Mi nuevo amigo me dice
que su mujer cocinará uno de los pescados a la parrilla para mí, y eso suena
demasiado bien como para rechazarlo. Así que le sigo. A dos minutos de la
playa, está su casa, una modesta vivienda baja con un pequeño templo familiar
junto a ella, un árbol, y un pequeño porche donde juega un niño diminuto.
Es su
hijo, un enano cabezón y entrañable, la hija es algo más mayor, de unos seis
años quizá. La mujer nos recibe con alegría, abraza a su marido y me invita a
sentarme en el porche como si invitar a blancos desconocidos a cenar fuera algo
habitual en aquella familia. Me siento en el suelo y hablo con el hombre
mientras fumamos un cigarrillo y miramos como la mujer coloca los pescados en
la parrilla y los abre un poco para que se hagan por dentro.
Él es
pescador durante el día y vigilante de seguridad durante la noche, algunas
mañanas se queda durmiendo en casa. Tiene 35 años y se llama Ado Tama. Un buen
hombre. La conversación gira en torno a nada en concreto, spanish football,
algo que aquí les encanta, viajes, poco más. Cuando el pescado está listo, me
lo sirven junto con el condimento también preparado por la mujer, el clásico
sambal, hecho también a partir de pescado mezclado con chili, con un sabor muy
fuerte y apestoso al olfato, todo sobre una base de arroz blanco. El pescado
está cojonudo y le doy mil gracias a la mujer. Después el hombre se ducha en
una parte cubierta del jardín, usando un cubo diferente al que se ha usado
para cocinar, estos varios cubos los
sacan de un pozo que hay en el patio delantero. Yo juego un rato con el niño,
que disfruta atropellándome una y otra vez con su triciclo. Después me despido
y Ado me pregunta de nuevo que donde voy a pasar la noche, como no estoy seguro
aún (pese a que ya deben ser las 10) le digo que quizá en la playa. Él se
empeña en llevarme con la moto a un hostal cuyo dueño es conocido suyo para que
me hagan un buen precio. Otra vez me encuentro dándole las gracias con fervor.
Una vez
en el alojamiento, el precio es algo mayor de lo esperado por Ado, así que le
digo que me daré una vuelta por los alrededores y preguntaré en otros sitios,
que no hace falta que gaste más tiempo conmigo. Él se despide y se va con su
moto a hacer el turno de guardia en el resort donde trabaja de vigilante.
Deambulando
encuentro un sitio de precio aceptable, una cama en la parte trasera de una
sala de conciertos totalmente desierta con un vigilante muy tatuado, pero aún
no me apetece dormir y la noche está tranquila y clara, con un cielo
espectacular. Decido darme una vuelta por un Amed desierto y oscuro. Mientras
ando trató de buscar a Angelo y a J, aunque solo sea por ver la cara de esta
última cuando me vea aparecer. Pregunto en los hoteles que me voy encontrando,
si han visto a un europeo alto con una chica de aspecto asiático filipino muy
pequeña.
Amed es
un remanso de tranquilidad que supera incluso a Tulamben: los bares cerrados,
los restaurantes de los hoteles desiertos, los camareros relajados, fumando en
la barra. Todos se muestran muy dispuestos a ayudar, como es habitual en Bali:
hacen esfuerzos por volver atrás en su memoria, enumerando los clientes que han
pasado por allí esa tarde, e intentar darme alguna indicación. Alguno se ofrece
incluso a acompañarme en mi deambular, pero le convenzo para que se quede, no
estoy perdido, después de todo: Amed solo tiene una calle principal que sigue
hacía el Este a lo largo de la costa.
Atravieso
un tramo sin iluminación y desprovisto de edificación alguna, solo selva a mi
derecha y suaves dunas que viajan hasta
la misma orilla del mar a mi izquierda. Disfruto del cielo limpio y estrellado,
y del silencio.
Cuando
vuelvo a ver hoteles y bungalows tenuemente iluminados y desiertos, me doy
cuenta por los carteles de que ya no estoy en Amed, sino en Jemeluk, el pueblo
siguiente. Creo haber preguntado en casi todos los hoteles de Amed, así que es
posible que se hayan equivocado de pueblo, o que nunca hayan llegado a venir a
esta zona de la isla, también puede que estén tratando de evitarme. Decido
seguir un poco y chequear un par de hoteles más, total, no estoy cansado y el
paseo es agradable. El dolor de los oídos ha remitido casi por completo gracias
a los calmantes.
Es
entonces, tras más de una hora caminando, cuando veo a una pequeñaja y a un
hombre adulto sentados en una mesa del fondo de un restaurante prácticamente
vacío. Ja! Los encontré. Cuando me acercó, J salta de la mesa y viene a darme
un abrazo con su entusiasmo habitual, muy sorprendida de verme.
Me
siento, exhausto, y les cuento como de mal ha empezado mi día y como ha ido
mejorando según me tomaba pastillas. Ellos me cuentan que han visto unos bailes
balineses, me enseñan sus vídeos y unas fotos, y pronto nos vamos a ver si
cabemos los tres en su habitación.
Esta vez
estamos mucho más apretados, pero al menos la cama es cómoda y J no es alguien
molesto que tener al lado mientras se duerme.
Cuando
me despierto al día siguiente, mis dos compañeros de cama han desaparecido,
supongo que están en la playa. Disfruto media hora más de la cama entera para
mí y luego me ducho, con el empleado del hotel ya diciéndome que hay que salir
pues la hora de check out ha pasado. El hombre se muestra confuso al verme
salir del cuarto: la habitación es de dos y ya ha visto salir a Angelo y a J,
probablemente pensando que son pareja ya que han dormido juntos. Por lo que él
sabe, yo puedo ser el tercer integrante de un extraño triángulo amoroso, o bien
un mendigo que solo ha entrado en la habitación para darse una ducha.
La
playa de Jemeluk es muy tranquila y bonita, aunque algo pedregosa, unas escaleras bajan desde el
restaurante del hotel directamente hasta la arena negra y ardiente. Alquilo
máscara, aletas y tubo por unos irrisorios 3 dólares y dedico la mañana a hacer
snorkeling. Como mis oídos, pese a haberse reducido el dolor considerablemente,
aún no están recuperados, me deslizo por las superficie del agua sin sumergir
la cabeza. La vida marina es boyante, nado
sobre peces de colores estridentes y luminosos, azules, amarillos, rojos y
verdes que refulgen al atravesar los rayos de sol que surcan las aguas claras.
Puedo ver hasta una distancia tan grande gracias a la claridad del agua
tropical que llego a sentir cierta inquietud al alejarme de la costa y verme
rodeado por la inmensidad opresiva del entorno marino. Veo peces aguja, peces
vaca, peces con cuernos, así como cientos de corales rojos, erizos y estrellas
de mar azules y muy gruesas. Considero el snorkeling una actividad
suficientemente buena, no necesito hacer buceo y volver a arriesgar la integridad
de mis tímpanos. Pienso esto entre los peces tropicales, como una manera de
aliviar el fastidio que me produce el hecho haber descubierto en este viaje que
nunca podré bucear.
La playa de Jemeluk |
Angelo
ha estado tomando el sol y echándose cremas sobre una tumbona casi toda la
mañana, es su forma de estar en la playa. Yo lo he probado al principio pero me
ha parecido aburrido. Supongo que nunca conseguiré el bronceado perfecto que el
luce pero no me importa, mis dedos están arrugados por el agua y estoy contento
con todo lo que he visto allí debajo.
Comemos
en Jemeluk y tomamos un taxi al sur, hacía el aeropuerto de Kuta. Nuestro avión
sale a las 9 de la noche. El momento de abandonar la isla se acerca.
Camino al Sur, Monte Agung |
De
camino, paramos en Tirta Gangga, unos jardines con estatuas, lagos y piscinas,
muy bonitos aunque llenos de gente. Por lo visto, es un lugar muy popular para
celebrar bodas. Y es que se dice que toda la isla de Bali desprende un halo
romántico y es por eso popular como lugar para consumar el amor, o encontrarlo
(dice un dicho famoso que uno no puede irse de Bali sin haber tenido un affair…). Con amor o sin él, Tirta
Gangga compone un paraje pacífico en el
que es imposible encontrarse mal o fuera de lugar.
Otra
parada se realiza en el templo de Gua Lawah, a unos pocos kilómetros de la
localidad oriental de Candidasa, conocida por su playa gigantesca con vistas al
monte Agung. El templo resulta bonito aunque
bastante estándar, teniendo en cuenta que los templos balineses ya no
son una novedad para mí. No obstante, tras el santuario principal se abre una
pequeña caverna que está absolutamente atestada de ruidosos murciélagos de
tamaño considerable que vuelan constantemente sobre el altar sagrado. Solo esto
hace que haya merecido la pena parar en Gua Lawah.
El
viaje toca a su fin… Una vez en el aeropuerto, nos despedimos de J, que debe
quedarse en Kuta Beach una noche más debido a su lío con los vuelos. Tras
desearle que lo pase bien y que tenga cuidado en la loca vida nocturna de la
ciudad, nos metemos en el aeropuerto cansados y tristes, camino de Malasia, dejando
atrás la isla paradisiaca de Bali, un lugar que nunca olvidaré.
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