El por
qué todo funciona de forma tan diferente en una isla es algo que aún se me
escapa, pese haber estado en muchas, quizá, por nunca haber vivido en una. El
por qué la vida parece tener otro ritmo, otra cadencia más pausada, y al mismo
tiempo, más festiva, es algo que ni los cubanos, ni los canarios, ni los
balineses supieron explicarme. Para ellos, es algo tan cotidiano que no
perderían un valioso minuto isleño en explicárselo a un foráneo, y de
intentarlo, no sabrían por dónde empezar, como si a uno le piden que explique la
esencia del respirar. Para nosotros, los de tierra firme, es demasiado difícil
coger el ritmo, seguirles el compás; así que la mayoría preferimos mirarlo
románticamente desde la barrera, o bien intentar meternos dando palmas y
pretender por un momento que dejamos atrás a quienes realmente somos en nuestro
cronometrado mundo rodeado de tierra, sin conseguirlo nunca del todo.
Sin
conseguirlo nunca del todo, pero quedando siempre enamorados y dejando una
pequeña parte de nosotros allí, en ese pedazo de tierra rodeado de océanos y
mares.
Bali
atesora una belleza inmensa, y esta se presenta en todos y cada uno de los
aspectos y las formas en los que un lugar puede ser considerado bello: la gente,
la naturaleza, la cultura, los colores, el cielo, la luz…
Pese a
una llegada turbulenta, con un Angelo rabioso conmigo y con el mundo, dispuesto
a discutir hasta por un vaso de agua en el avión, y un taxista de usura
desmedida en el trayecto al modesto hostal, mi primer paseo por una playa
balinesa resulta ser suficiente para apartar cualquier preocupación que estorbe
a la mente.
La
playa es la de Legian, en el Sur de Bali, y el cielo es estrellado porque hemos
llegado con la noche ya entrada en escena. El agua está tranquila y la arena es
fina y agradable al tacto. Me tumbo con música y olvido por completo que mi
único compañero de viaje durante las dos primeras noches parece odiarme sin
razón aparente. J llegará un día y medio tarde pues, también sin razón
aparente, cogió un vuelo diferente al nuestro y acordó que nos encontraríamos
una vez estuviera en la isla. Después de haber viajado cómodamente solo por
Camboya, y únicamente cuando abandono las finas arenas de la playa de Legian,
estos pormenores me incomodan en cierto modo. Después, al ir pasando los días y
con el paraíso limando asperezas de nuestro carácter, descubriré que la
compañía de amigos en un viaje también tiene ventajas considerables.
La
mañana siguiente empieza con una nueva y amarga discusión con mi antiguo
compañero de habitación Angelo, muy a mi pesar, estamos empezando a parecer una
pareja en crisis vacacional. Un baño en las fogosas aguas de Legian ayuda a
cortar la bullshit, y ambos decidimos dejar el asunto por el bien del resto del
viaje; después de todo, no queremos jodernos las vacaciones el uno al otro.
Cuando
salgo del agua, tras casi media hora dejándome flotar y ser mecido por el
empaque de las olas, una frase que mi abuela siempre decía después de cada baño
en las ahora lejanas playas de Asturias me viene a la cabeza: “vaya baño que
pegué, Vitor”.
Para la
tarde, decidimos hacernos con un taxi que nos lleve a algunos de los puntos de
interés del sur de la isla. Queremos acabar el día en Ubud, una pequeña y
popular ciudad en el centro de Bali, y esperar allí a que aparezca J. El
recorrido es algo largo, así que nos cuesta un poco convencer a un taxista de
que lo haga en una tarde y por un precio razonable, pero tras varios intentos,
damos con uno al que parece entusiasmarle el asunto.
El
primer sitio hasta el que nos conduce es el templo de Uluwatu. Está en la punta
más meridional de la isla, en la esquina de una diminuta península que se prolonga
tras un cuello de botella desde el sur de Kuta, la ciudad grande más turística
de Bali. Todos los foros que he consultado en la preparación del viaje
describen Kuta como un lugar atestado de gente, donde el único incentivo son
las playas con surfistas y la alocada vida nocturna. No interesa demasiado, así
que ni paramos.
Uluwatu,
en cambio, está situado sobre unos espectaculares acantilados que caen a pico
sobre el mar bravío. La roca blanquecina recuerda a los acantilados de Dover,
aunque los acantilados de Dover no tienen pagodas hinduistas en sus salientes
más vertiginosos ni vegetación exuberante que los revista como una gran cascada
verde brillando al sol. Tampoco hay monos en el Sureste de Inglaterra, pero
Uluwatu está lleno de macacos de los agresivos, de los que enseñan los dientes
a los turistas que se acercan con demasiada alegría y desconocimiento.
El
lugar es bastante grande, y brinda la posibilidad de andar una distancia
considerable a lo largo de los acantilados, gozando de vistas imponentes y de
la sensación de vacío en el estómago cada vez que se apoya el pie en la última
roca antes de la vertical caída y se mira hacia abajo.
Acantilados de Uluwatu |
El agua
es tan clara y la arena tan fina allá abajo en la distancia que puedo ver las
rocas y corales del fondo con claridad pese a la intensa actividad del oleaje.
Desde
un punto preciso del camino que sigue los riscos obtengo una imagen que me
evoca el viaje a Sichuan que hice en 2012, el mar de nubes es ahora un mar de
agua y la pagoda budista es ahora hinduista, pero el risco, la escarpadura, la
vegetación y la disposición del templo en la punta misma de la roca, evocando
el fin del mundo… Las imágenes parecen un calco.
Mar de agua en Uluwatu, Bali |
Mar de nubes en el Monte Emei, China |
Tras
disfrutar del recorrido entero, devolvemos el sarong (un colorista pañuelo que se ata a la cintura para cubrir las
piernas desnudas) que nos han prestado en la entrada, sin el cual no
está permitido el acceso a ningún templo balinés, y nos reunimos con el taxista
que está esperando en el parking.
La
siguiente parada del recorrido, el templo marino de Tanah Lot, parece cercana
en los mapas de la isla que he consultado, y el taxista asegura que es factible
llegar antes de la puesta de sol. Nuestras esperanzas empiezan a desvanecerse
tras casi media hora atrapados en el gran atasco que rodea la ciudad de Kuta y
la mayor parte de la zona Sur, sobre todo en el estrecho por el cual se accede
a la pequeña península donde se encuentra Uluwatu.
El
anochecer llega ligeramente más temprano en Bali que en Malasia, debido a su
mayor cercanía con el Ecuador, de modo que a las cuatro y media el tinte
anaranjado del crepúsculo ya empieza a deslizarse sobre el azul celeste,
componiendo una acuarela en el firmamento.
Es
entonces cuando se produce un momento tenso en el taxi. Es altamente probable
que no lleguemos a Tanah Lot antes del anochecer, y el taxista, nervioso ante
el atasco, asegura con un inglés confuso que no hay ningún tipo de iluminación
que permita ver el templo por la noche. Él sugiere coger el siguiente desvío e
ir directamente a Ubub, dejando Tanah Lot para mañana, con más tiempo. Esto a
él le interesa, pues supone conducir la mitad y cobrar lo mismo (aún queda como
una hora para Tanah Lot, que se ahorraría si acortamos el recorrido hacia Ubud,
destino final). Yo había pensado dirigirnos hacía el Norte al día siguiente,
hacía el templo de Ulun Danu y los arrozales al Noroeste de Ubud, así que sé
que es difícil que volvamos a tener una oportunidad de ver Tanah Lot, un templo
en el que estoy particularmente interesado. Por su lado, Angelo, sentado en el
asiento de atrás, carga sobre mí toda la responsabilidad de la decisión, sin
aportar nada, pero protestando contra las dos opciones de forma irritante.
El
desvío está a la vuelta de la esquina, Tanah Lot a la izquierda y Ubud a la
derecha. Los dos pesados, taxista y compañero, me hablan a la vez, creando una
situación francamente molesta. Al final le digo al conductor que le pise al
acelerador y tire a la izquierda, aún queda una hora de luz y si el atasco lo
permite, podemos lograrlo.
En
prácticamente todos los viajes que he hecho, con diferentes compañeros, se me
ha cargado con este tipo de decisiones, sin haber nunca solicitado tal responsabilidad…
A veces llega a resultar cansino, pese a cuánto disfruto organizando y
planificando rutas.
Al final,
el tiempo me da la razón: cuando llegamos a Tanah Lot, la luz aún es suficiente
como para distinguir la gigantesca mole de roca en mitad de la playa dentro de
la cual, acariciado con gentileza por las olas bajas del anochecer, se halla
excavado el templo marino. La luz rojiza que se delinea en el horizonte no es
suficiente para que mi cámara pueda retratar los detalles del templo, no
obstante, la silueta en la playa y las suaves escaleras que se adentran en la
roca, así como los sacerdotes que ofrecen la bendición del agua marina en la
caverna sagrada que se haya debajo del templo, son suficientes para impresionar
a cualquiera.
El
hinduismo que se practica en Bali presenta una de las iconografías más curiosas
con las que me he encontrado. No es necesario pasar más de un par de horas en
la isla para darse cuenta de que, aparte de las bases mitológicas, no existen
apenas elementos comunes con el hinduismo original de la India. Ni en los
edificios, ni en las representaciones, ni en la vestimenta de los sacerdotes,
ni siquiera en los rituales. El hinduismo observado en Malasia, país con una
importante comunidad hindú, es básicamente un calco de la tradición tamil del sur
de la India, con todos sus elementos presentes sin variación alguna. En Bali
parecen haberse incorporado elementos de la iconografía indígena, como puede
observarse claramente en estas figuras que fotografié en un templo hinduista de
Ubud, de formas casi prehistóricas (recuerdan a una venus paleolítica).
Estatua femenina |
Aparte
de las peculiaridades formales del rito balinés, podría decirse que el mero
hecho de la presencia mayoritaria de este culto hinduista precisamente aquí, en
esta isla diminuta en medio de la inmensidad de Indonesia, país oficialmente
musulmán, ya es algo remarcable. Teniendo en cuenta el hecho de que fueron los
indios los que trajeron el islam al sureste asiático, arraigándose
especialmente en Malasia y en Indonesia, no es raro pensar que en estas grandes
partidas comerciales allá por el siglo XI también habría creyentes hinduistas
cuyas predicaciones se superpondrían sobre las tradiciones espiritistas de los
malayos e indonesios (serían seguramente los menos, pues según mi teoría, eran
las familias indias enriquecidas las que practicaban el comercio y por tanto,
eran estas las que habían tenido más contacto con el medio oriente, abrazando
mayoritariamente el islam que de allí venía). No obstante, él porqué la
religión hindú ha podido calar de una forma tan peculiar, tan mayoritariamente,
y sobre todo, de forma tan concentrada en la isla de Bali (y no de manera más
continuista y extensiva, como ocurre en Malasia), es algo que tendré que
investigar más en profundidad, pues se me escapa.
La gente local dice que allí ya se rezaba a la
trinidad hindú, formada por Vishnu, Shiva y Brahma, antes de la llegada de
ningún comerciante indio ni de ningún otro extranjero, aunque eso me cuesta
creerlo.
En cualquier caso, son muy particulares estos
sacerdotes con turbantes y sarong blancos dando bendiciones y predicando la
trinidad hindú en la inconmensurable cantidad de templos que hay en Bali. Se
dice que hay más de un millón y que en esta isla se da la mayor concentración
de templos de todo el planeta, pues cada familia (las que pueden permitírselo
claro, pues después de todo, también hay pobreza en el paraíso balinés)
construye uno para su culto personal, generalmente de pequeño tamaño en la
parte trasera de las casas.
Después
de recibir una bendición en la cueva inundada por las olas y el olor a salitre,
en la cual los sacerdotes me mojan la frente con agua salada y me entregan
flores, subimos al mirador para gozar de una vista con más perspectiva de Tanah
Lot. Ya no se ve mucho, pues el resplandor rojo en la lejanía ha desaparecido
casi por completo.
Nos
damos una vuelta por allí, ya sin prisas, y nos encontramos una tienda de café
muy especial. Sobre unas ramas, hay tres civetas, muy pacíficas y amigables,
que son alimentadas a base de granos crudos de café. Según nos explican, estos animales
digieren el café y lo defecan, después los granos excrementados se tuestan y
con ellos se consigue un café de una extraordinaria calidad. Angelo se pide una
taza del caro brebaje y me da a probar: gran sabor. Mientras Angelo apura hasta
la última gota, juego con las civetas y me hago unas fotos con ellas. Son
animales muy suaves y sus garras producen un cosquilleo agradable sobre mis
hombros, me entran ganas de decirles que me dejen llevarme una, pese a que me
han contado que domesticarlas es un proceso arduo y costoso, ya que en estado
salvaje pueden llegar a ser muy agresivas.
Civetas! |
Es
momento de encaminarse a Ubud, ya con la noche dominando la escena. Tardamos
por lo menos dos horas en llegar, durante las cuales la mujer del taxista llama
repetidas veces preguntando dónde demonios está, que se va a perder la cena. No
habíamos contado con que el recorrido se alargara tanto y nos disculpamos con
él, pese a que es su responsabilidad y no la nuestra el conocer las distancias
y posibilidades de atasco de su propia isla.
Ubud
está muy tranquilo a nuestra llegada, la vida nocturna parece inexistente y eso
es algo que casi agradezco, pues había escuchado que en algunos puntos de Bali podía
llegar a ser ciertamente excesiva. El taxi nos deja en la Monkey Street, una
calle llena de hostales, en la cual, tras preguntar por precios en varios que
no nos convencen, encontramos uno con una habitación doble razonablemente barata.
El hostal no es tal, realmente es una tienda de antigüedades que dispone de dos
habitaciones en la parte de arriba para alquilar a viajeros, posiblemente de
forma ilegal. Nos vale. Allí dejamos las cosas y marchamos a tomar una copa, ya
con el ambiente menos crispado entre nosotros tras lo que ambos consideramos
como un día completo y exitoso (la llegada in
extremis a Tanah Lot nos ha levantado el ánimo de forma considerable).
Tras
una cena agradable, de gran calidad y muy barata, subimos al único bar que
parece abierto en toda la zona, por lo demás silenciosa y desierta. El local
tiene techo de cabaña de kampung, música en directo y unas vistas agradables de
Ubud, pues está en una azotea. Los templos y las casas bajas se extienden a
nuestros alrededores y yo me pido una copa de arak, un licor indonesio de
arroz, bastante fuerte.
Tratamos
de llamar a J, pero su móvil está apagado. Ella dijo que intentaría llegar a
Ubud desde el aeropuerto (en Kuta) aunque su avión aterrizara tarde, a eso de
la una de la mañana. Yo estoy un poco preocupado, Angelo confía más en que
sabrá moverse sola sin mayores problemas y acabará apareciendo.
Nos
acostamos derrotados por el cansancio, aunque yo tenía intención de esperar
despierto a la llegada de nuestra amiga filipina. Pero es tarde y no tenemos
forma de contactar con ella, aparte de un mensaje enviado desde mi móvil que
dudamos que haya recibido. Tengo que confiar en que sepa defenderse por sí
sola, pero ya me imagino a un taxista sospechoso frotándose las manos al verla
salir del aeropuerto con un macuto más grande que ella. El mundo puede ser un lugar peligroso para mujeres con
cuerpo de niña que viajan solas.
El
sueño acaba derrotando a la preocupación en esa eterna batalla de tantas
almohadas, y el abrazo de Morfeo me arrulla hacía mundos oníricos…
Ha
transcurrido un periodo de tiempo indefinido cuando algo me despierta. Veo a
Angelo inquieto, levantándose a la vez que murmura “what the fuck!?” . En un primer momento, un miedo irracional se
apodera de mí, pienso que ha pasado algo con J, así que me levanto muy rápido.
En el apresurado camino a la puerta escucho una voz familiar, y al salir, allí
está esa filipina menuda, sonriente con su ropa de viaje, plantada en la puerta
de nuestro hostal sin necesidad de una llamada ni un aviso…
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