jueves, 11 de abril de 2013

La selva más antigua del planeta (2)


Ya bien entrada la noche, tras disfrutar de un paseo solitario por el extremo vacío de la playa, y de un rato de contemplación reflexiva sentado en un banco de arena, soy de los últimos en deslizarse al interior de la tienda. Intento no hacer ruido durante la noche, pues ya sé cómo se las gasta Guiseppe, que, al más puro estilo siciliano, pega puñetazos a la gente que ronca y le despierta, habiendo ya creado varios momentos tensos nocturnos en la habitación de ocho personas donde duerme en la ONG.

Pese a que el lugar es difícilmente superable si hablamos de su belleza y tranquilidad, mentiría si dijera que paso mi mejor noche en aquella playa del río Tembeling en lo que a dormir se refiere. No obstante, pese a la incomodidad endiablada, que tan solo me da respiro durante un par de horas a la sumo, me levanto con inusitada energía. Quizá sea el lugar lo que me recarga las pilas de forma espontánea, sin sueño de por medio.

Soy el único integrante del grupo lo suficientemente despreocupado por la higiene como para darse un baño en las sucias aguas marrones del río. La corriente me arrastra vigorosamente hasta casi el final de la playa, donde braceo con esfuerzo para salir a tierra firme, como un hombre nuevo después del refresco y el ligero ejercicio. El barco llega poco después, con el conductor, el guía (que es diferente al que me han presentado el día anterior en la agencia) y un niño orang asli que tan solo viaja río arriba, hasta la siguiente playa.


Mañana en el río

Son tres horas de precioso ascenso por las aguas marrones (y bastante fieras en algunos puntos) hasta Kuala Keniam, un centro de investigación muy modesto y totalmente desierto (parece abandonado) donde empezamos el trekking a través de la jungla. El guía se presenta como Mario, es un malayo diminuto y fibroso de gemelos poderosos que delatan años de incontables caminatas. Nada más bajarnos del barco desaparece para volver al poco con unos frutos alargados y jugosos, extremadamente ácidos, que reparte. Es una persona risueña y bromista, y nos insta a llamarle súper Mario, asegurando que es italiano.

Tras comer algo, por fin entramos en la jungla profunda, la de verdad, sin pasarelas ni camino. Andamos a buen ritmo, pasando junto a árboles (sobre todo mersawas, keruings y keladans, por si alguien quiere buscarlos) de cientos de metros de altura, ancianos como la propia roca y el suelo donde se arraigan firmemente con la ayuda de sus anchísimas y ramificadas bases. Estas están divididas en cuatro “dedos” que se clavan en la tierra, creando la sensación de que se está avanzando entre los pies de gigantescas criaturas petrificadas de las que al mirar arriba tan solo se ve el vientre formado por un heterogéneo manto de hojas y ramas.

Pie de un árbol

Mario junto a uno de las gigantescas peanas

Las raíces y lianas lo abrazan todo, enroscándose como serpientes que parece podrían cobrar vida en cualquier momento, rodeándonos hasta aplastarnos y chuparnos la vida que albergamos, como hacen con los otros árboles. Mario nos cuenta que las lianas trepadoras son las principales culpables de que haya tantísimos árboles caídos y podridos bloqueando el camino. Pero no se las debe guardar rencor, nos explica, pues son un eslabón básico del ecosistema de Taman Negara, asesinando fríamente a los árboles viejos y decadentes para que nuevos jóvenes vigorosos puedan ocupar su lugar y la selva nunca deje de renovarse y prolongar su existencia milenaria (de hecho, millonaria, 130 millones de años, recuerdo).

Además, los troncos y las ramas caídas nos ayudan a cruzar los numerosos cauces de agua que fluyen con diferentes caudales cruzando nuestro “camino”. En algunas ocasiones es necesario hacer verdaderos ejercicios de equilibrismo para no meter el píe en el agua, aunque a mí no me importe mucho gracias a mis botas de gore-texxx.

Pese a ser menos tupida que la que recorrimos en las Cameron Highlands, es evidente que la jungla que ocupa Taman Negara es muchísimo más antigua, y esto queda evidenciado en la altura y el grosor de los árboles, muy imponentes. Hay más insectos que en las Highlands, las cientos de hormigas son de proporciones jurásicas, los ciempiés naranjas y también descomunales, e incluso llegamos a ver a las arañas horripilantes de aquel famoso museo de insectos, esta vez en libertad y colgando amenazadoramente sobre nuestras cabezas. Además de estos insectos de gran tamaño, también nos encontramos con unos helechos azules que me recuerdan a las plantas curativas que había en los primeros Resident Evil (dato para frikis noventeros).




Planticas azules


A media tarde, alcanzamos un macizo rocoso que se alza con gran autoridad y belleza entre la vegetación. Allí nos sentamos en el interior de un abrigo de roca y comemos media lata de judías (esta vez frías) cada uno. Después nos agarramos a una liana y nos balanceamos sobre unos arbustos a cierta altura, saltando desde las rocas del risco, mola.

Seguimos andando. Mario no para de fumar: en cada parada se termina por lo menos dos cigarrillos a una velocidad insalubre. Pese a eso, y como es lógico, nos domina a todos en lo que a andar por la selva se refiere, y en ocasiones su excesivo ritmo provoca las agresivas quejas de Cassandra, que va asfixiada por el asma desde antes de bajarse del barco.

Un poco más adelante, en lo alto de un promontorio rocoso, Mario me enseña dos huellas de pantera casi verticales, marcadas sobre el barro que cubre la roca…Cerca de allí, en medio del camino, encontramos unos grandes agujeros que parecen realizados por el puto Vietcong, nuestro guía no explica demasiado al respecto.


¡Alerta Victor Charlie!


Bien entrada la tarde, Mario nos comunica que ya estamos cerca. Pensamos pasar la noche en una cueva alojada en otro macizo similar al elegido para comer.


Justo antes de llegar, atravesamos una zona de bosque más bajo y tupido que está lleno de cigarras, invisibles en las ramas. Estas cantan al unísono cuando atravesamos su territorio, produciendo un sonido enloquecedor que proviene de todas partes y a la vez de ninguna, cubriéndonos como un manto que anuncia la caída de la noche. Después callan. Como comento en el vídeo, creo que tan solo están dando el aviso a los insectos infames que deben habitar en la cueva: la cena está llegando.
La cueva es un lugar apartado, recóndito, se abre de forma irregular y salvaje en mitad de la montaña selvática, como si algún titán furioso hubiera golpeado allí con su hacha en los tiempos inmemoriales en los que criaturas míticas moldeaban los mundos de lava. Hay que trepar un poco entre rocas puntiagudas para entrar, lo cual, según nos dice Mario, nos librará del riesgo de la presencia nocturna de ciertos animales más torpes, como los elefantes o los osos.

Entrada de la cueva

La caverna es profunda y se bifurca unos cien metros después de la entrada. Un camino lleva a una gran sala que aún goza de una mortecina luz diurna gracias a una apertura muy oportuna en el lateral, a través de la cual se ven las alturas de la selva, las prominentes copas de los árboles se asoman curiosas. El otro camino se adentra en un denso abismo oscuro sin final ni principio, inundado y abrupto. El primer camino, con la gran sala, parece más adecuado ya que, en cualquier caso, no disponemos de linternas apropiadas para seguir adentrándonos en la inhóspita gruta. Allí, en la gigante estancia, acamparemos. Extendemos una fina lona en el suelo con tal fin, para que, ya que no disponemos de sacos de dormir, el dolor que las protuberancias rocosas producirán en nuestras espaldas durante la noche se minimice en la medida de lo posible.

El dormitorio en la caverna

Como hemos sido los que más hemos hablado con él durante la marcha, Mario nos pide a Alberto y a mí que le acompañemos a buscar leña. Con la ayuda de un ajado machete, cortamos ramas de los árboles cercanos y las colocamos junto a la entrada de la cueva. Después, súper Mario nos dice de improviso que conoce una ruta para escalar el macizo donde se haya la cueva, así que le seguimos trepando por las rocas que se elevan junto a la entrada.

Pronto nos encontramos a una altura considerable, subiendo por grietas y salientes fáciles pero cortantes en caso de un resbalón que podría resultar muy doloroso, si no fatal. Una vez arriba del todo, el verdadero macizo se aparece frente a nosotros, muy por encima de los árboles. Es una roca imponente, surcada por raíces intrincadas, totalmente fuera de nuestro alcance en ese momento. Mario, que pese a no ser escalador se mueve por las rocas con la agilidad de un reptil, dice que la escalada es posible, aunque solo conoce a una persona que la haya hecho, una amigo suyo que consiguió pasar la noche en la cima y gozar de un atardecer y un amanecer sobre la jungla más antigua del planeta. Suena bien, y las ganas de aprender más sobre el mundo de la escalada vuelven a revolverse dentro de mí.

Bajamos con cuidado, pues la oscuridad ya arrecia y el descenso es siempre más difícil que el ascenso. Cuando volvemos a la cueva, la luz que penetra en la gran cavidad calcárea se ha tornado aún más gris y tenue, y agoniza resbalando por los intrincados muros de piedra.

Mientras calentamos la cena en el fuego, magistralmente conducido por el versátil Mario, la noche cae poderosa, los sonidos de la selva se levantan como amplificados por millones de diminutos megáfonos situados junto a cada insecto y animal nocturno, y la oscuridad total se cierne sobre los bordes dentados que nos rodean, ahora vibrantes en su arrítmica danza con el fuego.

Después de cenar, charlamos y algunos se posicionan con sus toallas sobre la lona como toda cama, Alberto y yo decidimos aventurarnos hasta la entrada de la caverna.

Fuera, la oscuridad es un universo entero, más vivo que la ciudad más poblada y más estremecedor que el propio miedo. Con cientos de miles de criaturas a nuestro alrededor, compartimos nuestros miedos, el habla de serpientes, y yo recuerdo a la pantera negra de la que me ha hablado el guía el día anterior. Ella aparece en mi mente, durante todo el rato que estamos fuera la veo, poderosa y agazapada, mirándonos fijamente, muy quieta. La noche es sin duda su territorio, su coto de caza, el día es solo un interludio entre una noche sangrienta y la siguiente. Ella puede vernos desde decenas de metros, y olernos desde cientos, nosotros tan solo podemos elucubrar con su presencia sobre nuestras cabezas, y temerla.

Bajamos por las rocas utilizando las precarias linternas de nuestros móviles como toda guía. Abajo la sensación se intensifica. Los muros de roca a nuestro alrededor desaparecen. Andamos unos pocos metros. Ahora estamos tratando de tú a tú con la jungla, estamos realmente dentro de su corazón oscuro e inquietante. Vemos de nuevo a las luciérnagas, rodeándonos como una advertencia lúgubre. En el suelo también hay insectos luminosos, gusanos encendidos que se quedan en nada cuando la luz de los móviles los desenmascara. No avanzamos mucho, no es realmente posible seguir el camino y la sonata nocturna se vuelve aún más intensa cuando apagamos las linternas por unos segundos. Dicen que la pantera negra siempre ataca a sus víctimas desde arriba, desde árboles o riscos, y que nunca mata de un mordisco en el cuello, sino que ataca el cráneo o la espina dorsal con sus dientes de felino para producir parálisis a la víctima. Con tales pensamientos en mente, es normal que me sobresalte cuando oigo unos arbustos moverse cerca de nosotros. Alumbramos rápidamente pero no vemos nada. Le digo a Alberto que quizá deberíamos volver y él está de acuerdo conmigo, así que nos apresuramos y en pocos minutos volvemos a estar en la relativa seguridad parapetada de la entrada de la cueva.

Allí nos sentamos un rato, tranquilos una vez pasado el ligero sobresalto, y escuchamos lo que nos cuenta la selva. Hay mucho que analizar tras cada uno de los millones de sonidos que conforman la noche más espectacular que me he parado a escuchar, pero no disponemos del conocimiento ni la capacidad auditiva suficiente para desgranarlos y discernir su procedencia. Aun así, como dice Alberto, “esto es muy puro”.

Una vez dentro de la cueva, nos tumbamos entre el barullo de personas que hemos formado para caber en la lona y también para, aunque quizá algunos no lo reconocerían, dormir más protegidos. La noche es incómoda, y larga. Paso despierto la mayoría del tiempo, tumbado con los ojos fijos en la gran apertura que ofrece un cielo estrellado tras las copas de los árboles, simplemente escuchando.

Las ratas de la cueva se están dando un festín con los restos adheridos a las latas que hemos dejado en el suelo tras la cena, estratégicamente alejadas para mantener a los roedores a una distancia prudencial. Mario se levanta varias veces y camina descalzo y silencioso junto a las brasas moribundas en las que se ha convertido el fuego poco después de que dejáramos de cuidarlo. No sé a dónde va, ni por qué está tan inquieto.

Me duermo a ratos, pero no consigo hacerlo durante más de una hora seguida en ningún momento de la noche. A parte de los ruidos provenientes del exterior, que entran prolíficamente a través del agujero del lateral de la caverna, también me llegan algunos, puntuales, desde la parte oscura de la gruta, desde lo más profundo del pasillo inundado que no hemos explorado adecuadamente. Oigo rocas caerse, movimientos, y también lejanos chillidos que pueden ser de ratas o de murciélagos (yo, evidentemente, disfruto del miedo y la adrenalina que me produce imaginar que provienen de criaturas mucha peores, de seres pálidos que se ocultan en lo profundo. Me imagino que Mario sabe de su existencia, y por eso se mueve de un lado a otro vigilante e inquieto. Pero en los momentos en los que le pierdo de vista, pienso que ya lo han cogido, que estamos solos, y que solo es cuestión de tiempo el que veamos a las criaturas humanoides bajar trepando por las rocas, para rodearnos irremediablemente). No soy el único al que los ruidos mantienen despierto, puedo oír como otros se revuelven inquietos sobre la inexorable roca que curte nuestros cuerpos con su austera dureza.

La noche termina tras largas horas de vigilia y la luz vuelve a penetrar por la gran apertura, ganando consistencia por momentos. Salgo fuera y me ducho de forma rudimentariamente junto a un riachuelo solitario. Después subo por las rocas del lateral de la entrada de la cueva y me siento un rato a disfrutar del tranquilo amanecer. Son las cinco de la mañana y los ruidos se han calmado considerablemente, los insectos duermen y nosotros nos ponemos de nuevo en marcha.

Salimos tan pronto porque tenemos que estar en un lugar llamado Kuala Trenggan a la una de la tarde para coger el barco de vuelta a la civilización. Es una marcha dura de aproximadamente seis horas y no hay tiempo que perder. Mario coge muy buen ritmo y durante la primera hora tan solo nos paramos cuando a Beatrice le pica una especie de abeja en la mano.

Durante la caminata, Joan me cuenta que ha estado cagada por los ruidos toda la noche y que bien entrada la madrugada, ha escuchado lo que parecía un gato maullando, justo fuera de la cueva, en lo alto de la apertura de la gran cámara donde hemos dormido. Ha debido de ser durante uno de los pocos ratos en los que yo me he quedado traspuesto. En Taman Negara no hay gatos. Es probable que la pantera negra haya estado mirándonos durante la noche, clavando sus ojos amarillos en nuestros cuerpos cálidos e indefensos.  

La marcha resulta más dura que el día anterior, hay más ríos que cruzar, más árboles caídos, más repuntes rocosos. Cassandra no tarda en colapsar, camina cabreadísima porque vamos demasiado rápido, pero no tenemos opción si no queremos perder el barco. En un momento aparece por entre el follaje, roja como un tomate, y furiosa. Se sienta y todos tememos que caiga allí mismo, tener que llevar su cuerpo hasta el embarcadero no se plantea como una tarea fácil… Me ofrezco a llevarle la mochila y ella me la da, obsequiándome con una mirada furibunda a cambio de la ayuda. Los demás le dan agua y continuamos, pidiéndole a Mario que trate de ir algo más despacio (él nos ignora olímpicamente, yendo incluso más rápido).

Al haber más cursos de agua en el camino, muchos de los cuales no nos queda más remedio que vadear metiendo los pies en el agua, nuestros tobillos son pasto de las sanguijuelas durante todo el día. Guiseppe nos avisó providencialmente de que trajéramos sal, y en efecto, al rociarlas con una única pizca, estos gusanos negros chupasangres huyen arrastrándose repugnantemente por la pierna. Es entonces cuando se las puede coger y arrancar sin que hagan herida. Si simplemente se tira de ellas, como alguno hizo, la sangre está asegurada, y eso atrae a más chupópteros evidentemente. En cualquier caso, la sensación de levantarse el pantalón y ver a varias de ellas adheridas a tu piel, hinchándose lentamente, no te la quita ni la sal ni ningún otro remedio.

Durante la última parte de la marcha Mario me deja ir en cabeza mientras él se pone a fumar como un carretero en último lugar, supongo que para echar un ojo a Cassandra. El tramo se hace duro, pues mi mochila ya era de las más pesadas y ahora llevo también la de Cassandra en la parte de delante de mi cuerpo. Además se trata del trozo más irregular de toda la ruta, con un montón de badenes y cortes en el camino que hay que bajar y luego subir. Pasamos junto a un grandísimo árbol caído, con una peana de tierra levantada de más de seis metros de largo. Donde antes estaban enterradas las raíces, ahora hay un lago verdoso de tamaño considerable. Pensando en la famosa paradoja del árbol que cae, me imagino si el árbol hizo ruido al desplomarse contra el suelo, aunque no hubiera allí nadie para escucharlo (este acertijo me parece, en cualquier caso, muy antropocéntrico ¿Qué pasa con los animales? ¿Acaso no tienen ellos oídos?).

Gran árbol caído
Cuando aún nos queda una hora para llegar al nuestro destino, se nos termina el agua potable. Como el calor nos sigue ahogando cruelmente, tenemos que beber agua del río. Intentamos cogerla de riachuelos con buena corriente, y no de los estancamientos, para minimizar la ingesta de organismos potencialmente bacterianos. La verdad es que sabe mejor que la que hemos traído embotellada.

Tras cinco duras horas, poco después de pasar por una paranza en muy mal estado llena de lagartos que gritan como demonios, llegamos a Kuala Trenggan, el embarcadero. Allí hay un poblado destruido y comido por la selva. Estamos exhaustos y deshechos en sudor, hemos llegado media hora antes de lo previsto por Mario. Nos damos una ducha con una especie de manguera que hay en el antiguo poblado, y tras esto nos montamos en el long tail que ha de llevarnos de vuelta a Kuala Tahan.

Poblado abandonado

Allí nos despedimos de ese carismático Mario, bebemos agua a espuertas en el bar flotante, y cogemos otro barco hasta Kuala Tembeling. Esta vez tarda algo menos de tres horas pues vamos siguiendo la corriente del río. Desde Kuala Tembeling, un autobús nos lleva a Jerantut y allí, con carreras y por los pelos, cogemos el último servicio a Kuala Lumpur.
El grupo

Volvemos en silencio, extenuados, cada uno pensando en sus cosas, en lo que hemos experimentado durante el viaje.

LLegando a Segambut, tengo la sensación de que han pasado muchos más días desde la última vez que vi los característicos bloques de viviendas de las afueras de KL. Y es que quizás, en la jungla más antigua del planeta, el tiempo transcurra de una forma diferente.

http://www.youtube.com/watch?v=VfusU-xqU3A 

3 comentarios:

  1. esos "gusanos luminosos" son las hembras de luciérnaga, que no tienen alas ni élitros.
    Me gusta el recuerdo del sudor tras una travesía por la selva que tu me has hecho llegar. gracias.

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    1. Ni los bichos, ni el agua, ni los riscos, ni los ojos de la pantera pueden contigo. Valiente. Imagino el gustito de una cerveza fresquita despues de tanta selva. Por cierto ¿a qué huele esa selva?. Cuidate man.

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    2. A que huele la selva, buena pregunta...si te digo la verdad, no lo sé. Humedad mayormente. Supongo que es una mezcla de olores de plantas, tierra y caca de animales en la que ningún olor destaca especialmente sobre los demás... No me paré a pensarlo, tomo nota para la próxima vez.

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