He de
reconocer que la perspectiva de practicar el buceo por primera vez me tiene excitado
cuando abro los ojos a la mañana siguiente. Me levanto con un buen humor que ni
siquiera la gigantesca cucaracha roja que ronda por el suelo de mi habitación
consigue mermar.
Antes
de nada, voy al hotel de al lado (en el mío no hay ni teléfono) y pido a la
recepcionista que me deje hacer una llamada. Quiero llamar al hostal de Ubud
donde están J y Angelo y dejar el recado a alguien para que les diga que estaré
a las cuatro de la tarde en el centro de la playa de Amed. Pienso tratar de
llegar allí después de la inmersión.
Me
dirijo a la recepción y allí el instructor francés, llamado Philippe, me hace
rellenar y firmar unos documentos médicos y unas autorizaciones para que no se
le caiga el pelo al señor Cousteu si me da por morir junto al barco hundido.
Tras
esto, pasamos a unos vídeos instructivos sobre buceo en los que el locutor
empieza diciendo de forma muy grave “está usted a punto de emprender una
aventura que entraña riesgo de muerte”…
Escucho como la voz átona explica seguidamente los sistemas de descenso,
de ascensión y de seguridad en caso de emergencia, luego Philippe me hace una
especie de examen muy tonto para testar que no soy un retrasado y me enterado
de las cuatro cosas importantes que dice el vídeo. Y ya está, listo para
bucear. Sospecho que está gente se está saltando muchas normas al dejarme
ponerme el traje de neopreno y montarme en la furgoneta que nos llevará a la zona
del hundimiento. Habitualmente se paga un dinero considerable por sacarse un
curso de buceo para poder empezar a hacer inmersiones al cabo de un tiempo y de
unas prácticas en piscinas.
La zona
de tierra frente a la cual se hundió el USAT Liberty (había sido torpedeado por
japoneses cerca de la isla de Lombok) está llena de buceadores. Unas señoras
del pueblo portan las pesadas bombonas (en la cabeza, sobre un trapo que las
protege) hasta la orilla a cambio de un dinero y allí nos las ponemos sobre el
traje. Cuando me meto en el agua Philippe me dice que nade de espaldas para no
ahogarme con el peso del tanque de oxígeno que llevo enganchado, tiene lógica.
Me siento cómodo con las aletas y las gafas, no tanto con el respirador de
oxígeno.
En
cualquier caso, todo cambia enseguida, cuando Philippe me hace un gesto y ambos
pulsamos el botón que expulsa el aire del chaleco que nos mantenía a flote y
esto nos manda a velocidad considerable hacía el fondo. No tardo prácticamente
nada en darme cuenta de que el buceo no es lo mío. No he bajado ni un metro
cuando una sensación de fuerte agobio me oprime todo el cuerpo. Descendemos
poco a poco, expulsando aire con fuerza por la nariz cada poco para descomprimir
los oídos. No me encuentro cómodo bajo el agua, no es mi medio natural, le hago
gestos a Philippe para que bajemos más despacio.
Por si
fuera poco, al cabo de un par de metros, empiezo a sentir un dolor intenso en
los oídos. Esto me da muy mal rollo pues pienso que en cualquier momento mis
tímpanos van a explotar como ya ocurrió en aquella piscina en Alemania, hace
tantos años. El dolor se intensifica con el descenso, y soplar por la nariz tan
solo lo alivia momentáneamente. Quiero salir a la superficie, pero pienso que
quizá ese dolor sea algo normal y tan solo haya que esperar a aclimatarse un
poco.
Ya
vemos el fondo, y Philippe me señala una especie de pez raya que se desliza
sobre la arena con movimientos elegantes. Esto no me hace sentirme más cómodo.
El francés también pone en práctica unos ejercicios para recuperar el
respirador si se pierde (está atado a un tubo, así que solo hay que mover el
brazo y buscarlo cerca nuestro) y para sacar agua del interior máscara moviendo
la cabeza, sin necesidad de quitársela.
En un
punto concreto del descenso, a unos cinco metros, noto un fortísimo dolor en mi
oído derecho, acompañado de un sonido ensordecedor. El susto me hace dar un
aspaviento en el agua. Durante unos segundos, habiéndose visto afectado mi
sentido de la orientación, todo comienza a dar vueltas a mi alrededor. Mi
reacción es de lo más lógica y revela una gran capacidad para mantener la
cabeza fría en situaciones de confusión: escupo la máscara respiratoria y
pataleo con fuerza hacía la superficie. Philippe me sujeta en seguida y me mira
a los ojos para que me calme, no se puede subir a la superficie de golpe pues
esto puede acarrear graves problemas en los pulmones, debido a la expansión y a
la contracción del aire en el interior de nuestro organismo por la presión que
ejerce el agua sobre nosotros. Como digo, no es nuestro medio.
El
dolor se me pasa un poco y me pongo la máscara, Philippe me dice si quiero
continuar y yo le digo que lo intentemos, así que descendemos un poco más hasta
tocar la arena del fondo con las aletas.
Allí
Philippe me mira y me dice que haga algo con mi respirador, pero no le
entiendo, me hace gestos que no comprendo y yo le miro encogiendo los hombros
todo el rato. El dolor vuelve a intensificarse al avanzar por el fondo y seguir
bajando hacía el talud, y se extiende a mi mandíbula y cráneo. Noto agua
entrando en mis oídos en cantidades considerables. La cosa está clara, por
mucho que me fastidie tener que cancelar la inmersión, si seguimos, me la estoy
jugando. Tomó la decisión y le digo a Philippe por gestos que salgamos a la
superficie. Una vez arriba, le explico lo que ha pasado y me dice que es mejor
que volvamos a tierra.
Y allí
estoy, de vuelta en el camión, sin haber visto el barco, sin haber podido bajar
más de cinco metros, y con un dolor jodidísimo en ambos oídos. De vuelta en
Diving Concepts los otros gavachos me preguntan qué ha pasado y cuando el viejo
bellaco que me convenció para hacer la inmersión asegurando que no había
problema con los oídos me escucha desde lejos, se escabulle a sus aposentos con
cobardía.
Una
chica me recomienda que vaya a hacerme un chequeo en el médico más cercano,
pero este está en el siguiente pueblo, un lugar llamado Culik. Un chaval
empleado del hostal tiene que ir allí con su furgoneta en un par de horas a
comprar algunos suministros, así que me dicen que me espere a que él me lleve,
ya que en esa zona de la isla no hay taxis ni por supuesto autobuses.
Así que
espero con gran dolor, me revuelvo en la cama, me cuezo de calor en la
recepción, dos horas largas.
Como en
un lugar cercano al mar al otro lado del pueblo, arroz frito, con las olas que
rompen contra el muro bajo mi mesa salpicándome periódicamente. Estoy
prácticamente sordo del oído derecho y no tengo ninguna certeza sobre si el
tímpano ha reventado de hecho o ha sido solo una falsa alarma, una
reminiscencia de la antigua lesión.
Comida en Tulamben |
Cuando
el chico balinés me lleva por fin a Culik, un pueblo diminuto con más templos
que casas en una encrucijada de caminos, el médico me recibe en una clínica en
la que no hay ni siquiera luz a parte de la que entra tenuemente a través de
las ventanas. Un enfermero se lleva hacía dentro a un viejo muy decrépito que
intenta entrar en la recepción andando con dificultad.
El
doctor es muy joven, apenas habla inglés, y no inspira demasiada confianza en
ningún aspecto. Me echa un ojo en las orejas con su oftalmoscopio y me dice que
no parece haber problema (una semana después, un médico de Kuala Lumpur me dirá
que tengo el tímpano derecho reventado – otra vez – y una infección bastante
fea en el oído izquierdo). Aun así, me da unos antibióticos vía oral, unas
gotas y unos calmantes para el dolor, por lo que me cobra 50 euros. Solo me fío
de los calmantes, pero me lo tomo todo y me echo las gotas porque estoy
desesperado porque se me pase el dolor.
Después
le pido al conductor que me lleve a Amed, lugar donde he acordado encontrarme
con Angelo y J, y que también incluí en la ruta que planifiqué por sus playas
tranquilas y alejadas del bullicio de las playas sureñas de Kuta.
La
furgoneta me deja en la misma arena de la playa. Amed es un conjunto de casas embutidas
entre una pequeña carretera y la costa, parece pequeño y tranquilo, igual que
Tulamben.
Llego
tarde a la cita, son más de las cuatro. Busco a la extraña pareja que forman mi
compañeros de viaje en la playa, recorriéndola como un robot, rígido, pues
cuando muevo la cabeza noto el agua dentro y me duele.
Como no
los encuentro, y tampoco puedo bañarme, me tumbo en mi toalla en lo que calculo
que es el centro exacto de la gran extensión de arena negra. Allí yazco largo
rato, mirando a unos niños balineses que juegan en el agua, unas gallinas que
pasan, los pescadores que van y vienen con sus barcos coloridos. No hay casi
nadie en la playa, y solo veo a una familia de turistas blancos que pasean con
su hijo. Amed está casi vacío, y eso es bueno. El mito que venden de ese Bali
masificado y destruido por el turismo excesivo sigue desmontándose a cada día
que pasa.
Gallináceo en la playa de Amed |
Tumbado
en la arena veo la puesta de sol, Angelo y J no aparecen pero no me importa,
los calmantes han hecho su efecto y me encuentro relajado y en paz. Los últimos
pescadores del día pasan delante de mí con sus capturas, todo el mundo que
pasa, balineses, me saludan. Unos niños se sientan a mi alrededor y me hacen
preguntan, les enseño mi ipod y les gusta, un señor más mayor también se
sienta, va con su caña, me dice que va a intentar pescar un pulpo antes de que
la luz se vaya del todo, y se pone a ello mientras continúa caminando por la
playa.
Cuando
ya casi ha caído el telón de luz que el último sol mantenía sobre nosotros de
forma precaria, los niños se marchan a sus casas o a donde quiera que vayan los
niños balineses por la noche. El hombre de la caña regresa, no lleva un pulpo,
pero si dos pescados bien lustrosos en cada una de sus manos, se los ha
comprado a los pescadores tardíos que han llegado en el último barco. Se me
acerca y me pregunta dónde voy a dormir. Le digo que si no consigo encontrar un
hotel por 50 mil rupias o menos dormiré en la playa, ya que estoy bastante
cómodo, la temperatura es perfecta, y siendo la extensión de arena más ancha y
con menos vegetación, hay menos insectos. El hombre sonríe y me invita a cenar
a su casa de forma casi inmediata.
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