Al
final resulta que la cama de nuestro hostal en Ubud es suficientemente
espaciosa para permitirnos dormir a los tres en ella sin mayores problemas, lo
cual no es suficiente para aliviar el dolor de la alarma sonando a las siete de
la mañana del viernes.
Hemos
quedado con un taxista que el día anterior nos ofreció un buen precio para
llevarnos hasta el templo de Besakih, en la ladera del imponente monte Agung,
el volcán más alto de la isla.
La
mañana es fresca, como corresponde al clima de Bali, que nunca llega a ser
excesivamente caluroso, como Malasia o Camboya, debido a la suavidad que otorga
el mar circundante. Los tres nos sentamos a esperar junto a la tienda de
antigüedades que es en realidad nuestro hotel, y llamamos varias veces al
taxista desde el teléfono de la recepción/trastienda, ya que este no termina de
aparecer. A una hora indeterminada entre las siete y las ocho de la mañana,
nuestro hombre hace por fin su aparición excusándose por haberse perdido al
buscar el hostal, no problem, nos
metemos en el espacioso coche (yo en el asiento del copiloto, como siempre) y
comenzamos a rodar.
Para
mí, es momento de despedirme de Ubud, pues hemos decidirnos separarnos tras la
visita al templo de Besakih. J y Angelo volverán a Ubud mientras que yo seguiré
hacía Tulamben, al otro lado del volcán Agung, hacía los paraísos coralinos de
la costa Este, declarados algunos entre los mejores del mundo para practicar el
buceo.
Entiendo
perfectamente que ellos quieran volver a esta ciudad pequeña y fascinante, llena
de rincones para explorar y descubrir maravillas en forma de templos,
palacetes, estatuas, talleres artesanos tradicionales, jardines con estanques
llenos de pájaros y reflejos coloridos. Con su belleza y tranquilidad inusitadas,
cielos claros, y noches agradables de ritmo pausado, creo que yo también la
echaré de menos. Así que me despido de ella en nuestro camino hacía las
afueras, pasando a través del barrio de los artistas y artesanos, atestado de
estatuas de mil tamaños formas y colores, expuestas junto a la carretera.
Patio trasero en Ubud |
En el
camino hacía Agung, dirección noreste, le hemos pedido al conductor que haga
una breve parada en las terrazas de arrozales de Tegalalang, a las afueras de
Ubud.
Cuando
nos bajamos del coche, cerca de un punto de observación con restaurantes (aún
cerrados), avanzamos hacía lo que parece un gran agujero verde en el suelo, una
sección hundida que resulta ser un valle poseedor de una vegetación exuberante
y moldeado con las impresionantes terrazas. ¿Cómo puede ser un lugar en el que
se trabaja tan duro, un lugar creado exclusivamente para la agricultura, sin
fines recreativos ni artísticos, tan hermoso?
La
parte de arriba del valle es bañada por el sol, que se refleja en cada una de
las hojas de las palmeras que crecen entre los brotes de arroz, mientras que la
parte profunda del valle aún está sumergida en una relativa penumbra matinal.
Bajo por los precarios escalones excavados en la ladera que saltan de una
terraza a otra que otorgan al valle cierta semejanza con un teatro antiguo
devorado por la vegetación. El lugar, para colmo de mi deleite, está totalmente
vacío a esas horas, el silencio reposa en cada recoveco, en cada grano del
cereal que parece crecer directamente del agua en las terrazas inundadas. La
gente me pregunta que por qué no hablo en mis vídeos, pero, ¿realmente hay algo
que decir aquí?: http://www.youtube.com/watch?v=V--Hg8AnnVA&feature=youtu.be
Tegalalang |
Caseta de los agricultores en Tegalalang |
Incomprensiblemente,
Angelo y J no me siguen, se quedan arriba en el mirador y no bajan por las
terrazas hasta la zona de los agricultores. Yo cruzo el puente que permite
pasar por encima del profundo riachuelo que circula aún unos cinco metros por
debajo de la parte baja del valle y llegó a una casetilla de madera que está
situada en la terraza más baja y hace las veces de cobertizo para los
agricultores. Allí me encuentro con el único cultivador de arroz que hay en la
plantación en ese momento, está partiendo un coco con su machete. El hombre es
bastante mayor y tiene la expresión velada por la edad y el duro trabajo que ha
marcado su vida. No habla ni una palabra de inglés, pero se vale de gestos para
pedirme una modesta donación. Se la doy con gusto, pues quién sabe si aquel
lugar se mantendría en pie si aquel hombre no hubiera estado allí desde tan
pronto por la mañana durante los últimos muchísimos años.
Agricultor de arroz |
Allí donde el valle se vuelve demasiado escarpado y estrecho, la selva salvaje retoma el control y las terrazas desaparecen. Quiero seguir un poco más, dar la vuelta a un recodo del valle andando a lo largo del estrecho camino dejado junto a la zona inundada de la terraza inferior, pero un grito me alerta. Desde la lejanía del mirador, un impaciente Angelo me hace gestos apremiantes, hay que volver al coche y seguir el recorrido o no les dará tiempo a volver a Ubud por la tarde para ir a las tiendas y a las galerías de arte. Una pena, pero como yo le metí un poco de prisa a Angelo el primer día en nuestra visita al templo de Uluwatu, he de ser consecuente ahora y volver al coche.
En el
camino de subida, sorteando las muchísimas telas de araña que crecen entre las
aparentemente inocentes plantas de arroz, me prometo volver a aquel lugar de
ensueño en mi siguiente visita a Bali y explorarlo en más profundidad,
continuando valle abajo.
Seguimos
atravesando esta isla paradisiaca durante dos o tres horas más, avistando por
fin con claridad el cono perfecto que es el monte Agung en la lejanía. Hasta
allí hemos de llegar para visitar el templo madre de Bali, Besakih, exponente arquitectónico
de mayor tamaño del hinduismo balinés, construido simbólicamente en la ladera
del volcán sagrado.
Las
nubes, con esa mala idea que tienen, esperan a que aparquemos nuestro coche
junto a la base del Agung para abalanzarse sobre él y cubrirle por completo. En
la entrada, un grupo de balineses un poco mafiosos, todos con los ojos
sospechosamente rojos, nos instan a pagar un guía para el templo. El guía no es
obligatorio, peeeero, no se puede entrar al templo sin guía, así de confusa es
la situación. Como sé que los guías que suelen asignar en estos sitios no son
ni mucho mejor los mejores del mundo (de hecho, suelen saberse una historia
corta sobre el sitio que cuentan de carrerilla con un inglés muy pobre mientras
rezan para que al turista de turno no se le ocurra ninguna pregunta cuya
respuesta tengan que inventarse de forma convincente), y siempre he sido de la
opinión de que un viaje caro equivale a dos viajes baratos, o a un viaje barato
mucho más largo (y este tipo de cosas, al fin y al cabo, son las que acaban
suponiendo la diferencia entre un viaje caro y uno que no lo es), les digo que
no queremos pagar por el guía. Ellos siguen insistiendo en que es obligatorio,
y aunque estoy seguro de que si hubiéramos seguido andando hacía el templo sin
hacerles caso no nos habrían detenido, Angelo decide que paguemos el precio
abusivo del guía. Así hacemos y después alquilamos los saris, que también son obligatorios,
y subimos por la cuesta hasta el templo con nuestro guía.
El
templo madre es, de hecho, un complejo que comprende 22 pequeños sub-templos.
Según nos cuenta el guía, la mayoría solo pueden ser utilizados por una
determinada casta (en el hinduismo, como es ampliamente sabido, la sociedad
está dividida en castas exclusivas y excluyentes). El templo es bonito por la
composición caótica que determina su disposición sobre el terreno, denotando su
construcción sucesiva en un largo periodo de tiempo, y también por la
abundancia de las pagodas de 11 techumbres de paja ya vistas en Ulun Danu.
Según subimos a lo largo de la ladera del monte Agung, los templos se vuelven
más sagrados y más grandes.
Según
nos cuenta el guía, Besakih ganó mucho prestigio como lugar sagrado entre la
comunidad balinesa al salvarse de diferentes tragedias que amenazaron su
integridad física. Hace un número indeterminado de años, un incendio provocado
presumiblemente por el cigarrillo de un sacerdote (y motivo de que ahora se
prohíba fumar en el templo) prendió fuego a varias de las pagodas, que debieron
arder como cerillas debido a los tejados de paja. Por otro lado, en 1963, la
erupción del monte Agung, que mató a aproximadamente 1.700 personas en las
inmediaciones, ignoró mágicamente el templo madre, pasando el magma a pocos
metros del recinto.
Templo madre de Besakih |
Pagodas con techumbres de paja en Besakih |
Cuando
terminamos la vuelta alrededor del recinto que alberga el templo madre,
volvemos al coche. Es momento de resolver cómo voy a llegar desde aquí hasta el
otro lado del monte Agung, al pueblo llamado Tulamben.
El
taxista dice que allí no hay posibilidad de coger un taxi, pues los turistas
viajan a Besakih en viajes organizados de ida y vuelta, con lo que todos los
coches del parking están esperando a que sus respectivos clientes vuelvan del
templo. Tampoco hay autobuses cerca. Me propongo hacer autostop, cosa que no
creo que sea extremadamente difícil teniendo en cuenta que la gente de Bali,
hasta ahora, es la más amable y dispuesta a ayudar que he conocido en Asia. El
taxista, en cambio, me ofrece otra idea, acercarme hasta la ciudad de
Klungkung, cerca de Ubud, para coger un autobús local (muy barato) desde allí.
Supone un poco de rodeo desde Besakih, pero también me da la oportunidad de ver
toda una zona de la isla que no estaba en mis planes.
Una vez
en Klungkung, me despido de J y Angelo, que vuelven en el taxi a Ubud. Acordamos
encontrarnos la tarde siguiente en Amed, al este de la isla, si es que eso es
posible, pues ninguno de nuestros móviles funciona en Bali. Mientras me alejo
del vehículo, la escena de Braveheart en la que William Wallace grita la
palabra “¡Libertad!” con todas sus fuerzas me viene a la cabeza.
Estoy
tan animado que decido darme una vuelta por Klungkung antes de ir a la estación
de autobuses. La ciudad es mucho más grande que Ubud y que todas las
poblaciones que hemos visto hasta ahora en Bali, y en ella se diluye en cierto
modo el encanto que se respira en el resto de la isla. Me encuentro casualmente
con un monumento interesante a la independencia de Indonesia (proclamada en
1945 y reconocida por Holanda en 1949). Me hace mucha gracia que en los paneles
que explican la guerra de independencia, en el interior del memorial, no se
haga referencia a la lucha contra las fuerzas holandesas si no contra “la
compañía”, refiriéndose, supongo, a la Compañía Holandesa de las Indias
Orientales, como si está fuera un estado en sí misma.
A la salida del monumento, me encuentro con una procesión curiosa en la calle, con una gran carroza llevada a hombros por una turba de gente en la que va subido un señor joven que mueve un cetro de manera omnipotente. Detrás, otro nutrido grupo de balineses (todos hombres), lleva a otro hombre medio en volandas, agarrándole. Este segundo hombre también lleva un cetro, ropa ceremonial balinesa, y parece que esté a punto de desmayarse por algún tipo de trance. Un camión circula delante de toda la comitiva y rocía agua desde una manguera sobre los que sufren el peso de la gran carroza; el calor a estas horas es abrasador, aumentado por el asfalto y la ciudad. Toda la parafernalia da tres vueltas alrededor de la gran estatua que está en medio de la plaza central, junto al memorial a la independencia, para después continuar, seguidos por al menos cien personas. Me pregunto qué significa todo esto…
Procesión |
Yo
continúo caminando después de presenciar el curioso desfile, doy una última
vuelta, miro un par de templos, y enfilo hacía la estación. Pese al calor, y al
peso de mi mochila, me siento muy cómodo andando solo por Klungkung. La ciudad,
aun siendo más populosa y asfaltada que los pueblos que tanto me han gustado en
Bali, también goza de rincones apartados y curiosos. Me meto por algún patio
interior, atravieso jardines y me cruzo con niños, adultos y ancianos que me
sonríen y saludan por igual. Siento que podría dar la vuelta a Asia así,
caminando, tan solo con mi mochila y mi ipod, si tuviera el tiempo y el dinero
necesarios…
La
estación de autobuses, como era de esperar, es un caos de furgonetas, gallinas,
y conductores que me intentan llevar a sitios a los que no quiero ir. Se llama
estación de autobuses, pero no hay autobuses ni recorridos al uso, tan solo
furgonetas que van a sitios aleatorios y que están allí aparcadas esperando a
llenarse para salir. Me siento un rato pensando el siguiente movimiento, pues
me dicen que ninguna va a Tulamben desde allí. Me ofrecen llevarme a otra
ciudad, Karangasen, a una hora de Tulamben, pero allí me encontraría en una
situación parecida.
Después
de descansar un rato y pensar mientras observo la vida de los hombres y mujeres
que deambulan sin rumbo por la estación, la mayoría para cambiarse de banco
cuando empieza a darles el sol de lleno y seguir durmiendo la siesta, decido
tomar la iniciativa.
Me
acerco a un conductor cualquiera y le digo que cuánto por ir directamente a Tulamben.
Negocio. Lo de siempre: para él ir a Tulamben supone un esfuerzo terrible, y
está cansado, y luego no puede traer a nadie de vuelta, etc. Quiere más dinero.
Al final llegamos a un acuerdo, cinco dólares, él se monta contento en la
furgoneta y me insta a sentarme a su lado en vez de hacerlo en la parte
trasera. Yo también estoy satisfecho con el precio así que allí vamos.
El
hombre es un señor mayor, de unos cincuenta y algo, sin dientes y con una
coleta de pelo blanco bastante larga. Tiene la barba amarilla alrededor de la
boca de fumar, y cuando me pasa uno de sus cigarrillos sin filtro entiendo por
qué. Es algo así como fumar madera. Como la mayoría de balineses varones, se
llama Made, y no habla mucho inglés. Aun así, conseguimos una comunicación
decente, me pregunta qué hago por allí solo, de donde soy, lo típico. Al cabo
de un rato, tras ofrecerme unos cacahuetes muy muy rancios que se está comiendo
con avidez, dejando muchos pedazos en su barba, ya lo considero un amigo. Me
hace gracia cómo se ríe con cada cosa que le cuento, aunque sospecho que no
entiende ni la mitad.
El
trayecto no podría ser más agradable. Aunque la furgoneta traquetea
ensordecedoramente, no es capaz de pasar de 60 kilómetros por hora, y no tiene
aire acondicionado, circulamos cruzando el sugerente paisaje balinés con la
ventana abierta y el viento en la cara, comiendo cacahuetes revenidos.
Impagable.
Paramos
a recoger a algunas personas en varios puntos, y, tras más de cuatro horas,
llegamos por fin a Tulamben después de haber cruzado la zona de terrazas de
arrozales colindante al monte Agung, la más impresionante de la isla hasta el momento.
Los valles sucesivos de belleza sin igual, y el cono perfecto del volcán
dominando todo desde sus tres mil metros de altura: como dicen los británicos, breathtaking, quita el aliento.
Valles |
Después
de intentar racanearme unas rupias a última hora, mi amigo Made desaparece para
no volver, dejándome con mi macuto en mitad de una carretera con un par de
hotelillos y restaurantes.
Tulamben
es poco más, pese a ser uno de los mejores puntos para realizar inmersiones
marinas, así como snorkeling, de toda la isla, y por tanto, de todo el mundo,
con un barco de la segunda mundial hundido a menos de 20 metros de la costa
(¿Por qué creéis que he venido?). Es algo bueno de Bali el que las cosas se
mantengan pequeñas, con hostales en cabañas y no en monstruosas torres blancas.
La
primera habitación que veo cuesta 350 mil rupias indonesias, unos 35 dólares
(el cambio lo calculo en dólares durante mi estancia en Bali por la sencilla
razón de que un dólar equivale a unas 10.000 rupias), no es para mí. Me planteo
dormir en la playa y la idea me tienta, pese a que en Bali me estoy encontrando
con unos insectos que dejan en calzoncillos a los bichitos que tenemos en
Europa. Decido mirar un poco más y la incertidumbre se resuelve enseguida
cuando encuentro una cama en un dormitorio (vacío) por 50 mil rupias.
Me tomo
un nasi goreng con gula; arroz frito (algo que siempre viene bien saber decir)
se dice igual en Malasia y en Indonesia, como tantas otras cosas ya que el
idioma indonesio es una derivación muy cercana del malayo, ¿o era al revés…?
Después me dirijo a la playa sin más dilación, ando con ganas de remojarme un
poco tras el caluroso trayecto en la furgoneta de Made. No obstante, en seguida
descubro que la playa no es tal, las olas chocan contra unas escaleras de
piedra y la arena es negra volcánica con granos del tamaño de pequeños cantos.
Aun así me doy un baño agradable y floto un rato con la mirada clavada en el
monte Agung, que se alza a una distancia no excesiva.
El baño
me cura del cansancio y vuelvo al hostal renovado, tostándome bajo los últimos
rayos de un sol que ya se empieza a ocultar tras las palmeras.
El
hostal, llamado Diving Concepts, está gestionado por unos buceadores franceses
de edad respetable con los que hablo un rato durante la cena. Les cuento que
desde que mi tímpano explotó (literalmente) buceando en Alemania hace unos
nueve años no he vuelto a sumergirme ni siquiera en piscinas debido a la
sensación molesta que aún siento en el oído y al recuerdo del horrible dolor
(diría que el peor que he experimentado en mi vida) de la rotura y posterior
infección.
El
viejo Cousteau jefe del hotel enfatiza durante largo rato en que no hay ningún
problema gracias al sistema de descompresión que se usa al descender a las
profundidades e ignora el hecho de que no tengo título o carnet de buceador ni
nada que se le parezca. Me ofrece un buen precio por una primera inmersión
guiada hasta el barco hundido y un escalofrío de excitación me sube hasta la cogotilla.
Dividido interiormente, lo pienso un rato pero al final le digo que OK. Como
dice el gran Alberto, que ya dejó la ONG y está viajando y pintando sus murales
surrealistas por Nepal: “no risk, no fun”.
Después
de tomar la decisión salgo a dar una vuelta. El hostal, así como el resto de
Tulamben, está casi completamente desierto (bendita tranquilidad). Me subo con
el ipod a la modesta azotea en obras del Diving Concepts y desde allí, sentado
en un bidón vacío, contemplo la puesta de sol durante más de una hora.
Relajado, dejo que mi mirada surque la sinuosa cima del volcán Agung mientras
el suave contorno se difumina lentamente y las estrellas empiezan a brotar de
la negrura espacial una a una como flores luminosas que se abrieran de repente.
El Monte Agung desde Tulamben |
Cuando
bajo la escalera, con la mente clara como el agua de las costas balinesas, el
mosaico estelar sobre los montes, que ya son solo moles informes apenas
visibles, es digno de estar entre los mejores que habré visto en mi vida. La
Vía Láctea se adivina como una neblina que cubre la autopista principal de las
estrellas.
Después,
escribo un par de páginas (que ahora veis) en el bar del hostal en compañía de
las aburridas camareras indonesias hasta que el sueño y los múltiples insectos
nocturnos empiezan a hacer mella en mi inspiración literaria y arrastro los
pies hasta la cama.
La paz
nocturna y el cielo de Tulamben quedarán registrados en mi memoria junto con el
resto de imágenes espléndidas que este día en Bali me ha regalado sin pedir
nada a cambio.
qué decir... envidia del viaje, y sobre todo de los ratos esos de estar solo, con musiquilla, a lo tuyo, mientras pateas por sitios nuevos :_)
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