Ya bien
entrada la noche, tras disfrutar de un paseo solitario por el extremo vacío de
la playa, y de un rato de contemplación reflexiva sentado en un banco de arena,
soy de los últimos en deslizarse al interior de la tienda. Intento no hacer
ruido durante la noche, pues ya sé cómo se las gasta Guiseppe, que, al más puro
estilo siciliano, pega puñetazos a la gente que ronca y le despierta, habiendo
ya creado varios momentos tensos nocturnos en la habitación de ocho personas
donde duerme en la ONG.
Pese a
que el lugar es difícilmente superable si hablamos de su belleza y
tranquilidad, mentiría si dijera que paso mi mejor noche en aquella playa del
río Tembeling en lo que a dormir se refiere. No obstante, pese a la incomodidad
endiablada, que tan solo me da respiro durante un par de horas a la sumo, me
levanto con inusitada energía. Quizá sea el lugar lo que me recarga las pilas
de forma espontánea, sin sueño de por medio.
Soy el
único integrante del grupo lo suficientemente despreocupado por la higiene como
para darse un baño en las sucias aguas marrones del río. La corriente me
arrastra vigorosamente hasta casi el final de la playa, donde braceo con
esfuerzo para salir a tierra firme, como un hombre nuevo después del refresco y
el ligero ejercicio. El barco llega poco después, con el conductor, el guía
(que es diferente al que me han presentado el día anterior en la agencia) y un
niño orang asli que tan solo viaja río arriba, hasta la siguiente playa.
Mañana en el río |
Son
tres horas de precioso ascenso por las aguas marrones (y bastante fieras en
algunos puntos) hasta Kuala Keniam,
un centro de investigación muy modesto y totalmente desierto (parece
abandonado) donde empezamos el trekking a través de la jungla. El guía se
presenta como Mario, es un malayo diminuto y fibroso de gemelos poderosos que delatan
años de incontables caminatas. Nada más bajarnos del barco desaparece para
volver al poco con unos frutos alargados y jugosos, extremadamente ácidos, que
reparte. Es una persona risueña y bromista, y nos insta a llamarle súper Mario,
asegurando que es italiano.
Tras comer algo, por fin entramos en la jungla
profunda, la de verdad, sin pasarelas ni camino. Andamos a buen ritmo, pasando
junto a árboles (sobre todo mersawas,
keruings y keladans, por si alguien quiere buscarlos) de cientos de metros de altura, ancianos como la propia roca y el
suelo donde se arraigan firmemente con la ayuda de sus anchísimas y ramificadas
bases. Estas están divididas en cuatro “dedos” que se clavan en la tierra,
creando la sensación de que se está avanzando entre los pies de gigantescas
criaturas petrificadas de las que al mirar arriba tan solo se ve el vientre
formado por un heterogéneo manto de hojas y ramas.
Las raíces y lianas lo abrazan todo, enroscándose
como serpientes que parece podrían cobrar vida en cualquier momento,
rodeándonos hasta aplastarnos y chuparnos la vida que albergamos, como hacen
con los otros árboles. Mario nos cuenta que las lianas trepadoras son las
principales culpables de que haya tantísimos árboles caídos y podridos
bloqueando el camino. Pero no se las debe guardar rencor, nos explica, pues son
un eslabón básico del ecosistema de Taman Negara, asesinando fríamente a los
árboles viejos y decadentes para que nuevos jóvenes vigorosos puedan ocupar su
lugar y la selva nunca deje de renovarse y prolongar su existencia milenaria
(de hecho, millonaria, 130 millones de años, recuerdo).
Además, los troncos y las ramas caídas nos ayudan a
cruzar los numerosos cauces de agua que fluyen con diferentes caudales cruzando
nuestro “camino”. En algunas ocasiones es necesario hacer verdaderos ejercicios
de equilibrismo para no meter el píe en el agua, aunque a mí no me importe
mucho gracias a mis botas de gore-texxx.
Pese a ser menos tupida que la que recorrimos en las
Cameron Highlands, es evidente que la jungla que ocupa Taman Negara es
muchísimo más antigua, y esto queda evidenciado en la altura y el grosor de los
árboles, muy imponentes. Hay más insectos que en las Highlands, las cientos de
hormigas son de proporciones jurásicas, los ciempiés naranjas y también
descomunales, e incluso llegamos a ver a las arañas horripilantes de aquel
famoso museo de insectos, esta vez en libertad y colgando amenazadoramente
sobre nuestras cabezas. Además de estos insectos de gran tamaño, también nos encontramos con unos helechos azules que me
recuerdan a las plantas curativas que había en los primeros Resident Evil (dato para frikis noventeros).
A media tarde, alcanzamos un macizo rocoso que se
alza con gran autoridad y belleza entre la vegetación. Allí nos sentamos en el
interior de un abrigo de roca y comemos media lata de judías (esta vez frías)
cada uno. Después nos agarramos a una liana y nos balanceamos sobre unos
arbustos a cierta altura, saltando desde las rocas del risco, mola.
Seguimos andando. Mario no para de fumar: en cada
parada se termina por lo menos dos cigarrillos a una velocidad insalubre. Pese
a eso, y como es lógico, nos domina a todos en lo que a andar por la selva se
refiere, y en ocasiones su excesivo ritmo provoca las agresivas quejas de Cassandra,
que va asfixiada por el asma desde antes de bajarse del barco.
Un poco más adelante, en lo alto de un promontorio rocoso, Mario me enseña dos huellas de pantera casi verticales, marcadas sobre el barro que cubre la roca… Cerca de allí, en medio del camino, encontramos
unos grandes agujeros que parecen realizados por el puto Vietcong, nuestro guía
no explica demasiado al respecto.
Un poco más adelante, en lo alto de un promontorio rocoso, Mario me enseña dos huellas de pantera casi verticales, marcadas sobre el barro que cubre la roca…
¡Alerta Victor Charlie! |
Bien entrada la tarde, Mario nos comunica que ya
estamos cerca. Pensamos pasar la noche en una cueva alojada en otro macizo
similar al elegido para comer.
Justo antes de llegar, atravesamos una zona de
bosque más bajo y tupido que está lleno de cigarras, invisibles en las ramas.
Estas cantan al unísono cuando atravesamos su territorio, produciendo un sonido
enloquecedor que proviene de todas partes y a la vez de ninguna, cubriéndonos
como un manto que anuncia la caída de la noche. Después callan. Como comento en
el vídeo, creo que tan solo están dando el aviso a los insectos infames que deben
habitar en la cueva: la cena está llegando.
La cueva es un lugar apartado, recóndito, se abre de
forma irregular y salvaje en mitad de la montaña selvática, como si algún titán
furioso hubiera golpeado allí con su hacha en los tiempos inmemoriales en los
que criaturas míticas moldeaban los mundos de lava. Hay que trepar un poco
entre rocas puntiagudas para entrar, lo cual, según nos dice Mario, nos librará
del riesgo de la presencia nocturna de ciertos animales más torpes, como los
elefantes o los osos.
La caverna es profunda y se bifurca unos cien metros
después de la entrada. Un camino lleva a una gran sala que aún goza de una
mortecina luz diurna gracias a una apertura muy oportuna en el lateral, a
través de la cual se ven las alturas de la selva, las prominentes copas de los
árboles se asoman curiosas. El otro camino se adentra en un denso abismo oscuro
sin final ni principio, inundado y abrupto. El primer camino, con la gran sala,
parece más adecuado ya que, en cualquier caso, no disponemos de linternas
apropiadas para seguir adentrándonos en la inhóspita gruta. Allí, en la gigante
estancia, acamparemos. Extendemos una fina lona en el suelo con tal fin, para
que, ya que no disponemos de sacos de dormir, el dolor que las protuberancias
rocosas producirán en nuestras espaldas durante la noche se minimice en la
medida de lo posible.
Como hemos sido los que más hemos hablado con él
durante la marcha, Mario nos pide a Alberto y a mí que le acompañemos a buscar
leña. Con la ayuda de un ajado machete, cortamos ramas de los árboles cercanos
y las colocamos junto a la entrada de la cueva. Después, súper Mario nos dice
de improviso que conoce una ruta para escalar el macizo donde se haya la cueva,
así que le seguimos trepando por las rocas que se elevan junto a la entrada.
Pronto nos encontramos a una altura considerable,
subiendo por grietas y salientes fáciles pero cortantes en caso de un resbalón
que podría resultar muy doloroso, si no fatal. Una vez arriba del todo, el
verdadero macizo se aparece frente a nosotros, muy por encima de los árboles.
Es una roca imponente, surcada por raíces intrincadas, totalmente fuera de
nuestro alcance en ese momento. Mario, que pese a no ser escalador se mueve por
las rocas con la agilidad de un reptil, dice que la escalada es posible, aunque
solo conoce a una persona que la haya hecho, una amigo suyo que consiguió pasar
la noche en la cima y gozar de un atardecer y un amanecer sobre la jungla más
antigua del planeta. Suena bien, y las ganas de aprender más sobre el mundo de
la escalada vuelven a revolverse dentro de mí.
Bajamos con cuidado, pues la oscuridad ya arrecia y
el descenso es siempre más difícil que el ascenso. Cuando volvemos a la cueva,
la luz que penetra en la gran cavidad calcárea se ha tornado aún más gris y
tenue, y agoniza resbalando por los intrincados muros de piedra.
Mientras calentamos la cena en el fuego,
magistralmente conducido por el versátil Mario, la noche cae poderosa, los
sonidos de la selva se levantan como amplificados por millones de diminutos
megáfonos situados junto a cada insecto y animal nocturno, y la oscuridad total
se cierne sobre los bordes dentados que nos rodean, ahora vibrantes en su
arrítmica danza con el fuego.
Después de cenar, charlamos y algunos se posicionan
con sus toallas sobre la lona como toda cama, Alberto y yo decidimos
aventurarnos hasta la entrada de la caverna.
Fuera, la oscuridad es un universo entero, más vivo
que la ciudad más poblada y más estremecedor que el propio miedo. Con cientos
de miles de criaturas a nuestro alrededor, compartimos nuestros miedos, el
habla de serpientes, y yo recuerdo a la pantera negra de la que me ha hablado
el guía el día anterior. Ella aparece en mi mente, durante todo el rato que
estamos fuera la veo, poderosa y agazapada, mirándonos fijamente, muy quieta.
La noche es sin duda su territorio, su coto de caza, el día es solo un
interludio entre una noche sangrienta y la siguiente. Ella puede vernos desde
decenas de metros, y olernos desde cientos, nosotros tan solo podemos elucubrar
con su presencia sobre nuestras cabezas, y temerla.
Bajamos por las rocas utilizando las precarias
linternas de nuestros móviles como toda guía. Abajo la sensación se
intensifica. Los muros de roca a nuestro alrededor desaparecen. Andamos unos
pocos metros. Ahora estamos tratando de tú a tú con la jungla, estamos
realmente dentro de su corazón oscuro e inquietante. Vemos de nuevo a las
luciérnagas, rodeándonos como una advertencia lúgubre. En el suelo también hay
insectos luminosos, gusanos encendidos que se quedan en nada cuando la luz de
los móviles los desenmascara. No avanzamos mucho, no es realmente posible
seguir el camino y la sonata nocturna se vuelve aún más intensa cuando apagamos
las linternas por unos segundos. Dicen que la pantera negra siempre ataca a sus
víctimas desde arriba, desde árboles o riscos, y que nunca mata de un mordisco
en el cuello, sino que ataca el cráneo o la espina dorsal con sus dientes de
felino para producir parálisis a la víctima. Con tales pensamientos en mente,
es normal que me sobresalte cuando oigo unos arbustos moverse cerca de
nosotros. Alumbramos rápidamente pero no vemos nada. Le digo a Alberto que
quizá deberíamos volver y él está de acuerdo conmigo, así que nos apresuramos y
en pocos minutos volvemos a estar en la relativa seguridad parapetada de la
entrada de la cueva.
Allí nos sentamos un rato, tranquilos una vez pasado
el ligero sobresalto, y escuchamos lo que nos cuenta la selva. Hay mucho que analizar
tras cada uno de los millones de sonidos que conforman la noche más espectacular
que me he parado a escuchar, pero no disponemos del conocimiento ni la
capacidad auditiva suficiente para desgranarlos y discernir su procedencia. Aun
así, como dice Alberto, “esto es muy puro”.
Una vez dentro de la cueva, nos tumbamos entre el
barullo de personas que hemos formado para caber en la lona y también para,
aunque quizá algunos no lo reconocerían, dormir más protegidos. La noche es
incómoda, y larga. Paso despierto la mayoría del tiempo, tumbado con los ojos
fijos en la gran apertura que ofrece un cielo estrellado tras las copas de los
árboles, simplemente escuchando.
Las ratas de la cueva se están dando un festín con los
restos adheridos a las latas que hemos dejado en el suelo tras la cena,
estratégicamente alejadas para mantener a los roedores a una distancia
prudencial. Mario se levanta varias veces y camina descalzo y silencioso junto
a las brasas moribundas en las que se ha convertido el fuego poco después de
que dejáramos de cuidarlo. No sé a dónde va, ni por qué está tan inquieto.
Me duermo a ratos, pero no consigo hacerlo durante
más de una hora seguida en ningún momento de la noche. A parte de los ruidos
provenientes del exterior, que entran prolíficamente a través del agujero del
lateral de la caverna, también me llegan algunos, puntuales, desde la parte
oscura de la gruta, desde lo más profundo del pasillo inundado que no hemos
explorado adecuadamente. Oigo rocas caerse, movimientos, y también lejanos
chillidos que pueden ser de ratas o de murciélagos (yo, evidentemente, disfruto
del miedo y la adrenalina que me produce imaginar que provienen de criaturas
mucha peores, de seres pálidos que se ocultan en lo profundo. Me imagino que
Mario sabe de su existencia, y por eso se mueve de un lado a otro vigilante e
inquieto. Pero en los momentos en los que le pierdo de vista, pienso que ya lo
han cogido, que estamos solos, y que solo es cuestión de tiempo el que veamos a
las criaturas humanoides bajar trepando por las rocas, para rodearnos irremediablemente).
No soy el único al que los ruidos mantienen despierto, puedo oír como otros se
revuelven inquietos sobre la inexorable roca que curte nuestros cuerpos con su
austera dureza.
La noche termina tras largas horas de vigilia y la
luz vuelve a penetrar por la gran apertura, ganando consistencia por momentos. Salgo
fuera y me ducho de forma rudimentariamente junto a un riachuelo solitario.
Después subo por las rocas del lateral de la entrada de la cueva y me siento un
rato a disfrutar del tranquilo amanecer. Son las cinco de la mañana y los
ruidos se han calmado considerablemente, los insectos duermen y nosotros nos
ponemos de nuevo en marcha.
Salimos tan pronto porque tenemos que estar en un
lugar llamado Kuala Trenggan a la una de la tarde para coger el barco de vuelta
a la civilización. Es una marcha dura de aproximadamente seis horas y no hay tiempo
que perder. Mario coge muy buen ritmo y durante la primera hora tan solo nos
paramos cuando a Beatrice le pica una especie de abeja en la mano.
Durante la caminata, Joan me cuenta que ha estado
cagada por los ruidos toda la noche y que bien entrada la madrugada, ha
escuchado lo que parecía un gato maullando, justo fuera de la cueva, en lo alto
de la apertura de la gran cámara donde hemos dormido. Ha debido de ser durante
uno de los pocos ratos en los que yo me he quedado traspuesto. En Taman Negara
no hay gatos. Es probable que la pantera negra haya estado mirándonos durante
la noche, clavando sus ojos amarillos en nuestros cuerpos cálidos e indefensos.
La marcha resulta más dura que el día anterior, hay
más ríos que cruzar, más árboles caídos, más repuntes rocosos. Cassandra no
tarda en colapsar, camina cabreadísima porque vamos demasiado rápido, pero no
tenemos opción si no queremos perder el barco. En un momento aparece por entre
el follaje, roja como un tomate, y furiosa. Se sienta y todos tememos que caiga
allí mismo, tener que llevar su cuerpo hasta el embarcadero no se plantea como
una tarea fácil… Me ofrezco a llevarle la mochila y ella me la da,
obsequiándome con una mirada furibunda a cambio de la ayuda. Los demás le dan
agua y continuamos, pidiéndole a Mario que trate de ir algo más despacio (él
nos ignora olímpicamente, yendo incluso más rápido).
Al haber más cursos de agua en el camino, muchos de
los cuales no nos queda más remedio que vadear metiendo los pies en el agua,
nuestros tobillos son pasto de las sanguijuelas durante todo el día. Guiseppe
nos avisó providencialmente de que trajéramos sal, y en efecto, al rociarlas
con una única pizca, estos gusanos negros chupasangres huyen arrastrándose
repugnantemente por la pierna. Es entonces cuando se las puede coger y arrancar
sin que hagan herida. Si simplemente se tira de ellas, como alguno hizo, la
sangre está asegurada, y eso atrae a más chupópteros evidentemente. En
cualquier caso, la sensación de levantarse el pantalón y ver a varias de ellas
adheridas a tu piel, hinchándose lentamente, no te la quita ni la sal ni ningún
otro remedio.
Durante la última parte de la marcha Mario me deja
ir en cabeza mientras él se pone a fumar como un carretero en último lugar,
supongo que para echar un ojo a Cassandra. El tramo se hace duro, pues mi
mochila ya era de las más pesadas y ahora llevo también la de Cassandra en la
parte de delante de mi cuerpo. Además se trata del trozo más irregular de toda
la ruta, con un montón de badenes y cortes en el camino que hay que bajar y
luego subir. Pasamos junto a un grandísimo árbol caído, con una peana de tierra
levantada de más de seis metros de largo. Donde antes estaban enterradas las
raíces, ahora hay un lago verdoso de tamaño considerable. Pensando en la famosa paradoja del árbol que cae, me imagino si el árbol hizo ruido al desplomarse contra el suelo, aunque no hubiera
allí nadie para escucharlo (este acertijo me parece, en cualquier caso, muy antropocéntrico ¿Qué pasa con los animales? ¿Acaso no tienen ellos oídos?).
Cuando aún nos queda una hora para llegar al nuestro
destino, se nos termina el agua potable. Como el calor nos sigue ahogando
cruelmente, tenemos que beber agua del río. Intentamos cogerla de riachuelos
con buena corriente, y no de los estancamientos, para minimizar la ingesta de
organismos potencialmente bacterianos. La verdad es que sabe mejor que la que
hemos traído embotellada.
Tras cinco duras horas, poco después de pasar por
una paranza en muy mal estado llena de lagartos que gritan como demonios,
llegamos a Kuala Trenggan, el embarcadero. Allí hay un poblado destruido y comido
por la selva. Estamos exhaustos y deshechos en sudor, hemos llegado media hora
antes de lo previsto por Mario. Nos damos una ducha con una especie de manguera
que hay en el antiguo poblado, y tras esto nos montamos en el long tail que ha
de llevarnos de vuelta a Kuala Tahan.
Allí nos despedimos de ese carismático Mario, bebemos agua a
espuertas en el bar flotante, y cogemos otro barco hasta Kuala Tembeling. Esta
vez tarda algo menos de tres horas pues vamos siguiendo la corriente del río.
Desde Kuala Tembeling, un autobús nos lleva a Jerantut y allí, con carreras y
por los pelos, cogemos el último servicio a Kuala Lumpur.
El grupo |
Volvemos en silencio, extenuados, cada uno pensando
en sus cosas, en lo que hemos experimentado durante el viaje.
LLegando a Segambut, tengo la sensación de que han
pasado muchos más días desde la última vez que vi los característicos bloques
de viviendas de las afueras de KL. Y es que quizás, en la jungla más antigua
del planeta, el tiempo transcurra de una forma diferente.
http://www.youtube.com/watch?v=VfusU-xqU3A
http://www.youtube.com/watch?v=VfusU-xqU3A
esos "gusanos luminosos" son las hembras de luciérnaga, que no tienen alas ni élitros.
ResponderEliminarMe gusta el recuerdo del sudor tras una travesía por la selva que tu me has hecho llegar. gracias.
Ni los bichos, ni el agua, ni los riscos, ni los ojos de la pantera pueden contigo. Valiente. Imagino el gustito de una cerveza fresquita despues de tanta selva. Por cierto ¿a qué huele esa selva?. Cuidate man.
EliminarA que huele la selva, buena pregunta...si te digo la verdad, no lo sé. Humedad mayormente. Supongo que es una mezcla de olores de plantas, tierra y caca de animales en la que ningún olor destaca especialmente sobre los demás... No me paré a pensarlo, tomo nota para la próxima vez.
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