lunes, 20 de mayo de 2013

Sobre la belleza y la barbarie


Una molestia me despierta por la mañana, muy temprano. Según mi cuerpo recupera sus capacidades sensoriales, la tímida molestia se transforma lentamente en un dolor agudo imposible de pasar por alto para seguir durmiendo. La irritación, o lo que sea que tengo en los costados, ha aumentado considerablemente, tengo la piel seca y cuarteada y empiezo a estar seriamente preocupado de haber pillado algo chungo.

Para compensarlo, decido darme un lujo y me pido el desayuno inglés del hostal que incluye huevos fritos y salchichas (esas salchichas asiáticas deshechas y vacías por dentro).

Después voy a una agencia de viajes junto al río y compro mis billetes a Siem Reap, segunda ciudad más grande de Camboya, al Norte, y antesala de Angkor Wat, para el día siguiente. Según el tipo que me vende los billetes, es imposible ir en barco remontando el Tonle Sap, como había pensado, pues al encontrarnos en la estación seca el caudal del río es demasiado escaso.

Después de pagar los billetes, como era de esperar, la gente de la agencia empieza a acosarme para que contrate más actividades con ellos. Es entonces cuando uno de los momentos más surrealistas del viaje ocurre. Uno de los dicharacheros empleados me ofrece llevarme a los campos de exterminio de los Jémeres Rojos, a una hora de Phnom Penh, en su tuk tuk. Le digo que quizá me interese, e indago por el precio. Es entonces cuando el hombre me ofrece llevarme después a un campo de tiro que hay en el camino de vuelta. Me ofrece disparar Kalashnikovs, ametralladoras M60 e incluso un bazooka. Los precios son algo desorbitados (por el bazooka 200 dólares), y, si se paga aún más, se ofrece la opción de disparar contra animales vivos, pudiendo elegir entre pollos, cerdos, o incluso una vaca. Lo más chocante, en cualquier caso, es que al personaje no se la caiga la cara de vergüenza al ofrecer un tour que incluye una parada en unos campos de exterminio y después en un campo de tiro…


Sorprendido por el desapego mostrado por este joven camboyano hacía su reciente historia pasada, salgo de la agencia y me encaminó al sur, hacia el palacio real.

Por el camino, atravieso una calle solitaria y me cruzo con un motorista que circula tranquilamente, le saludo con la mirada e inclinando la cabeza como hago con casi toda la gente que me cruzo y entonces él ve su oportunidad. Se para y me acorrala, tratando de llevarme a los campos de exterminio a toda costa. Le regateo el precio de 15 dólares a 10, solo por probar. No pensaba ir, pues creía que ya había tenido suficiente sobre las Jémeres Rojos después de Tuol Sleng, pero el tío insiste y 10 dólares no está tan mal. Ya me han vuelto a liar…

Introducirse en lo más profundo del tráfico camboyano agarrado malamente en la parte trasera de una moto vieja y diminuta es una de las experiencias más sucias que he tenido en mi vida. Se hace difícil no inhalar de lleno alguna de las cientos de bocanadas de humo negro que los tubos de escape te exhalan en la cara por doquier. Al no estar muchas de las calles y carreteras asfaltadas, el polvo también es una molestia a considerar. Entiendo ahora por qué tantos de los conductores de estas motillos se cubren con mascarillas de diversos colores.

Aun así, el paseo resulta agradable. Antes de salir de la ciudad, pasamos frente al monumento a la Liberación, con esas figuras de cara cuadrada tan características de inspiración estalinista. Fue erigido tras la entrada de los vietnamitas en Phnom Penh que acabó con el control de los Jeméres Rojos sobre Camboya en 1979 (acabó con el control, ojo, que no con el partido, que siguió luchando en las selvas del norte del país como una organización revolucionaria hasta la muerte de Pol Pot - de viejo - en 1997).

Monumento a la Liberación

Después salimos al campo, a la masiva Camboya rural que abarca absolutamente todo el país a excepción de las dos o tres ciudades grandes. Es un paisaje muy plano y muy vasto, puede verse a kilómetros de distancia porque el día es muy claro, y el impacto que causa al aparecer por primera vez tras los últimos edificios de Phnom Penh es cautivador.

El motorista, cuyo nombre por desgracia no recuerdo (los nombres camboyanos son asonantes y muy difíciles de guardar en la memoria), intenta hablarme bastantes veces durante el camino, si bien tiene un nivel de inglés que no supera las barreras sónicas de su casco y de los coches de alrededor.

Aparecemos en los campos de exterminio de Choeung Ek tras poco menos de una hora. Me han dicho que la audio-guía proporcionada con el precio de la entrada (5 dólares) es de muy buena calidad e incluye una gran cantidad de información, así que me propongo intentar formarme una opinión más documentada sobre los terribles sucesos del periodo 74-79 y llegar quizá a dilucidar la respuesta a una sencilla y al mismo tiempo muy compleja pregunta que me ronda la mente: ¿Por qué?

No quiero hablar mucho más sobre los Jémeres Rojos, pues ya me extendí demasiado con el tema en mi anterior entrada. Baste decir que Choeung Ek es un lugar muy triste, donde lo que más me impresionó, a parte evidentemente de las fosas comunes excavadas por todas partes (en las que aún pueden verse huesos humanos sobresaliendo de la tierra), fue las armas usadas para las ejecuciones. Azadas, hachas, cuchillos sin filo, guadañas y otras herramientas propias de la agricultura se transformaron allí en portadores de muerte. La deficiencia de estas armas provocaba que muchas de las víctimas que caían a las fosas estuvieran aún vivas después de los golpes o cortes. Esto se solucionaba rociando los cuerpos con productos químicos corrosivos que además acaban con el olor a podredumbre.

El llamado árbol del exterminio también se apoderará, por desgracia, de un hueco en mi memoria: un lugar consagrado a la infamia humana donde los hijos bebés de los ejecutados eran cogidos por los pies y golpeados hasta la muerte contra la rígida corteza del árbol. Recordemos que una de las máximas de la política de exterminio de Pol Pot indicaba específicamente la necesidad de eliminar a los niños para que estos no pudieran vengarse cuando fueran mayores.

El santuario central, con más de 5.000 calaveras humanas dispuestas en varios niveles de una stupa, tampoco se queda atrás a la hora de encoger el estómago del visitante.

En efecto, la audio-guía es de una calidad remarcable, incluyendo testimonios tanto de víctimas como de verdugos, pistas de audio con sonidos de la época (una concreta bastante impactante con las canciones revolucionarias que los verdugos ponían a todo volumen durante la noche, mientras las ejecuciones eran llevadas a cabo, para cubrir los horribles gritos de los asesinados) e historias individuales muy bien narradas en una multitud de idiomas, incluido el español.

La tranquilidad y el silencio que se respiran hoy contrastan con la historia de barbarie que el lugar acarrea irremediablemente a sus espaldas. Esta trata de escapar de su olvido adoptando la forma de girones de ropa y huesos humanos que surgen horriblemente de la tierra y las raíces a cada paso, produciendo gran desasosiego en el caminante tranquilo.

 En Choeung Ek llegaron a ejecutarse a trescientas personas diarias. Hasta el momento, 8.895 cuerpos han sido descubiertos y recuperados de las garras de la tierra sin nombre de las fosas comunes, pero, como se ve a primera vista, muchos más yacen aún, deshaciéndose olvidados en este lugar, que fue el mismísimo infierno en la tierra.

http://www.youtube.com/watch?v=lrSHZNuBWW4&feature=youtu.be
Para ver fotos de los campos de exterminio, remito al lector de nuevo a mi álbum sobre el genocidio, donde puede verse retratado el horror: https://www.facebook.com/media/set/?set=a.455858281157029.1073741828.100001985835728&type=3

El por qué Pol Pot pensó que debía matar a un 25% de sus compatriotas para mantenerse en el poder (las masacres se produjeron una vez que ya estaba en el gobierno, así que no fueron un medio para llegar a él) es algo que quizá algún psicólogo que estudie su mente enferma pueda decirnos. Pero él es solo una persona, un caso aislado y anómalo, un error estadístico, sin embargo, ¿Cómo es posible que los camboyanos, los ejecutores, las cientos de personas que ayudaron a asesinar a miles de compatriotas, hicieran todo aquello? Esta gente amable, bondadosa, hace 40 años mató a sus propios compatriotas, a vecinos y a amigos, y a los hijos de sus compatriotas, vecinos y amigos.

Es una cuestión muy difícil de abordar, y por supuesto, no me atrevo a sonsacar directamente sobre el tema a ningún camboyano. Lo hago si acaso de forma tímida, y obteniendo muy poca respuesta, pues ellos también evitan hablar sobre esto. La única explicación posible, como siempre ocurre, es un compendio de explicaciones. Una serie de razones y factores entre los que probablemente destaca la extrema pobreza de la población, la desesperación (tras los bombardeos americanos de la guerra de Vietnam, Camboya era un país deshecho), la incultura de la gente, su desconocimiento, su escasa consciencia, y por supuesto un líder carismático. Porque suponemos que el demonio Saloth Sar, Pol Pot, en algún momento de su vida tuvo un gran carisma (es curioso encontrarse siempre con que estos monstruos de la historia en su día fueron capaces de inspirar, emocionar y levantar a una gran cantidad de gente a su favor). Un líder carismático que es capaz de aprovecharse de todas las miserias de esta gente (no tiene por qué ser siempre la pobreza y la incultura el factor principal, véase como Hitler uso la humillación nacional y el miedo al comunismo para propósitos similares), que es capaz de ver en los jirones que quedan de su país la oportunidad de ser alguien poderoso, y por supuesto, que es capaz de crear un enemigo.  Mediante discurso puro y duro, mediante retórica, crear un enemigo; puede ser una clase social, una etnia, una religión (en el caso de Camboya era la clase media, los habitantes de las ciudades, los ricos e intelectuales). Se trata de darle forma, de aislarlo en el discurso, de darle peso, y después, de juntar ambos elementos: ligar este enemigo ficticio con todas las miserias que padece el pueblo, culparle de todas las penurias, y por supuesto, dejar bien clara una cosa: su exterminación es la única forma de poder acabar con todo lo que os aflige, eliminarlo es la única manera que tienes de salvar a tu familia, de dar de comer a tus hijos, por no mencionar que si te niegas a eliminarle, tú pasarás a ser parte del enemigo (el miedo es evidentemente, un factor a tener muy en cuenta también). Así tuvo que ser como ocurrió, así fue como Pol Pot convenció a cientos de campesinos que jamás habían salido de sus pueblos para que entraran en las ciudades, pusieran sacos en las cabezas de familias enteras y los metieran en camiones con destino a las fosas comunes, así es como consiguió que los verdugos de Choeung Ek asesinaran fríamente a una persona tras otra, día tras día.

En cuanto a la crueldad de las muertes, al porqué del uso de hachas azadas y cuchillos en vez de armas de fuego, es una mera eventualidad que se debe a una razón sencilla: El régimen de los Jémeres Rojos también era miserable, al igual que su pueblo, eran más pobres que las ratas, de manera que en este caso, efectivamente, una bala era demasiado cara para desperdiciarla con los ejecutados. En la pobreza el hombre mata con lo que tiene a mano, y no es más cruel que por hacerlo con una pistola o un fúsil, pese a que pueda impresionar más ¿o es que no había genocidios antes de que se inventaran las armas de fuego?

El pobre motorista que me ha traído a Choeung Ek ha tenido que esperarme durante casi dos horas, pues me he tomado mi tiempo escuchando todo el material incluido en la guía auditiva mientras me paseaba sin rumbo entre las fosas, y reflexionaba sobre todo esto. Por supuesto, aunque no puede disimular su impaciencia por volver a la ciudad, no se queja ni lo más mínimo y me sonríe todo el rato.

Me lleva de vuelta a gran velocidad serpenteando entre el humeante tráfico y me deja en la entrada del palacio real. Tras una amable despedida, desaparece con su ruidosa moto y yo me giro hacía los muros amarillos del palacio. Es hora de dejar atrás el lado más oscuro de la historia camboyana para deleitarse con las joyas que, la que también fue una nación próspera y esplendorosa durante siglos, tiene para ofrecer.

El palacio real es un gran recinto ajardinado con multitud de edificios espectaculares en él. La arquitectura khmer contemporánea florece en su máximo esplendor, dando forma a varias de esas inmensas pagodas con tejados acabados en múltiples filos que me recuerdan tanto a las construcciones de los eldars oscuros de Warhammer 40.000. Es especialmente destacable la pagoda de la Plata, dentro de la cual todo lo que hay está moldeado a partir de metales preciosos (está totalmente rodeada de guardias muy mal encarados y no se puede hacer fotos), los diferentes museos con información interesante sobre el antiguo imperio khmer, la sala del trono donde aún se sienta el rey de Camboya durante las recepciones oficiales, y un estanque con una reproducción a escala de Angkor Wat y lleno de descomunales peces gato, algunos de más de un metro de largos (quizá no sean peces gato, no estoy seguro de qué son esos monstruos, pero por si acaso no meto la mano en el agua).

También hay un pabellón colonial francés llamado Napoleon con una arquitectura interesante que destaca entre los edificios khmer (las farolas y las altas verjas que hay por todo el recinto también lucen la impronta del barroco francés en sus vistosos diseños), y algunas estatuas de Buda muy integradas entre la naturaleza exuberante y exótica de los jardines.

Durante mi estancia en el palacio, pido a varios turistas que andan por allí que me tiren unas fotos con los edificios, pero todos sacan fotos lamentables, borrosas o descentradas, y cortando los tejados amarillos de las pagodas, que es precisamente lo bonito. Me pregunto si soy la única persona en el mundo que se esfuerza por sacar una buena foto cuando algún turista random le pide que se la haga.

El Palacio Real

Buda entre naturaleza extraña

Palacete

La pagoda de la plata

El Palacio Real, más cerca

Cuando salgo, me acerco a la gran extensión de agua que se forma en el cruce del Mekong y el Tonle Sap y me relajo un rato observando el pasar tranquilo de los barcos cochambrosos. Me imagino que son barcos piratas modernos, sin bandera ni nada que los identifique como tales, tan solo con contrabandistas asiáticos tatuados fumando opio en la cubierta. Es muy posible que algunos lo sean.

Después sigo hacía el Sur de la ciudad. Planeo dar una vuelta y llegar al mercado central, donde quiero comer insectos, pues unos camboyanos me han dicho que allí venden los mejores y más variados de la ciudad.

Mi soltura entre el tráfico de Phnom Penh va aumentando por momentos. El contorsionismo urbano necesario para cruzar cada una de las polvorientas calles puede resultar algo incómodo, aunque yo me lo tomo como algo divertido y natural. Después de todo, siempre me ha gustado cruzar a la madrileña, es decir, cuándo y por dónde me da la gana.

En el camino atravieso un parque muy agradable y me cruzo con una pareja que descansa con su hijo en un banco. No recuerdo si lo he mencionado ya pero los camboyanos, tanto ellas como ellos, gozan de una belleza increíble, superior a cualquiera que haya visto en ningún otro país, ni siquiera en Nepal. Son tan guapos, que en este caso, siento la necesidad de pararme y retratarles con mi cámara; por supuesto, con su permiso previo, que me dan con una gran sonrisa pese a que debo enseñarles la cámara para que entiendan lo que les digo.

Familia Camboyana

Nunca llego a tomar las guarrerías con las que pensaba regalarme en el mercado central (he escuchado que también venden tripas de cerdo en forma de snack), pues cuando llego después de una larguísima caminata el gran edificio de cúpula colonial art decó está totalmente cerrado, pese a que tan solo son las cinco y media.

Acabo yendo al mercado cercano al hostel King, y tras comprar unos dukus (fruta típica del sureste asiático parecida a una mandarina pero más pequeña y con gajos blanquecinos y muy ácidos) y una barra de pan me subo a la azotea a darme el festín. El pan en Camboya es sorprendentemente bueno y parecido al que se hornea en el mundo occidental. Fue introducido por los franceses, sibaritas del pan, y es algo que se aprecia al venir de Malasia, un país donde es imposible encontrarlo.

Observo la luna roja sobre el río Mekong y pienso que este sería uno de esos momentos perfectos del viaje si no fuera por la abrasión que aún siento en los laterales de mi cuerpo. Maldigo al hostal King y me bajo a dar una vuelta.

Esta noche me sorprende la llamada de Breo, el chico español que conocí en mi primer día en Phnom Penh. Me llama desde el Skype que ha pedido que le dejen usar en un restaurante en el que están cenando, pues Breo y Guille viajan sin móvil. Me dice que me acerque y eso hago. Me tomo unas pintas a 75 céntimos de dólar con ellos para acompañar una conversación muy agradable.

A la vuelta al hostal, me encuentro exhausto y sediento. La recepción está cerrada, pero yo sé que hay una nevera con botellas frescas de preciada agua que veo como la única opción de aliviar mi sed y pegar ojo esta noche. Procurando que no me vea el vigilante de la entrada, que dormita en su tuk tuk, me deslizo silenciosamente en la oscura habitación. Dentro, el dueño y dos amigos están sentados y presumiblemente dormidos frente a un televisor encendido que parpadea mostrando la infame programación camboyana (compuesta básicamente de culebrones khmer con personajes de gesto forzado y voces muy agudas). Avanzo muy despacio hacía la nevera, tratando de nos despertarles. La escena me recuerda a cualquier secuencia de infiltración en un campamento del Vietcong durante la guerra de Vietnam vistas en tantas películas y videojuegos. Me imagino que en vez del mando de la tele, lo que el dueño del hotel tiene en la mano es un Kalashnikov cargado. Todo va bien, el agua se haya en mis manos. Pero algo falla. Al cerrarse, la puerta de la nevera hace un ruido, muy suave, pero suficiente para que el dueño y sus amigos se vuelvan alarmados hacía mí con un movimiento rápido. Intento explicarles como puedo que pensaba pagar el agua mañana, que no sabía que no se podía entrar en la recepción por la noche, etc, pero están muy cabreados y me echan de malas formas, por suerte, sin usar ningún tipo de arma.

Y así termina mi periplo en Phnom Penh, con otra noche infame en mi habitación del hostal King´s. A la mañana siguiente me levanto muy pronto para viajar al norte, a Siem Reap y los reinos olvidados de Angkor.

El viaje lo realizo en una furgonetilla, sentado entre el conductor y un chino viejo que huele a cigarro puro. Resulta incómodo y muy largo, de unas siete horas. En el asiento de atrás hay un camboyano cuya verborrea incomprensible no cesa durante gran parte del viaje. Ese idioma khmer, agudísimo, que hace sonar a los hombres como mujeres y a las mujeres como niñas. No sé qué historia interminable estará contando, pero no admite réplica y parece estar hablando solo. El chino que se sienta junto a mí también parece molesto por momentos.

Pese a que voy cabeceando todo el viaje (el dolor de cuello me durará un día entero), trato de observar el paisaje en la medida de lo posible. Definitivamente, Camboya es uno de los países más planos, si no el que más, en el que he estado: no veo ni una sola colina grande o montaña en todo el trayecto. Quizá influya el hecho de que se trate del país más bombardeado de la historia, con más de dos millones y medio de toneladas de bombas americanas caídas en su territorio entre 1965 y 1973, muchas de las cuales no explotaron entonces y aún siguen mutilando a los campesinos que excavan la tierra para cultivar sus arrozales.

Fotón hecho desde el coche

Niña en la provincia de Kompong Thom


Nos cruzamos con muchos camiones con colores y motivos pintados muy llamativos, todo un clásico de las carreteras de Asia, uno de ellos ha volcado en mitad de la carretera con toda su carga y hay que esquivarlo.

A las cinco de la tarde, después de haber parado en el pueblo paupérrimo de Kompong Thom, llegamos a Siemp Reap y por fin puedo desentumecer mi cuerpo. Debo buscar un hostal para tratar de descansar lo que queda del día.

La emoción me embarga mientras busco un tuk tuk, estoy a unos pocos kilómetros de uno de los lugares más espectaculares de la tierra, una de las mayores maravillas construidas por el hombre: la grandiosa capital del imperio Khmer, Angkor.

4 comentarios:

  1. Ya leí en tu FB los horrores de PolPot y cía. Nada que envidiar a Hitler, Stalin y otros genocidas famosos.
    Si sigues Mekong arriba pregunta por los siluros. Existen ejemplares de cerca de 200 Kg. y diez metros de largo. Una fotillo con algún monstruo de estos sería bienvenida.
    No robes en los hoteles. No está bien.
    Besos man.

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  2. Espeluznante lo que cuentas de los campos de exterminio de Pol Pot!

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  3. cómo te puede acorralar un solo tío, por muy motorista que sea? Al menos, circular por esa ciudad en moto tiene que ser toda una experiencia. Lo único, mascarilla como en Tailandia, Vietnam y todos los países de esa zona. Las venden muy baratas, con algunos diseños cojonudos.

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  4. El relato de la visita a ese museo me ha recordado al museo de la guerra de Saigón, donde hay una sala con fotografías de las consecuencias del agente naranja en la población vietnamita, y a lo largo de todo el museo, fotos de americanos jactándose de las "machadas" que hacían con los charlis.
    Sí, realmente para salir con el ánimo un poco encogido. Muy bueno, vitin.

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