miércoles, 2 de octubre de 2013

Sobre el día en que acabé sin saberlo en el concurso de Mister Sabah 2013

Mi descanso en las últimas 72 horas ha sido misérrimo. Por eso decido levantarme un poco más tarde de los normal el domingo. Después de todo, una vez decidí quedarme por la zona de Kota Kinabalu renuncié a las prisas y los viajes eternos en autobús.

En la casa de Aaron se juega al Dragon´s Dogma, un juego de rol con multitud de criaturas fantásticas bastante espectacular, el día anterior estaba el hermano y hoy está el propio Aaron pulsando frenéticamente los botones. Me siento a ver como se vicia hasta que la madre nos trae unas cajas de corcho blanco con lonchas de cerdo y pollo en salsa agridulce y arroz. Son más abundantes de lo que suelen serlo estas cajas porque la señora conoce a un hombre del restaurante donde las ha encargado, están muy buenas. Después nos vamos de nuevo a la ciudad, sin hablar demasiado. Hoy toca día de relax en las pequeñas islas que salpican la costa frente a Kota Kinabalu.

Hay cinco islas a elegir, todas forman parte del parque nacional Tunku Abdul Rahman (pese a que Sabah es de mayoría cristiana y uno se siente totalmente fuera de Malasia, las cosas oficiales aún llevan los nombres de los sultanes malayos). En el embarcadero hay fotos de las diferentes islas, así como multitud de agentes y agencias que ofrecen barcos y paquetes de varias islas a diferentes precios y a voz en grito, creando el caos habitual de todas las estaciones y embarcaderos de Asia. Elijo ir a Pulau Mumatik, la más pequeña de todas las islas, por recomendación de Aaron y Dajana. Aaron se despide y acordamos encontrarnos en ese mismo embarcadero a las seis de la tarde, no tiene dinero para pagar el barco y se niega a coger ni un céntimo de lo que le ofrezco, sospecho que está deseando volver para seguir jugando al Dragon´s Dogma.

El viaje en speedboat dura menos de diez minutos. Surcamos la gran bahía de Kota Kinabalu a gran velocidad, casi sobrevolando el agua entre ola y ola. Una parada en Pulau Gaya donde se bajan la mayoría de los pasajeros del barco (motivando mi esperanza vana de encontrarme la isla a la que voy medianamente vacía), y la siguiente isla es Pulau Mumatik, un pedazo de tierra de menos de un kilómetro cuadrado rodeado de aguas claras y transparentes como cristal líquido.  Desde el embarcadero, puedo ver los bancos de peces diminutos moviéndose al unísono, persiguiendo los reflejos vibrantes de las personas que desfilan por la pasarela. “Bienvenidos a Pulau Mumatik” reza un cartel.

Peces en agua cristalina

Las playas de la isla son las más claras que he visto. Los colores suaves de la arena blanca, el agua turquesa, y el cielo azul intenso se fusionan de forma perfecta. Algodón en las nubes, polvo en la playa y cristal en el agua, la línea entre los elementos es difusa y todo parece formar un cuadro inalterable. Al fondo, surgiendo del mar calmo y perfecto, el acero negro de los riscos de Sabah y el Kinabalu, que parece el Monte del Destino, expulsando las nubes que tamizan en jirones la costa escarpada. Hacía tiempo que buscaba una playa así.

Pulau Mumatik playa Sur

Nubes y mar en Pulau Mumatik

Pulau Mumatik playa Este

Barca y Pulau Gaya en el horizonte


Paso lo que queda de la mañana y gran parte de la tarde flotando en el agua, haciendo snorkeling con el equipo que he alquilado y paseando por la isla, que se recorre de un extremo a otro en menos de tres minutos. Intento permanecer en las zonas vacías de gente, que son pocas, ya que aunque no hay mucha gente, la isla es tan pequeña que uno de los lados está casi lleno, aunque encuentro algo de paz en el extremo opuesto. Por fin veo a los peces payaso, los que tienen rayas negras y naranjas, con los que no había logrado encontrarme en Bali, aunque los corales están más desvaídos que allí y la presencia de vida marina es menor y menos variada. Después nado bordeando la isla y alcanzo el lado que no tiene playa, más salvaje. Allí subo a las rocas y me siento un rato en lo alto de la costa quebrada, mirando los barcos pasar a lo lejos como un náufrago solitario que no quiere ser rescatado.

Cuando vuelvo a la playa, al lugar donde he dejado escondidas mis cosas, me doy cuenta de que me queda tan solo media hora para coger el barco de las cinco y media, el último. No obstante, antes de ir hacia el embarcadero asciendo curioso por un camino que se adentra en la mitad junglesca de la isla y llego hasta la cumbre de una diminuta colina que está justo encima de las rocas done he estado sentado hace un momento. Me entretengo mirando las aguas cristalinas que rodean la isla desde el follaje silencioso e imagino acechar a algún barco pirata que desembarca en mi isla del tesoro. El camino de vuelta lo hago casi corriendo, apremiado por horarios en un lugar en el que el tiempo no debería obedecer sus normas habituales.

Estoy ya cerca de la playa, saliendo de entre los árboles, cuando escucho como algo grande se mueve entre la hojarasca, muy cerca. Me sobresalto y observo como un lagarto monitor de al menos un metro y medio de largo se desliza elegantemente hacia la protección de los arbustos. Antes de retirarse, el animal se para y me mira de reojo, examinando mis intenciones con sus ojos reptilianos. Aaron me contó que estos lagartos utilizan la cola para defenderse, dando latigazos que hacen que la piel se abra como si la hubieran golpeado con un sable. Me acerco un par de pasos, con respeto y muy despacio, para verlo más de cerca y él se aleja lentamente, ya con menos miedo. Algo más arriba, otro miembro de su especie le espera, y juntos se quedan en Pulau Mumatik, mientras yo enfilo la playa hacia el barco con premura.

Cuando a las seis me planto en el embarcadero tras una carrera de speedboats que volvían de las islas, Aaron, como era de esperar, no está allí. Los sabahanos tienen su propia concepción del tiempo, y es una en el que este suele transcurrir más despacio, donde las en punto suelen convertirse en las y media y así sucesivamente. Lo que no es de rigor, es que sean las siete y allí siga, sentado en el banco esperando a mi amigo. Decido moverme, buscar un supermercado donde comprar una recarga para mi móvil y llamarle. Resulta que no tiene el coche de sus padres y tampoco saldo en el móvil, así que acordamos que me dé una vuelta por la ciudad hasta que pueda recogerme para ir a algún sitio por la noche.

Me paseo pues sin prisa por el mercado principal y por el mercado filipino. Allí hay expuesta una espectacular selección de los pescados y demás productos del mar más extravagantes que he visto nunca. Descubro que los peces azules y amarillos que he visto mientras hacía snorkeling son comestibles, así como las mantarayas, el olor a pez muerto alcanza lo más profundo de mis cavidades olfativas y se asienta allí durante un buen rato. El mercado principal está más “puesto” para que los turistas y compradores ricos pasen y vean. El mercado filipino es menos decoroso, mucho más sucio y más auténtico, con los pescadores y vendedores coreando a pleno pulmón sus productos, echando cubos de hielo hacía un lado y tripas sanguinolentas hacía el otro, y apartando a empellones a los niños descalzos que corren y juegan por todas partes. Desde allí tomo una de las mejores fotos de puestas de sol que he conseguido durante mis viajes.


Pez venenoso a tope

Mantarayas

Colores del mercado

No está mal para una Sony cibershot de las antiguas, just saying...

Llamo a Aaron de nuevo y la situación es la misma, no puede recogerme y ya no hay mucho más que hacer en Kota Kinabalu. En un impulso, decido ir hasta el lugar donde se celebra el festival de la cosecha, pues Aaron me dijo que las celebraciones durarían al menos tres noches más y allí existiría la posibilidad de mezclarme con la población local de la misma manera que la primera noche aunque fuera solo. Intento recordar el camino que hice con Dajana y cojo el que creo es el mismo autobús, preguntando si es el que va al poblado cultural donde están las celebraciones. Un “eh….si, si” poco convencido es todo lo que obtengo por respuesta así que me la juego (el inglés sabahano no tiene nada que ver con el inglés remarcable de Malasia peninsular, aquí vuelven los gestos camboyanos).

De camino, empieza a llover, y yo empiezo a pensar en el barrizal que se va a formar en el poblado. Me extraña que todo el mundo se baje en otras paradas y que nadie parezca ir a las celebraciones, pues el día que fuimos aquello parecía el centro de la actividad festiva de toda Sabah. Mis peores sospechas se confirman cuando el autobús me deja en la carretera, en frente de la entrada, en el mismo lugar donde hace dos días habíamos sido arrastrados por la turba hacía una noche alcohólica y desenfrenada. Allí no hay nada. Ni un alma, ni una luz. El poblado está abierto pero totalmente vacío.

Paseo entre las enormes bolsas de basura donde se han almacenado los desperdicios del festival de la cosecha. Todo está envuelto aún por el olor de la cerveza, la lluvia cae sobre la oscuridad del poblado y repiquetea en la soledad de las bolsas negras. Unos señores juegan a las cartas en una mesa aislada en mitad de una de las cabañas. Me dicen que la fiesta acabó ayer. Me siento solo y hundido.

Caminando un poco por los alrededores del centro cultural sigo a una gente y acabo en un pabellón cercano, nada menos que en medio de la celebración del concurso de míster Sabah 2013. La situación es rocambolesca: yo desorientado, con mi macuto y mi barba de backpacker, rodeado de gente muy bien puesta. Siendo el único blanco de la gran sala, todo el mundo me mira con confusión cuando entro, justo por debajo de todas las gradas, cerca de las mesas donde están sentadas las eminencias de la belleza sabahana. Enseguida miro si hay algún tipo de consumición gratuita: una muestra de canapés, o las típicas copas de plástico con champán, pero no hay nada, muy rancios estos sabahanos. Lo observo todo desde el pasillo de entrada, estorbando, entonces junto a mí empiezan a pasar los maromos, no sé si son competidores o tan solo amigos del gimnasio de los competidores, pero son muy grandes y pasan casi empujándome. Cuando los culturistas empiezan a subir semidesnudos al escenario decido desaparecer de allí y me escabullo por una puerta trasera intentando no llamar la atención más de lo que ya lo he hecho.

Es entonces cuando miro la hora y me doy cuenta de lo que resultaba obvio tan solo echando una ojeada rápida al oscuro cielo nocturno: el último autobús de vuelta a Kota Kinabalu ha debido pasar hace ya un buen rato. Correr hacia la parada no sirve de nada, en el camino, un hombre con el que me cruzo me confirma la última hora de salida, lejana ya: estoy fuera de lugar, y también fuera de tiempo.

Aaron sigue sin poder recogerme, así que no me queda más opción que volver a la ciudad haciendo autostop. Saco el dedo y avanzo por el arcén calado, sin importarme ya la lluvia, que continúa calando a bobos como yo. En un principio pienso que la amabilidad demostrada hasta ahora por la gente de Sabah les hará parar enseguida ante la imagen de un solitario autoestopista bajo la lluvia. Esto no ocurre, o al menos no ocurre de forma tan inmediata, y pasan más de 45 minutos antes de que un coche pequeño se detenga en el arcén junto a mí.

El conductor duda un momento. Pese a mis gestos, tarda unos largos segundos en abrir la ventanilla, y no es hasta que me acerco y golpeo el cristal con mis nudillos que no veo su cara en el interior del coche. Se trata de un chico joven, de unos 30, moreno y bajito, estándar. Le pregunto si viaja en dirección a Kota Kinabalu, o KK, como dicen los sabahanos, y él me dice que no tiene problema en llevarme con un inglés justito. Me monto pidiendo disculpas por estar calado, aunque a él no le importa y parece contento de llevarme. Hay algo que me inquieta en el hombre, creo que es el hecho de que haya tardado tanto en abrir la ventanilla.


La conversación transcurre de forma normal, me pregunta de dónde soy y enseguida empieza con la alabanza tan habitual hacía los deportistas españoles. Me habla de Cesc Fabregas, de Rafa Nadal, de Casillas. A mí me cuesta entender su pronunciación de los nombres españoles pero le sigo la corriente con cortesía. Me dice que ha escalado el monte Kinabalu seis veces, se le ve un hombre deportista, yo le cuento que el precio impuesto a los extranjeros por todos los permisos me ha imposibilitado la escalada. Todo va bien, normal, sin incidencias, hasta que de repente, de improviso, el amable conductor pregunta sin tapujos: “¿Podría tocarte el pene?”.

3 comentarios:

  1. gran día, sí señor, con happy ending incluido XD

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  2. Una bonita descripción de Sabah y de su gente.... ya uno se queda con la curiosidad de que pasó al final.... ajajjajaj. El tema autostop es una pena, porque la gente estaría super dispuesta en llevarte y en mucho sitios de la isla es la única forma de llegar, pero la mayoría no entiende este gesto que para los europeos es tan común.

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  3. Ya.. es una cosa de la que no me di cuenta hasta que empecé a hacerlo, me sorprendía tanto que no parara nadie que me dije "y si no entienden el gesto de autostop y piensan que solo soy un loco andando bajo la lluvía con el pulgar hacía arriba..." hasta que paró el pervertido..

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