No quiero hablar mucho más sobre los Jémeres Rojos, pues ya
me extendí demasiado con el tema en mi anterior entrada. Baste decir que Choeung Ek es un lugar muy triste, donde lo que
más me impresionó, a parte evidentemente de las fosas comunes excavadas por
todas partes (en las que aún pueden verse huesos humanos sobresaliendo de la
tierra), fue las armas usadas para las ejecuciones. Azadas, hachas, cuchillos
sin filo, guadañas y otras herramientas propias de la agricultura se
transformaron allí en portadores de muerte. La deficiencia de estas armas
provocaba que muchas de las víctimas que caían a las fosas estuvieran aún vivas
después de los golpes o cortes. Esto se solucionaba rociando los cuerpos con
productos químicos corrosivos que además acaban con el olor a podredumbre.
El llamado árbol del exterminio también se apoderará, por
desgracia, de un hueco en mi memoria: un lugar consagrado a la infamia humana
donde los hijos bebés de los ejecutados eran cogidos por los pies y golpeados
hasta la muerte contra la rígida corteza del árbol. Recordemos que una de las
máximas de la política de exterminio de Pol Pot indicaba específicamente la
necesidad de eliminar a los niños para que estos no pudieran vengarse cuando
fueran mayores.
El santuario central, con más de 5.000 calaveras humanas dispuestas
en varios niveles de una stupa, tampoco se queda atrás a la hora de encoger el
estómago del visitante.
En efecto, la audio-guía es de una calidad remarcable,
incluyendo testimonios tanto de víctimas como de verdugos, pistas de audio con
sonidos de la época (una concreta bastante impactante con las canciones
revolucionarias que los verdugos ponían a todo volumen durante la noche,
mientras las ejecuciones eran llevadas a cabo, para cubrir los horribles gritos
de los asesinados) e historias individuales muy bien narradas en una multitud
de idiomas, incluido el español.
La tranquilidad y el silencio que se respiran hoy contrastan
con la historia de barbarie que el lugar acarrea irremediablemente a sus
espaldas. Esta trata de escapar de su olvido adoptando la forma de girones de
ropa y huesos humanos que surgen horriblemente de la tierra y las raíces a cada
paso, produciendo gran desasosiego en el caminante tranquilo.
En Choeung Ek
llegaron a ejecutarse a trescientas personas diarias. Hasta el momento, 8.895
cuerpos han sido descubiertos y recuperados de las garras de la tierra sin
nombre de las fosas comunes, pero, como se ve a primera vista, muchos más yacen
aún, deshaciéndose olvidados en este lugar, que fue el mismísimo infierno en la
tierra.
http://www.youtube.com/watch?v=lrSHZNuBWW4&feature=youtu.be
Para ver fotos de los campos de exterminio, remito al lector
de nuevo a mi álbum sobre el genocidio, donde puede verse retratado el horror: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.455858281157029.1073741828.100001985835728&type=3
El por qué Pol Pot pensó que debía matar a un 25% de sus
compatriotas para mantenerse en el poder (las masacres se produjeron una vez
que ya estaba en el gobierno, así que no fueron un medio para llegar a él) es
algo que quizá algún psicólogo que estudie su mente enferma pueda decirnos.
Pero él es solo una persona, un caso aislado y anómalo, un error estadístico,
sin embargo, ¿Cómo es posible que los camboyanos, los ejecutores, las cientos
de personas que ayudaron a asesinar a miles de compatriotas, hicieran todo
aquello? Esta gente amable, bondadosa, hace 40 años mató a sus propios compatriotas,
a vecinos y a amigos, y a los hijos de sus compatriotas, vecinos y amigos.
Es una cuestión muy difícil de abordar, y por supuesto, no
me atrevo a sonsacar directamente sobre el tema a ningún camboyano. Lo hago si
acaso de forma tímida, y obteniendo muy poca respuesta, pues ellos también
evitan hablar sobre esto. La única explicación posible, como siempre ocurre, es
un compendio de explicaciones. Una serie de razones y factores entre los que
probablemente destaca la extrema pobreza de la población, la desesperación
(tras los bombardeos americanos de la guerra de Vietnam, Camboya era un país
deshecho), la incultura de la gente, su desconocimiento, su escasa consciencia,
y por supuesto un líder carismático. Porque suponemos que el demonio Saloth
Sar, Pol Pot, en algún momento de su vida tuvo un gran carisma (es curioso
encontrarse siempre con que estos monstruos de la historia en su día fueron
capaces de inspirar, emocionar y levantar a una gran cantidad de gente a su
favor). Un líder carismático que es capaz de aprovecharse de todas las miserias
de esta gente (no tiene por qué ser siempre la pobreza y la incultura el factor
principal, véase como Hitler uso la humillación nacional y el miedo al
comunismo para propósitos similares), que es capaz de ver en los jirones que
quedan de su país la oportunidad de ser alguien poderoso, y por supuesto, que
es capaz de crear un enemigo. Mediante
discurso puro y duro, mediante retórica, crear un enemigo; puede ser una clase
social, una etnia, una religión (en el caso de Camboya era la clase media, los
habitantes de las ciudades, los ricos e intelectuales). Se trata de darle
forma, de aislarlo en el discurso, de darle peso, y después, de juntar ambos
elementos: ligar este enemigo ficticio con todas las miserias que padece el
pueblo, culparle de todas las penurias, y por supuesto, dejar bien clara una
cosa: su exterminación es la única forma de poder acabar con todo lo que os
aflige, eliminarlo es la única manera que tienes de salvar a tu familia, de dar
de comer a tus hijos, por no mencionar que si te niegas a eliminarle, tú
pasarás a ser parte del enemigo (el miedo es evidentemente, un factor a tener
muy en cuenta también). Así tuvo que ser como ocurrió, así fue como Pol Pot
convenció a cientos de campesinos que jamás habían salido de sus pueblos para
que entraran en las ciudades, pusieran sacos en las cabezas de familias enteras
y los metieran en camiones con destino a las fosas comunes, así es como
consiguió que los verdugos de Choeung Ek asesinaran fríamente a una persona
tras otra, día tras día.
En cuanto a la crueldad de las muertes, al porqué del uso de
hachas azadas y cuchillos en vez de armas de fuego, es una mera eventualidad
que se debe a una razón sencilla: El régimen de los Jémeres Rojos también era
miserable, al igual que su pueblo, eran más pobres que las ratas, de manera que
en este caso, efectivamente, una bala era demasiado cara para desperdiciarla
con los ejecutados. En la pobreza el hombre mata con lo que tiene a mano, y no
es más cruel que por hacerlo con una pistola o un fúsil, pese a que pueda
impresionar más ¿o es que no había genocidios antes de que se inventaran las
armas de fuego?
El pobre motorista que me ha traído a Choeung Ek ha tenido
que esperarme durante casi dos horas, pues me he tomado mi tiempo escuchando
todo el material incluido en la guía auditiva mientras me paseaba sin rumbo
entre las fosas, y reflexionaba sobre todo esto. Por supuesto, aunque no puede
disimular su impaciencia por volver a la ciudad, no se queja ni lo más mínimo y
me sonríe todo el rato.
Me lleva de vuelta a gran velocidad serpenteando entre el
humeante tráfico y me deja en la entrada del palacio real. Tras una amable
despedida, desaparece con su ruidosa moto y yo me giro hacía los muros
amarillos del palacio. Es hora de dejar atrás el lado más oscuro de la historia
camboyana para deleitarse con las joyas que, la que también fue una nación próspera
y esplendorosa durante siglos, tiene para ofrecer.
El palacio real es un gran recinto ajardinado con multitud
de edificios espectaculares en él. La arquitectura khmer contemporánea florece
en su máximo esplendor, dando forma a varias de esas inmensas pagodas con
tejados acabados en múltiples filos que me recuerdan tanto a las construcciones
de los eldars oscuros de Warhammer 40.000. Es especialmente destacable la
pagoda de la Plata, dentro de la cual todo lo que hay está moldeado a partir de
metales preciosos (está totalmente rodeada de guardias muy mal encarados y no
se puede hacer fotos), los diferentes museos con información interesante sobre
el antiguo imperio khmer, la sala del trono donde aún se sienta el rey de
Camboya durante las recepciones oficiales, y un estanque con una reproducción a
escala de Angkor Wat y lleno de descomunales peces gato, algunos de más de un
metro de largos (quizá no sean peces gato, no estoy seguro de qué son esos
monstruos, pero por si acaso no meto la mano en el agua).
También hay un pabellón colonial francés llamado Napoleon
con una arquitectura interesante que destaca entre los edificios khmer (las
farolas y las altas verjas que hay por todo el recinto también lucen la
impronta del barroco francés en sus vistosos diseños), y algunas estatuas de
Buda muy integradas entre la naturaleza exuberante y exótica de los jardines.
Durante mi estancia en el palacio, pido a varios turistas
que andan por allí que me tiren unas fotos con los edificios, pero todos sacan
fotos lamentables, borrosas o descentradas, y cortando los tejados amarillos de
las pagodas, que es precisamente lo bonito. Me pregunto si soy la única persona
en el mundo que se esfuerza por sacar una buena foto cuando algún turista
random le pide que se la haga.
El Palacio Real |
Buda entre naturaleza extraña |
Palacete |
La pagoda de la plata |
Cuando salgo, me acerco a la gran extensión de agua que se
forma en el cruce del Mekong y el Tonle Sap y me relajo un rato observando el
pasar tranquilo de los barcos cochambrosos. Me imagino que son barcos piratas
modernos, sin bandera ni nada que los identifique como tales, tan solo con contrabandistas
asiáticos tatuados fumando opio en la cubierta. Es muy posible que algunos lo
sean.
Después sigo hacía el Sur de la ciudad. Planeo dar una
vuelta y llegar al mercado central, donde quiero comer insectos, pues unos
camboyanos me han dicho que allí venden los mejores y más variados de la
ciudad.
Mi soltura entre el tráfico de Phnom Penh va aumentando por
momentos. El contorsionismo urbano necesario para cruzar cada una de las
polvorientas calles puede resultar algo incómodo, aunque yo me lo tomo como
algo divertido y natural. Después de todo, siempre me ha gustado cruzar a la
madrileña, es decir, cuándo y por dónde me da la gana.
En el camino atravieso un parque muy agradable y me cruzo
con una pareja que descansa con su hijo en un banco. No recuerdo si lo he
mencionado ya pero los camboyanos, tanto ellas como ellos, gozan de una belleza
increíble, superior a cualquiera que haya visto en ningún otro país, ni
siquiera en Nepal. Son tan guapos, que en este caso, siento la necesidad de
pararme y retratarles con mi cámara; por supuesto, con su permiso previo, que
me dan con una gran sonrisa pese a que debo enseñarles la cámara para que
entiendan lo que les digo.
Familia Camboyana |
Nunca llego a tomar las guarrerías con las que pensaba
regalarme en el mercado central (he escuchado que también venden tripas de
cerdo en forma de snack), pues cuando llego después de una larguísima caminata el
gran edificio de cúpula colonial art decó está totalmente cerrado, pese a que
tan solo son las cinco y media.
Acabo yendo al mercado cercano al hostel King, y tras
comprar unos dukus (fruta típica del sureste asiático parecida a una mandarina
pero más pequeña y con gajos blanquecinos y muy ácidos) y una barra de pan me
subo a la azotea a darme el festín. El pan en Camboya es sorprendentemente
bueno y parecido al que se hornea en el mundo occidental. Fue introducido por
los franceses, sibaritas del pan, y es algo que se aprecia al venir de Malasia,
un país donde es imposible encontrarlo.
Observo la luna roja sobre el río Mekong y pienso que este
sería uno de esos momentos perfectos del viaje si no fuera por la abrasión que
aún siento en los laterales de mi cuerpo. Maldigo al hostal King y me bajo a
dar una vuelta.
Esta noche me sorprende la llamada de Breo, el chico español
que conocí en mi primer día en Phnom Penh. Me llama desde el Skype que ha
pedido que le dejen usar en un restaurante en el que están cenando, pues Breo y
Guille viajan sin móvil. Me dice que me acerque y eso hago. Me tomo unas pintas
a 75 céntimos de dólar con ellos para acompañar una conversación muy agradable.
A la vuelta al hostal, me encuentro exhausto y sediento. La
recepción está cerrada, pero yo sé que hay una nevera con botellas frescas de
preciada agua que veo como la única opción de aliviar mi sed y pegar ojo esta
noche. Procurando que no me vea el vigilante de la entrada, que dormita en su
tuk tuk, me deslizo silenciosamente en la oscura habitación. Dentro, el dueño y
dos amigos están sentados y presumiblemente dormidos frente a un televisor
encendido que parpadea mostrando la infame programación camboyana (compuesta
básicamente de culebrones khmer con personajes de gesto forzado y voces muy
agudas). Avanzo muy despacio hacía la nevera, tratando de nos despertarles. La
escena me recuerda a cualquier secuencia de infiltración en un campamento del
Vietcong durante la guerra de Vietnam vistas en tantas películas y videojuegos.
Me imagino que en vez del mando de la tele, lo que el dueño del hotel tiene en
la mano es un Kalashnikov cargado. Todo va bien, el agua se haya en mis manos.
Pero algo falla. Al cerrarse, la puerta de la nevera hace un ruido, muy suave,
pero suficiente para que el dueño y sus amigos se vuelvan alarmados hacía mí
con un movimiento rápido. Intento explicarles como puedo que pensaba pagar el
agua mañana, que no sabía que no se podía entrar en la recepción por la noche,
etc, pero están muy cabreados y me echan de malas formas, por suerte, sin usar
ningún tipo de arma.
Y así termina mi periplo en Phnom Penh, con otra noche
infame en mi habitación del hostal King´s. A la mañana siguiente me levanto muy
pronto para viajar al norte, a Siem Reap y los reinos olvidados de Angkor.
El viaje lo realizo en una furgonetilla, sentado entre el
conductor y un chino viejo que huele a cigarro puro. Resulta incómodo y muy
largo, de unas siete horas. En el asiento de atrás hay un camboyano cuya
verborrea incomprensible no cesa durante gran parte del viaje. Ese idioma khmer,
agudísimo, que hace sonar a los hombres como mujeres y a las mujeres como
niñas. No sé qué historia interminable estará contando, pero no admite réplica
y parece estar hablando solo. El chino que se sienta junto a mí también parece
molesto por momentos.
Pese a que voy cabeceando todo el viaje (el dolor de cuello
me durará un día entero), trato de observar el paisaje en la medida de lo
posible. Definitivamente, Camboya es uno de los países más planos, si no el que
más, en el que he estado: no veo ni una sola colina grande o montaña en todo el
trayecto. Quizá influya el hecho de que se trate del país más bombardeado de la
historia, con más de dos millones y medio de toneladas de bombas americanas
caídas en su territorio entre 1965 y 1973, muchas de las cuales no explotaron
entonces y aún siguen mutilando a los campesinos que excavan la tierra para
cultivar sus arrozales.
Fotón hecho desde el coche |
Niña en la provincia de Kompong Thom |
Nos cruzamos con muchos camiones con colores y motivos
pintados muy llamativos, todo un clásico de las carreteras de Asia, uno de
ellos ha volcado en mitad de la carretera con toda su carga y hay que
esquivarlo.
A las cinco de la tarde, después de haber parado en el
pueblo paupérrimo de Kompong Thom, llegamos a Siemp Reap y por fin puedo
desentumecer mi cuerpo. Debo buscar un hostal para tratar de descansar lo que
queda del día.
La emoción me embarga mientras busco un tuk tuk, estoy a
unos pocos kilómetros de uno de los lugares más espectaculares de la tierra,
una de las mayores maravillas construidas por el hombre: la grandiosa capital
del imperio Khmer, Angkor.
Ya leí en tu FB los horrores de PolPot y cía. Nada que envidiar a Hitler, Stalin y otros genocidas famosos.
ResponderEliminarSi sigues Mekong arriba pregunta por los siluros. Existen ejemplares de cerca de 200 Kg. y diez metros de largo. Una fotillo con algún monstruo de estos sería bienvenida.
No robes en los hoteles. No está bien.
Besos man.
Espeluznante lo que cuentas de los campos de exterminio de Pol Pot!
ResponderEliminarcómo te puede acorralar un solo tío, por muy motorista que sea? Al menos, circular por esa ciudad en moto tiene que ser toda una experiencia. Lo único, mascarilla como en Tailandia, Vietnam y todos los países de esa zona. Las venden muy baratas, con algunos diseños cojonudos.
ResponderEliminarEl relato de la visita a ese museo me ha recordado al museo de la guerra de Saigón, donde hay una sala con fotografías de las consecuencias del agente naranja en la población vietnamita, y a lo largo de todo el museo, fotos de americanos jactándose de las "machadas" que hacían con los charlis.
ResponderEliminarSí, realmente para salir con el ánimo un poco encogido. Muy bueno, vitin.