Empezar un viaje con un retraso de cinco horas en tu vuelo
es empezar con mal pie. Si al menos la espera ha de pasarse en un aeropuerto
cómodo, con asientos aptos para el sueño, el contratiempo se palia en cierta
medida. Pero lo más cercano a la comodidad que existe en la terminal de salidas
nacionales del aeropuerto LCCT de Kuala Lumpur es el frío y durísimo suelo de
mármol, que está, al menos, bastante limpio. Alguien cuya maldad no conoce
límites ha decidido diseñar asientos alargados para luego colocar apoyabrazos
de acero que dividen cada una de las distintas reposaderas. Esto crea la
ilusión de espaciosas camas cuando los bancos se observan desde lejos pero esto
se revela falso tras un análisis más detallado durante el cual la inquina del
diseñador queda patente.
Al suelo sea, con mi macuto como toda almohada y mi toalla
como todo colchón, cinco horas no son nada.
Mi llegada a Kota Kinabalu, prevista para las doce de la
noche, se produce a las 6 de la mañana, con los destellos del nuevo día despuntando
contra las ventanas de los taxis que esperan ávidos de ringgits ya a esta
temprana hora. Aaron, mi amigo sabahano, que está pasando las vacaciones en su
tierra natal y se ofreció a enseñarme el lugar, no está esperándome como había
dicho. Supongo que recibió mi mensaje comunicándole mi retraso, aunque no ha
contestado y no sé nada de él.
Un taxista joven me hace un gesto y negocia un buen precio
por llevarme al centro de la ciudad. He quedado con otra amiga, Dajana, en
frente del mercado filipino del puerto a las 10, y he decidido que intentaré
encontrar un lugar para dormir esas pocas horas que quedan hasta entonces,
donde pueda y como sea. Apenas he pegado ojo en el aeropuerto, y menos en el
avión, y no quiero empezar mis andanzas por las junglas borneanas con un ojo
abierto y otro cerrado.
Así que allí vamos el taxista joven y yo, hacía el centro de
la ciudad de Kota Kinabalu, capital del estado malasio de Sabah, en el Noreste
de la gigantesca isla de Borneo.
Hay varias cosas importantes que saber sobre Sabah para
entender mejor el relato de mi viaje allí: Sabah es grande, muy grande (como
grande es Borneo en su conjunto), solo este estado casi equivale en tamaño a la
Malasia peninsular. Es mejor reservarse un día entero para cubrir las distancias
que en los engañosos mapas parecen viables para una mañana. El estado de las
carreteras también influye, requiriendo los traslados por la región mucha más
planificación y tiempo de lo que en un principio se puede pensar.
Por otro lado, casi todas las actividades que se pueden
realizar en Sabah requieren de reservas previas. No basta con desplazarse a los
sitios, las empresas de turno han monopolizado los accesos y la única manera de
entrar y salir es pagando con antelación. Esto resulta especialmente sangrante
en el Monte Kinabalu, la montaña más alta del sureste asiático, con 4.100
metros de altura, que pensaba escalar en esta mi primera visita a Borneo.
Cierto es que empecé a planificar el ascenso tarde y mal,
pero los casi 200 euros que cobran por subir, con el consabido guía
obligatorio, permisos y seguros de mil tipos, una noche en un albergue de
montaña que supone casi la mitad del precio, y sobre todo el hecho de que no
haya más opciones porque una empresa tiene el monopolio sobre la fucking montaña,
echa para atrás. Y da que pensar sobre cómo se gestionan a veces los recursos
turísticos y naturales en los países asiáticos.
Otra cosa que es necesario saber sobre Sabah es que
pertenece a Malasia tan solo debido al desaguisado diplomático de la época
colonial tardía, en la que la federación de Malasia, aún controlada por
ingleses, decidió promover la anexión de este estado rico en recursos cuya
explotación había recaído en manos españolas y portuguesas (de ahí que la
religión mayoritaria en las ciudades siga siendo el catolicismo), inglesas,
japonesas y americanas. Las disputas de los ingleses con filipinos e indonesias
por el control de la región fueron heredadas por el gobierno independiente
malasio y siguen muy activas hasta la fecha actual. De hecho, dos meses antes de
mi viaje, escaramuzas con tintes de guerra en el Este de Sabah, con desembarco
de tropas Sulu del sur de Filipinas, amenazaban con cerrar la región para los
viajeros (Bueno, irse podría haberse seguido yendo, a riesgo de que un cazador
de cabezas de alguna de las tribus borneanas en estado de guerra se interesara
por tu cabellera. Borneo es uno de los pocos lugares del mundo en el que aún se
conservan las tradiciones por las cuales durante la guerra se cortan las
cabezas a los enemigos para exponerlas en los lugares comunes de la tribu,
aunque esto se da más en Sarawak, la región noroccidental, y en el Borneo indonesio.
Esta práctica se trata curiosamente de un símbolo de respeto hacia el enemigo,
que perdura indefinidamente como cabeza colgante en las viviendas comunales del
vencedor en lugar de desaparecer en el polvo).
En cualquier caso, saber esto hace que no me choque tanto el
encontrarme con una diferencia mayúscula entre Sabah y Malasia continental en
lo que a grupos étnicos, cultura, religión y tradiciones se refiere. La gente
en general es más hospitalaria, más abierta y también me resulta más atractiva
físicamente. También son mucho más pobres. Sabah es el estado más pobre de
Malasia, seguido por su vecino Sarawak, también parte del Borneo malasio.
Durante el camino, el taxista joven me señala el monte
Kinabalu en la lejanía, la montaña que esta vez no escalaré, con su cima
irregular de tres picos que le resta algo de empaque a la masa pétrea que se
recorta contra el cielo naranja.
Me bajo en el mercado filipino y pese a que no estoy
demasiado cansado (he entrado en ese estado en el que ya ni se siente ni se
padece, solo se sigue hacía adelante por pura inercia), decido forzarme y
tratar de dormir algo, ya que el día va a ser muy largo. Me doy una vuelta por
la parte trasera del mercado, en la que empieza a brotar la actividad diurna,
con gente yendo y viniendo con paquetes en la cabeza, y con frutas y pescados y
carnes expuestos sobre mantas en el suelo en forma de rudimentarios puestos. Me
gustan los colores de este mercado, y la gente, que tiene un aspecto más
pacífico que la gente de la Malasia continental, entendiendo por pacífico a más
acorde con la gente de las islas del océano Pacífico, no a menos belicoso.
Primeras imágenes de Sabah |
El mercado filipino |
Tras una vuelta, encuentro un banco metálico en el que quepo
encogido y me tumbo, con mi toalla como almohada y las asideras de mi macuto
enrolladas a las piernas para evitar robos. Allí, incómodo hasta decir basta,
intento dormitar y de hecho, duermo un par de horas, siendo despertado a cada
rato por la gente que pasa por el cada vez más bullicioso mercado. Cuando los
puestos de artesanos abren sus puertas y el edificio principal del mercado
cobra vida, el ruido se vuelve excesivo como para seguir manteniendo aquella
pantomima de descanso, así que me levanto y saludo despeinado al dueño del
puesto más cercano al banco, que me mira confuso sin entender por qué me acabo
de despertar delante de su puesto.
Me tomo dos gigantescos rotis como desayuno, mucho más
grandes que los de Segambut pero con peor sabor, y me cuelo en la recepción de
un hotel de lujo entre las miradas desconfiadas de los recepcionistas para
lavarme los dientes y la cara en un baño de ricos. Aun me queda una hora hasta
que llegue Dajana así que me doy una vuelta y me encuentro con una torre del
reloj de madera, sello británico (similar a las torres del reloj de piedra tan
habituales en las ciudades inglesas pero construida con madera, como la mayor
parte de la arquitectura colonial) y uno de los pocos edificios supervivientes
tras los bombardeos de la segunda guerra mundial que “remodelaron” la ciudad
entera. Me subo a una colina con vistas y vuelvo recorriendo el puerto hacía el
mercado filipino. Por el camino me acerco a un niño que está torturando a una
pobre polilla (gigantesca) y se la cojo de las manos. Tras tenerla observarla
un rato en mi mano, la dejo en un lugar donde el niño no pueda alcanzarla para
intentar salvarla, aunque confío poco en que aquella criatura llegue a vivir
para ver la tarde de este viernes.
Polilla |
Dajana llega a las diez y nos vamos a tomar un café y un red
bull. Me resulta muy agradable hablar con esta italiana que conocí en Segambut.
Ambos trabajamos para la misma ONG así que hablamos de cómo van las cosas en su
nueva vida como profesora de inglés en Borneo, ella parece bastante contenta de
estar allí. No me extraña, por lo que me cuenta, Sabah es un lugar fascinante y
diferente a todos los demás en los que he estado hasta ahora. Dajana me cuenta
que se está celebrando el festival de la cosecha y que se ha instalado una gran
fiesta en un poblado que se encuentra a menos de una hora de Kota Kinabalu.
Decidimos comer tranquilamente (en una cafetería mamaks, por
supuesto, de indios musulmanes, los mejores manjares y los menos sanos) e ir
para allá. En el proceso, Aaron por fin da señales de vida y dice que se
reunirá con nosotros en la fiesta.
Llegamos al lugar donde se celebra el festival de la cosecha
en un autobús local lleno de sabahanos de diferentes etnias. En Sabah, el grupo
étnico más abundante son los kadayan, una mezcla de malayos y dayak, o
indígenas originarios y más numerosos de Borneo, que da lugar a gente bajita de
ojos rasgados y caras redondeadas, ostentadores de una hospitalidad
desmesurada. Esta última característica la comprobaremos en el festival de la
cosecha, donde el ambiente a la llegada (en torno a las 5 de la tarde) es ya
muy festivo.
El lugar de la celebración, una recreación a tamaño real de
un poblado o kampung tradicional construida con motivos culturales, está
abarrotado de gente bebiendo y comiendo. La gran mayoría es gente local (en
Sabah se ven menos turistas que en los otros lugares de Asia a donde he
viajado), aunque entre la multitud aparece Fabrizio, otro profesor italiano que
conozco de Kuala Lumpur. Dajana ya me habría dicho que andaría por allí, y me
alegro de encontrármelo, ya que se trata de un tipo interesante y peculiar. Los
tres atravesamos una gran choza donde al menos 30 personas están saltando sobre
unas largas ramas de bambú que, suspendidas unas junto a otras sobre un agujero
y colocadas de forma que se doblen sobre otras ramas, hacen las veces de cama
elástica. Es imposible entrar, el lugar está demasiado lleno de gente que salta
y grita. Sobre la atracción, un sabahano borrachísimo baila al ritmo de los
saltos con los ojos cerrados. Mucha gente ya va fina, pues la cerveza lleva
sirviéndose todo el día: esto no es Kuala Lumpur con sus botellines a 15
ringgits (4 euros), benditos sean los cristianos (asiáticos) y su menor
restricción moral. Según me dice Dajana, ha llegado a ver a gente tocando el
techo de la choza con un salto desde la cama elástica. Hay al menos seis metros
hasta el techo.
Pasamos una zona de barro que casi se traga nuestras botas y
entonces unos señores de una mesa nos llaman y nos hacen un hueco para que nos
sentemos con ellos. Antes de que mi trasero haya tocado el asiento, uno de los
hombres, de edad entre los 35 y los 45, ya me está dando una lata de cerveza
Tiger (vietnamita) que abro en el acto. Y así, una tras otra, los señores, que
hablan un inglés bastante bueno que permite hablar de todo un poco, nos invitan
a al menos seis latas a cada uno. Mientras ellos tratan de ligarse a Dajana sin
disimulo, Fabrizio, tipo muy pausado con intereses espirituales, me habla de
sus planes de viajar caminando hasta Kudat, 185 kilómetros al norte de Kota
Kinabalu. Le admiro por proponérselo así que brindamos por ello, y por muchas
cosas más, la cerveza parece aparecer espontáneamente sobre la mesa cuando
miramos hacia otro lado. La cosa llega a un punto en que la vergüenza nos
obliga a pagar un par de rondas para nuestros anfitriones, este gesto prácticamente
les ofende.
Tras un par de horas, la familia de la mesa de al lado se
nos une, Aaron aparece por fin (una suerte, pues ya me veía pidiéndole a uno de
los bebedores sabahanos que me llevara de vuelta a un hostal en Kota Kinabalu,
ya que Dajana y Fabrizio viven en un pueblo cercano llamado Donggongon, donde
enseñan), y todos empezamos a ir un poco tostados.
Uno de los anfitriones, pasados los cuarenta, que habla todo
el rato de Jesús y nos intenta convencer para que seamos cristianos, saca a
bailar a Dajana varias veces, e incluso intenta darle algún beso. Decidimos que
es el momento de moverse un poco por el terreno y ver que nos deparan las otras
chozas y longhouses (casas comunales donde hasta 30 miembros de una familia).
Hay mucha gente bailando en varias de ellas, en una, hay un chaval joven
haciendo una especie de breakdance. En cuanto nos ve, se detiene y viene
corriendo a saludarnos entusiasmado junto con uno de sus amigos, que no sabemos
si es chico o chica. Desde ese momento, los chavales se nos pegan como lapas y
se desviven por que estemos a gusto: nos llevan a otras cabañas donde hay
ambiente, nos quitan de encima a gente que nos intenta hablar y que ellos
consideran molestias, e incluso intentan traerme a una chica guapísima que pasa
por allí para que la conozca, a lo cual me niego rotundamente.
El grupo se ha convertido en una suerte de mezcolanza
estrafalaria que se mantiene unida por esa argamasa de amistades efímeras que
es el alcohol: con Dajana permanentemente acosada por múltiples pretendientes a
los que saca mínimo una cabeza, un grupo recién adjudicado de filipinos (Sabah
acoge muchísimos inmigrantes de estas islas) que nos siguen invitando
amablemente a cervezas (aunque resulte evidente en este punto que la cosa no va
a acabar bien si seguimos bebiendo), los dos “supervisores” de la diversión
dirigiéndonos y orquestando todo a nuestro alrededor, el hombre religioso que
se ha apuntado a la comitiva dejando atrás a sus otros amigos y con un inglés y
unas ideas ya no tan claras, y un Aaron sobrio, pues es el conductor, que es el
verdadero encargado de que las cosas no se vayan más de madre de lo que ya se
han ido.
En definitiva, una de las noches más divertidas en lo que
llevo en Asia.
Festival de la cosecha, buenísimas fotos tiradas por un sabahano borracho |
Dajana con nuestros colegas los filipinos etílicos |
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