A la mañana siguiente me levanto casi derretido en aquel
hostal infernal. No hay ventanas, y uno de los ventiladores ha muerto durante
la noche. Es imposible dormir con esas sábanas amarillentas pegadas al cuerpo,
y la madera del somier ha sido partida por algún inquilino anterior demasiado
fogoso. Además, me he despertado con un quemazón muy intenso en la piel de
ambos costados, tengo la piel roja y me duele de forma intensa. Si excluimos
los terribles traumas y la locura del personaje, la situación me recuerda
vagamente a la secuencia inicial de Apocalypse Now en la que el capitán Willard
se pudre atrapado en una habitación similar.
Phnom Penh no tiene muchos sitios que ver. Es una ciudad muy
devastada en la que la suciedad, el descuido y la gente sin rumbo campan por
doquier. Puro caos. Me encanta.
Caminar por sus calles produce un efecto extraño, pues se
atraviesan y recorren numerosos y amplios bulevares, construidos por los
franceses durante los años en los que Camboya pertenecía a la Indochina francesa
(junto con Laos y parte de Vietnam). Son avenidas grandes y suntuosas,
circundadas por edificios de gran porte,
bajos y señoriales, mansiones y dependencias administrativas en su mayoría. Por
momentos aún pueden verse, como una sombra vaga que pasa por el rabillo del
ojo, algunos de los motivos por los que la capital de Camboya era conocida como
la perla de Asia, o como la París de Asia.
Al mismo tiempo, como le pasa a muchas otras ciudades con
importante impronta colonial en su trazado y su arquitectura, abandonadas a su
suerte después de ser utilizadas como centro de expolio de una nación y como
vivienda de expoliadores, Phnom Penh ha tenido problemas infinitamente más
serios que el deterioro de su legado colonial. Las mansiones y los imponentes
edificios institucionales han sido progresivamente abandonados, nadie ha
financiado su restauración, y los que pueden considerarse afortunados, cuentan
aún con un tejado que se sostiene sobre cuatro pilares y un guardia que se
desentiende a la mínima en su puerta principal. Las calles están sucias, el
césped y los árboles de los bulevares crece sin control, las raíces levantan la
acera y generan agujeros y promontorios que los indigentes usan como viviendas.
La sensación que esto crea es la de caminar por un paseo de Serrano o de la Castellana, por poner ejemplos conocidos por todos, en un tiempo
futuro y distópico. Un pequeño palacete con jardines y fuentes secas (este aún
habitado), con un hombre en calzoncillos y un perro sucio y abandonado durmiendo
en el suelo junto a su entrada principal, aparece para corroborar mis
reflexiones sobre el descuido necesario que padecen muchos legados coloniales
de gran valor estético y turístico mientras camino hacia el norte de la ciudad,
en dirección al templo de Wat Phnom.
El calor es inhumano pues, debido a los excesos nocturnos,
he perdido las horas frías (templadas) de la mañana. Buscando sombra y algo de
agua, me introduzco en una especie de patio cubierto en el que hay un grupo
grande de gente envuelto en alguna clase de actividad.
Están viendo un espectáculo bastante típico en el sureste
asiático, muy común en Malasia también. El vóley futbol (no sé su nombre real,
me lo invento). Se trata de un deporte muy entretenido realizado por chavales
jóvenes que se pasan la pelota por encima de una red de vóley ball usando solo
las partes del cuerpo permitidas en el futbol, cabeza, pecho y piernas. La
verdad es que resulta realmente espectacular el control que tienen sobre el
balón. Me quedo mirando un rato largo y observo algunas jugadas que cuesta
creer, teniendo en cuenta que estos países no destacan por su buen fútbol
(real) a nivel internacional ni por asomo, pese a tener a estos chavales tan
cracks en muchas de sus calles. Me imagino que hace demasiado calor para jugar
un partido con porterías y correr la banda, además, el fumar como carreteros
tabaco de malísima calidad es una actividad extendida entre los jóvenes
asiáticos.
Después del refresco, llego al templo, situado en lo alto de
una colina con un parque animado y muy verde. En Khmer, idioma hablado en
camboya desde la época de Angkor, Wat Phnom significa templo ciudad, muy
gráfico el nombre. Las escaleras de acceso me resultan muy llamativas porque me
encuentro por primera vez con las nagas, que veré en todos y cada uno de los
templos que visite durante mi estancia en Camboya (Y de verdad, son muchos,
muchos. Pero tranquilidad, no los pienso contar todos). Las nagas son unas
serpientes de siete cabezas provenientes de la mitología hindú que, según
cuenta la leyenda, dieron origen al pueblo Khmer. Sus estatuas se colocan sobre
cualquier superficie alargada que aparezca en un templo o palacio construido
durante, o inspirado en el antiguo imperio Khmer (del cual hablaré más
adelante, cuando lleguemos a Angkor Wat).
Nagas |
El interior del templo es bonito. Es budista, como todos los
templos camboyanos posteriores al año mil, fecha aproximada en la que el
imperio Khmer comenzó a abandonar paulatinamente el hinduismo. El techo y las
paredes están completamente pintados con imágenes de la vida del Buda. Salvando
las inmensas diferencias, me recuerda a la Capilla Sixtina de Roma.
Interior de Wat Phnom |
Cuando acabo de pasearme por debajo de los paneles pintados
y por las zonas verdes del parque, vuelvo al asfalto ardiente de Phnom Penh. Esta
vez me dirijo hacía el sur, a lo largo del gran paseo del Tonle Sap. Mi destino
es el museo nacional, pero el precio de cinco dólares me echa para atrás en la
entrada. Allí hay una persona afectada por la explosión de una mina
antipersonal, sin una pierna, pidiendo dinero, esto es muy común en Camboya. En
lugar de entrar como las personas normales, me desvío y rodeo el imponente
edificio de estilo Khmer, similar a las pagodas descritas anteriormente. Por la
parte de atrás, es posible encaramarse en los alfeizares de las ventanas
abiertas y ver muchas de las salas del museo de forma ilícita. Así, observo
muchas estatuas y piezas traídas de Angkor, la antigua capital del imperio
Khmer (o Angkoriano). Como voy a ir allí en un par de días, no me preocupa haber
dejado pasar este museo.
Museo Nacional de arquitectura Khmer |
La siguiente parada es el palacio real, pero está cerrado y
rodeado de guardias, al parecer el rey está asistiendo a una recepción de
alguien importante. Es entonces, en ese momento de debilidad en el que tus
planes se ven ligeramente trastocados, cuando te encuentras mirando el mapa
algo desorientado en busca de un próximo destino para seguir visitando la
ciudad, es entonces cuando el tuk tuk ataca. Se abalanza sobre su presa con
saña, pero también con ingenio, sin parecer desesperado, y ofreciendo un
recorrido por 10 dólares que, a todas luces, es una auténtica ganga además de
único y original, no ofrecido por ningún otro tuk tuk de la ciudad. El hombre
me cae bien, así que le digo que si hace una parada extra en un templo que está
de camino al museo del genocidio camboyano (situado algo lejos, en la antigua
prisión de Toul Sleng) y en el monumento nacional, le doy cinco dólares. Era un
camino perfectamente factible a pie, ya me ha liado, pienso mientras me subo en
el remolque del tuk tuk. Te ofrecen un precio desorbitado primero para que
luego, cuando les regateas hasta un precio normal y ellos aceptan, te quedes
contento pensando que es una ganga. Que listos son…
El templo no vale gran cosa, salvo por una terraza elevada
sobre el río, en la que hay una silla solitaria para sentarse a contemplar. El
monumento nacional por la independencia de Camboya (lograda de los franceses en
el año 53) es una reproducción de una torre o pináculo angkoriano con multitud
de nagas que rematan cada una de sus esquinas, tiene poco más que una foto.
Monumento nacional a la Independencia |
La antigua prisión de Tuol Sleng, ahora transformada en el
museo del genocidio camboyano, es otra cosa bien distinta. Aquí hay mucho más
que lo que se puede retratar con simples fotos.
El edificio, anteriormente una escuela primaria, ha
conseguido desprenderse en cierta medida de su aura siniestra gracias al
jolgorio de los jóvenes camboyanos, que parlotean en la puerta tratando de
vender agua y fruta o conseguir tuk tuks a los turistas que entran y salen del
museo.
La entrada son dos dólares, está vez habría estado dispuesto
a pagar algo más.
Tuol Sleng |
El genocidio camboyano es uno de esos episodios terribles de
la historia conocidos como `genocidios olvidados´. Es sorprendente la cantidad
de gente, no solo en Europa sino también aquí en Asia, que jamás ha oído hablar
de lo que pasó en Camboya entre el año 1975 y el 1979.
No quiero extenderme mucho con el tema, pues este no es un
blog de historia, pero creo que explicar unas breves nociones sobre el régimen
asesino de los Jémeres Rojos es necesario para entender mis impresiones sobre
la visita a la prisión.
Saloth Sar, más conocido como Pol Pot, el nombre falso que
adoptó al tomar el poder, (Una treta muy usada también por sus lugartenientes
para evitar que sus auténticas identidades salieran a la luz. Como
consecuencia, nadie sabía quiénes eran realmente los que estaban masacrando al
país), oyó hablar por primera vez del comunismo cuando estudiaba en Francia.
Enseguida adoptó las doctrinas y cuando la coyuntura se lo permitió (en parte
gracias al caos y la destrucción creados en Camboya tras los MASIVOS bombardeos
por parte de los B52 americanos durante la guerra de Vietnam, que tenían como
objetivo destruir las rutas de abastecimiento de Vietnam del Norte) ascendió al
poder y declaró el año Cero camboyano, año en que empezaba la restructuración
comunista extrema del país a cargo del régimen de los Jémeres Rojos. Esta
“restructuración” incluía medidas como el completo vaciado de las ciudades,
enviándose a sus habitantes al campo a cultivar arroz (la mayoría no sabían
cómo hacerlo, además se le explotaba e infra-alimentaba como a esclavos hasta
la muerte), la expropiación de absolutamente todos los bienes de todos los
camboyanos o el sistemático arresto, tortura y ejecución de familias enteras de
`traidores a la patria´. Algunas de las razones de arresto eran: hablar inglés,
haber viajado fuera de Camboya, tener una carrera universitaria o usar gafas.
Pol Pot quería acabar con la clase media burguesa y los intelectuales, y
convertir a la población camboyana en una fuerza de campesinos esclavos
comprometidos con la causa comunista. Esto era del todo insostenible, pues un
enorme porcentaje de la producción de arroz se vendía a China a cambio de armas
para sostener las continuas acciones hostiles contra Vietnam (país que acabó
entrando en Camboya en el año 1979 y derrocando al gobierno dictatorial),
muriendo como consecuencia miles de camboyanos de hambre.
El régimen de los Jémeres Rojos acabó con un 25% de la
población camboyana.
La prisión de Tuol Sleng fue el principal centro de
detención y tortura de Phnom Penh. Más de 20.000 camboyanos pasaron por allí,
fueron torturados, y posteriormente enviados a los campos de exterminio, donde
todos y cada uno fueron ejecutados. Solo 8 personas sobrevivieron a su paso por
Tuol Sleng y los campos.
En las celdas (antiguamente aulas) de los pisos superiores
del primer bloque, aún pueden verse manchas de sangre vieja y reseca en el
suelo, algunas con la forma de pies descalzos.
Pies descalzos |
Más adelante, en el siguiente bloque, las fotos de las
víctimas ocupan una gran parte del museo. Hay más de mil caras allí, de niños,
de mujeres, de hombres, con diferentes expresiones reflejadas en sus rostros:
Veo miedo y valentía por igual, veo enfado y veo incomprensión. “¿Por qué nos
hacen esto?” es la pregunta que hay en muchos de los ojos que miran al asesino
que les fotografía. Aún hoy, con toda la atrocidad al descubierto y los
asesinos (aun) siendo juzgados, es una pregunta difícil de responder. En esta
parte del museo, unos carteles instan a no reírse ni sonreír en presencia de
los rostros de los que fueron asesinados por un sinsentido.
Las caras de los asesinos han sido tachadas con rabia en uno
de los últimos paneles del museo.
La visita impresiona notablemente. Es realmente difícil
transmitir aquí con palabras lo que se siente al pasear entre las celdas, las
fotos de los niños asesinados, de los cadáveres y las calaveras con agujeros de
balas y golpes de hachas y azadas que hay a la salida del museo. Por eso
recomiendo a los lectores una ojeada al álbum fotográfico sobre mi visita a
este museo, para que se vean las cosas tal y como yo las vi, se reflexione, y
quizá se aprenda algo leyendo sobre lo que ocurrió en Camboya entre el año 1975
y el 1979. https://www.facebook.com/media/set/?set=a.455858281157029.1073741828.100001985835728&type=3
A la salida del museo, me encuentro en el que es sin duda el
peor momento del viaje a Camboya: Se me ha acabado el dinero que traía de
Malasia, lo cual no es problema a priori porqué pensaba sacar en Phnom Penh en
cualquier caso, pero en los cuatro cajeros que encuentro andando por la calle
que vuelve del museo del genocidio hasta el centro no me aceptan la tarjeta de
crédito. No me da ni para pagar un tuk tuk hasta el hostal, y si no consigo
sacar dinero, voy a quedarme tirado sin un duro.
Por si fuera poco, tras la noche en ese hostal de mala
muerte, el dolor en la zona de la piel de ambos costados que tengo roja y
rugosa ha aumentado y literalmente, es como si me estuvieran quemando. No sé si
son chinches camboyanos, hongos, o algo peor…
Estoy jodido, pero esto no me impide seguir. El museo del
genocidio está muy lejos de mi hostal. Camino largo rato por una calle
ajetreada, donde el caos camboyano se encuentra en apogeo máximo. Mi despliegue
de gestos negativos hacía todo lo que se me ofrece se pone al mismo nivel, los
tengo de todos tipos, incluso juntando las manos, casi rogando no subirme a ese
tuk tuk que se detiene delante de mí, casi atropellándome. Sigo preguntando por
cajeros automáticos en busca de uno que acepte mi tarjeta, a la vez que empiezo
a pensar en mi vida como mendigo en Phnom Penh, atrapado allí sin nada ni
nadie.
Por fin, la búsqueda da sus frutos y encuentro un cajero en
el interior de un supermercado en el que me deja sacar algo de dinero. La
comisión deja cicatriz, pero al menos lleno mi bolsillo con dólares frescos que
me dan para comprar una botella de agua y un chocolate. Son las 5 y no he
comido nada desde el desayuno, así que podría decirse que ese azúcar y esa agua
me salvan un poco la vida. Gracias a ellos, sigo caminando hasta el estadio
nacional, que está lleno de camboyanos muy festivos, algunos haciendo deporte y
otros bailando desatadamente en las gradas al ritmo del khmer pop (música
tradicional camboyana adereza con infamia de ritmos electrónicos muy
machacones).
Es momento de parar, mi cuerpo ya se haya en la reserva: el
calor y la caña que me estoy metiendo este día amenazan con fulminarme allí
mismo. Pasando por un barrio muy concurrido y popular, bastante lejos aún de mi
hostal y por tanto de la zona frecuentada por occidentales, paso por un área
verdaderamente atestada, con un mercado y un bar en la calle, en el que están
sirviendo una jarra de cerveza bien fría a los dos únicos clientes, dos
camboyanos viejos que fuman tranquilamente. En un principio paso de largo, pero
luego pienso en lo ridículamente barata que puede llegar a ser esa jarra de un
litro y reculo hasta la camarera para preguntar: 1 dólar y medio.
Un minuto después me encuentro cómodamente sentado a la mesa
de plástico, frente a la brillante jarra de cerveza marca Angkor. Sentados en
frente, están los dos camboyanos de edad avanzada, bebiendo y fumando despacio,
en completo silencio. Hay poca gente mayor en Phnom Penh, y los que hay, suelen
tener un cierto velo de tristeza en la mirada, un reflejo de algo perdido.
http://www.youtube.com/watch?v=YU2Df7pZp6U&feature=youtu.be (El momento de la parada a repostar quedó registrado en vídeo, podéis ver más o menos, como es la vida en un barrio popular de Phnom Penh)
Disfruto mucho de aquella cerveza, mirando el flujo
constante de gente que pasa. Al cabo de un rato, un camboyano de edad mediana
se me sienta al lado espontáneamente y me ofrece comida. Me da pollo frito,
aunque tiene tan poca carne que comerlo se reduce prácticamente a chupar huesos
(de hecho, quién sabe si en realidad es pollo). También me ofrece unas verduras
duras y agrias que saca de una bolsa. Yo le doy un vaso de cerveza a cambio,
brindamos, y muy animado enseguida le pide otra jarra a la camarera.
El hombre no habla ni una palabra de inglés, ni hola, ni
gracias, solo sabe decir “cambodia good” a la vez que ofrece la copa para
brindar. Yo no conozco ni una palabra en idioma khmer, así que la comunicación
se reduce a un intercambio de sonrisas y gestos amables mientras me sigue
ofreciendo comida y seguimos brindando a cada trago. Las jarras se acaban y
después pedimos cerveza negra, como él sugiere con gestos. Mientras tanto, más
gente se une a la mesa, un joven, y finalmente, los dos señores mayores de la
mesa de al lado, que me preguntan con un inglés muy muy precario sobre fútbol.
En un momento, me ofrecen unos cigarros muy gruesos sin filtro que el primer
camboyano que se ha sentado conmigo saca de una pitillera. El tabaco es de los
que queman gargantas, y me marea un poco por la fuerza que tiene, así que le
devuelvo el cigarrillo tosiendo, pues él los fuma como si fueran suaves
mentolados. Todos se ríen y empiezan a hablarme en khmer, dios sabe que me
estarán diciendo. Yo les contesto en inglés, pero el resultado es el mismo que
si estuviera usando un dialecto nómada perdido de la región más remota de la
Mongolia suroriental.
La situación es muy divertida, y siento que estoy alcanzando
un contacto con la gente de Camboya que pocos viajeros consiguen.
Cuando estoy empezando a ver doble a mis interlocutores,
decido que es momento de la despedida. Me levanto con dificultad y pago todas
las cervezas de la mesa, lo cual les sorprende y alegra mucho. Estrecho la mano
a cada uno de ellos y les deseo suerte en la vida.
Después continúo caminando, ahora con los velos del alcohol
en la mirada, e intento encontrar el hostal. Tras un par de vueltas, identifico
el bulevar que he recorrido por la mañana y lo sigo hasta la puerta del King´s
Guesthouse (el nombre no deja de parecerme ciertamente sarcástico).
En la recepción, los integrantes del staff del hotel (solo
los hombres, claro) están cenando y bebiendo y comiendo con una inquilina
francesa. Al pasar me invitan a sentarme, me ofrecen comida y ¡Quieren
invitarme a más cerveza! Empiezo a sentirme abrumado por la hospitalidad
camboyana, lo cual no me impide coger un par de trozos de pollo del plato. Paso
un rato con ellos, escuchando sus conversaciones con la francesa, que es una de
esas personas extrañas extrañas que se encuentran en estos viajes.
Tras un rato sentado, uno de los trabajadores de la
recepción, que ha tomado demasiados tragos, se pone idiota conmigo. Empieza a
echarme en cara que les regateara el precio de la habitación cuando llegué. Me
dice que si soy europeo y tengo dinero por qué tengo que regatearle, que debo
pagarle lo que él me diga. Esto me molesta bastante, y no es la primera vez que
me pasa en un país así. Considero esta actitud la otra cara de la moneda,
opuesta a la extrema amabilidad que el 90% de los camboyanos muestran con gran
sinceridad y sin reservas. Se trata tan solo del 10% de gente desagradable que
se encuentra en todas partes y nunca debe cometerse el error de caer en
generalizaciones tras toparse con alguno de ellos.
Suele tratarse de gente que piensa que simplemente por el
hecho de ser blanco uno está absolutamente podrido de dinero y tiene que
dárselo a ellos a cambio de una habitación de mierda porque sí, porque ellos,
que son pobres, lo están pidiendo. Intento explicarle que las cosas no
funcionan así, que cómo sabe cuánto dinero tengo o dejo de tener yo, y que si
estoy en su mierda de hotel es precisamente porque mi presupuesto para el viaje
no es precisamente holgado. A parte, ellos no son pobres ni mucho menos, de
hecho, los dueños de hostales pueden considerarse unos absolutos privilegiados
en Phnom Penh, una ciudad que vive del turista (Y es precisamente esto lo que
les hace ser así. Es el tener lo que les hace querer más y más. Nunca he visto
esta actitud en ninguno de los pobres de verdad, y esto me ha demostrado
inequívocamente lo que por otro lado ya sabía, que el dinero corrompe). Si
diera mi dinero indiscriminadamente a alguien, sería a alguna de las personas
que viven en la calle, a tan solo unos pocos metros del hostal.
El tío no entra en razón, pese a que incluso los demás integrantes de la mesa le hacen gestos para que relaje el tono. Yo pago mi cerveza y lo que les debo por lo que comido y me siento en otra mesa bastante cabreado.
En el transcurso de las últimas 2 horas, he experimentado las dos
caras de la moneda camboyana.
Con estos pensamientos rondando mi mente, me quedo abstraído en los sillones del hostal, descansando las
piernas. Durante ese rato conozco a Jimmy, un
americano de Indiana bastante cojonudo que trabaja como profesor en Tailandia y
está en Camboya renovándose la visa. Resulta que al tío también le gusta
escribir y conoce un par de páginas web donde se pueden publicar artículos de
forma gratuita. Como congeniamos bastante bien, le invito a una cerveza en el
Sharky Bar y seguimos conversando de todo un poco hasta las 2 de la madrugada.
Hora a la que volvemos arrastrando los pies a nuestras habitaciones del King´s
Guesthouse qué, como buenos backpacker roñosos, hemos regateado hasta la
muerte.
Entretenida nueva entrega. Cuidate de los camboyanos malas pulgas. Y ojo: no es pollo todo lo que reluce.
ResponderEliminarBesos man.
Jajajaja y que lo digas lo del pollo, los pinchitos de rata están muy al orden del día por aquí. Te dicen que quieres "chicken" o "beef" pero en ese puesto no ha entrado jamás un gramo de carne ni de pollo ni de ternera...
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