Aún son
las 6 de la mañana cuando soy arrancado violentamente del sueño por la llamada
al rezo expedida a un volumen brutal desde los altavoces de la mezquita de
Kampung Keling. Después de todo, vivir en la calle de la armonía no es tan
armonioso.
A juzgar
por los quejidos soñolientos y las vueltas entre las sábanas de mis compañeros
de dormitorio (hay al menos 9 camas ocupadas), podría decirse que no soy el
único que se está preguntando por qué los islámicos rezan de forma tan
tempranera y estrepitosa, y si lo harán tan largo todos los días,
imposibilitando sistemáticamente el sueño del barrio entero.
Ya que
va a ser difícil volverse a dormir si el imán de turno no decide bajar un poco
el tono, y eso no parece que vaya a ocurrir pronto, ni siquiera lo intento. Me
levanto, recojo mis cosas, y vuelvo al camino. Antes de salir me despido con un
susurro de Rachel, la americana oriental, pero ella está dormida así que no
insisto. Como siempre digo a la gente que conozco viajando: “nos veremos en
otra vida”.
Antes
de dirigirme hacía Pulau Besar he decidido hacer una pequeña marcha de unos
cuatro kilómetros hacia el Sur de Malaca para visitar el fuerte de San Juan, un
antiguo bastión portugués que se haya en lo alto de una pequeña colina,
dominando la costa. Mi padre tiene interés en las ruinas portuguesas de los
siglos XVI y XVII y me lo dijo antes de venir, así que decido intentar sacar
buenas fotos del fuerte para variar.
La
mañana es clara y fresca, una delicia para caminar, calculo que será así hasta
en torno a las 10, cuando el calor volverá a gobernar con mano de hierro sobre
toda la zona. Aprovecho para pasar de nuevo por las ruinas de A Famosa de
camino al fuerte San Juan que ahora se yerguen libres de turistas e
infinitamente más agradables que la tarde anterior. También aprovecho para dar
un breve paseo de nuevo por los jardines del palacio del sultanato, donde los
característicos ancianos chinos practicando Tai Chi transmiten tranquilidad
(algunos están usando bastones y espadas de madera).
Jardines del palacio del Sultanato |
Al cruzar por última vez
el río Melaka, veo un lagarto enorme nadando a una velocidad considerable con
un estilizado contoneo de su cuerpo, lo tomo como un buen presagio para el día
que comienza. Después abandono la ciudad y ando hacía el Sur por el estrecho
arcén de la carretera principal, que transcurre paralela a la costa. Como voy a
buen ritmo, en menos de cuarenta minutos me planto frente al camino que sube
hasta la colina selvática donde reposan las ruinas del fuerte.
Pese a
que el bastión es muy modesto y tan solo cuenta con 6 cañones (que apuntan
tanto hacía el mar como hacía el interior, pues los ataques de las tribus
indígenas, los piratas y las tropas de los sultanes del Sur de la península
venían desde todos los frentes), el lugar es muy plácido y está vacío de
turistas, pues se halla fuera de las rutas habituales. Me quedo un rato y
observo a una familia de macacos que juegan muy activamente en los árboles de
alrededor del fuerte. En ese momento recuerdo que llevo mis prismáticos, así
que obtengo muy buenos primeros planos de los movimientos de los primates, que
están muy activos a esa hora de la mañana y saltan de rama en rama haciendo que
los árboles cobren vida. Es interesante ver como algunos se asustan ante mi
presencia y mi observación, poniendo de manifiesto su falta de costumbre y
descaro para con los humanos. Desde luego, está claro que poca gente les
molesta allí arriba, en comparación con la marabunta diaria de otros
emplazamientos de monos como las cuevas Batu.
Decido
que es hora de volver cuando empieza a caer una ligera llovizna. En el recorrido
de vuelta doy una patada a algo sin darme cuenta mientras camino y descubro que
es una cabeza de mono arrancada, lo tomo como un mal presagio que anula al
lagarto del río, estoy en tablas con los presagios (estas son las cosas que uno
piensa cuando camina durante mucho tiempo solo).
Ir a la
isla de Pulau Besar desde donde estoy no es fácil: hay que volver a Malaca
caminando, coger un autobús a la estación de Melaka Sentral, buscar otro
autobús a Umbai y desde allí andar hasta encontrar el embarcadero de Anjung
Batu, desde donde un barco zarpa cada dos horas hacía Pulau Besar.
Una vez
de vuelta en Malaca debo preguntar a un señor local para encontrar la parada
del autobús a la estación central. Como tantas otras veces, el lugareño rebosa
amabilidad pero me indica mal, así que al final debo apañármelas y correr
cuando veo el autobús a lo lejos para seguirle hasta la parada. 40 minutos
después vuelvo a estar sumergido en el caos de la horripilante estación de
Melaka Sentral, donde esta vez al menos tengo suerte y encuentro rápido el
autobús a Umbai.
Una vez
dentro, tengo la sensación de que en vez de en un autobús corriente voy en una
guagua, ya que el ambiente que se respira en el interior del vehículo me recuerda
un poco al buen rollo y la pachorra caribeña que viví en Cuba (o en Canarias).
Hay poca gente, todos locales, y todos van despatarrados en los asientos,
hablando a gritos entre ellos y con el conductor. Este es un hombre calvo y
gordo que no habla ni una palabra de inglés, sin embargo se trata de un tío muy
popular y todo el mundo le saluda cuando pasa junto al autobús. Cuando por fin
arranca, casi 20 minutos tarde, para el autobús cuatro veces antes de salir de
la estación para que se suba gente que aun llega más tarde y para despedirse de
gente que conoce y que le devuelve el gesto a gritos. Como no tengo ni idea de
cómo es el sitio a donde voy y las paradas no están señalizadas de ninguna
manera le pido al conductor, y también a los pasajeros que van sentados en
torno a mí (ya que sospecho que el conductor popular no ha entendido una
palabra pese a decir “yes yes”), que me avisen cuando lleguemos a Umbai. Uno de
ellos me dice que él también va allí y que me avisará un poco antes de llegar.
Durante
el camino, la popularidad del conductor aumenta, y saluda a gente incluso
cuando va a toda velocidad por la autopista. Al cabo de un rato me quedo
ligeramente traspuesto y cuando abro los ojos (debido a un frenazo) veo al
hombre que iba a Umbai bajándose del autobús, sin haberme avisado ni lo más
mínimo. Salto del asiento y salgo del vehículo dando traspiés, habiendo cogido
mi mochila de milagro.
No
sabía muy bien lo que era Umbai durante el trayecto, pero ahora que me
encuentro en el arcén de una calzada que atraviesa un bosque tupido con tan
solo dos tiendas diminutas y un palo y un banco que indican la parada del
autobús, sé que no es un pueblo. Pregunto por Anjung Batu y la dependienta
solitaria de una de las tiendas me manda por un camino a medio asfaltar que se
adentra en el bosque, en dirección a la costa. Durante el camino, de unos
veinte minutos, no me cruzo más que con dos coches y unas motos manejadas por
los típicos niños southeasterns con melena y sin camiseta. Empiezo a pensar que
el hecho de que el sitio tenga un acceso relativamente complejo puede llegar a
mejorar su atractivo de forma significativa, al quitar de en medio a todos los viajeros
comodones.
Camino al embarcadero de Anjung Batu |
Al
llegar al embarcadero, muy rudimentario, la cosa mejora, pues no hay ni un solo
blanco, solo grupos de indios y chinos con bártulos para pasar un domingo en
familia. Compro el ticket y espero mientras me fumo un cigarro sentado junto al
mar, mirando las islas diminutas que sobresalen como bosques de palmeras que
han crecido espontáneamente en mitad de las olas. Tengo un hambre atroz, y sospecho que en la isla no va a haber ningún bar ni casa de comidas ni nada que se le parezca (en efecto, resulta que no lo hay), así que compro unas galletas arenosas en la diminuta tienda del embarcadero y con eso sobrevivo todo el día, terrible.
Cuando por fin partimos hacía la isla, me siento en la parte de atrás del pequeño ferry y allí conozco a unos musulmanes jóvenes bastante simpáticos que me piden unas fotos con ellos, soy el único blanco a bordo. En 20 minutos llegamos a nuestro destino y desembarcamos junto a una playa fantástica que limita con la jungla que parece ocupar todo el pedazo de tierra que es Pulau Besar.
Cuando por fin partimos hacía la isla, me siento en la parte de atrás del pequeño ferry y allí conozco a unos musulmanes jóvenes bastante simpáticos que me piden unas fotos con ellos, soy el único blanco a bordo. En 20 minutos llegamos a nuestro destino y desembarcamos junto a una playa fantástica que limita con la jungla que parece ocupar todo el pedazo de tierra que es Pulau Besar.
Juerga en alta mar |
Es
entonces, al enfilar el embarcadero, cuando alguien me saluda de improviso. Me
veo frente a un hombre chino de unos 40 años que no conozco. Me cuenta que él
también ha pasado la noche en el hostal Sama-sama y que nos saludamos ayer por
la noche, cuando él me vio llegar. Se llama Chang (o eso me parece entender), y
aunque no soy capaz de acordarme de él, le saludo con la misma amabilidad con
la que él se me ha acercado. Va con un sur coreano de aspecto muy retraído (en ese
momento pienso que son amigos, pero luego descubro que el coreano también ha
conocido al señor Chang ese mismo día) y con un señor malayo de aspecto isleño (y algo Tamil también) que
luce una impresionante barba blanca que le llega hasta la mitad del pecho.
Enseguida
descubro que el señor Chang habla por los codos, se trata de uno de estos
chinos más adultos que son todo lo contrario que sus homólogos jóvenes en su país de origen: dicharacheros, bromistas y
seguros de sí mismos. De hecho, es tan locuaz que durante el trayecto en barco
ha liado al malayo de las barbas para que le enseñe las mejores playas de la
isla, ya que él viene a menudo (tiene una pinta de que viene a fumarse unos
troncos que no puede con ella). Me invita insistentemente a ir con ellos, y
como me parece una buena manera de quizá llegar a conocer los rincones ocultos
de la isla, me uno al extraño grupo.
Los
cuatro que nos hemos ido a juntar atravesamos una cala y una zona más
junglesca, el ambiente es muy tropical, con muchos cocos en la arena, mucha
vegetación, gallinas sueltas y poblados con casuchas y hamacas. No hay casi
nadie, lo que parece ser el bar principal de la isla está cerrado y solo nos
cruzamos con un pequeño grupo de pobladores locales que se traen una pachorra
envidiable, aún más que la vista en Malaca.
La vida
allí parece realmente ir a otro ritmo: pescadores y artesanos sentados en las
escaleras de sus cabañas, fumando y saludando con una sonrisa al hombre blanco
que visita su isla. Cabras sueltas, negocios cerrados por vacaciones
permanentes, mucha jungla y tiendas de campaña rudimentarias de gente en retiro
del mundo, en las pequeñas calas desiertas que atravesamos, surgiendo entre la
maleza, a pocos metros del agua burbujeante. Vemos poca gente bañándose, como
si ya hubieran disfrutado suficiente del agua y el paisaje. Unas chicas
musulmanas se meten al agua con todo su atuendo, fieles a su hiyab o código de
vestimenta, que estipula que la mayor parte del cuerpo, incluida la cabeza,
debe estar siempre tapada en público, aunque se esté en una cala desierta de
Pulau Besar.
En esta
zona de la isla, la poblada, hay suciedad en la arena, el agua no es clara, y
hay muy pocos metros de playa realmente buena, ya sea por la basura, las raíces
que llegan hasta el mar o las maderas, cocos y gallinas que hay por todas
partes. Seguimos avanzando y en un momento dado alguien llama a nuestro colega
de barba y cabello abundante y lo invita a acercarse a una especie de bar
primitivo que se encuentra junto al camino. Nuestro hombre se disculpa, pero la
tentación de relajarse en aquel chiringuito es demasiado grande, así que nos
indica el camino para que sigamos cruzando la isla y se separa de la comitiva.
Nosotros,
a su vez, nos alejamos de la costa para atravesar el interior de la isla. Allí
encontramos varios santuarios hindús muy rudimentarios y naturales, construidos
sobre rocas y arena. Los santuarios siguen un recorrido que se adentra en la
jungla más espesa del interior, esta es una zona sagrada y los zapatos han de
dejarse fuera, aunque sea en terreno natural y al aire libre.
Selva sagrada |
Respetuosos,
subimos descalzos por una cuesta muy empinada donde aparecen más altares bajo
abrigos de roca. Arriba del todo, mientras yo trepo a unas rocas creyéndome
Indiana Jones, el señor Chang descubre algo que le fascina: una rama
extremadamente intrincada, y flexible como una serpiente, que forma un columpio
natural. El señor Chang, fuera de sí, se columpia durante un rato y ríe
desproporcionadamente quebrando la tranquilidad del bosque sagrado. Nos pide
que le hagamos fotos y disfruta mucho del artilugio, hasta el punto de que se
levanta para irse varias veces y se vuelve a sentar incapaz de abandonar
semejante objeto de diversión. En un momento dado, el coreano (que es algo
obeso) pide columpiarse, ante lo cual el señor Chang dice “¡Tu no! ¡Yo sí puedo
pero tú no! ¡Eles demasiado glande, se lompelá!”, tras lo cual suelta una
carcajada y me mira buscando complicidad. Como en ese momento aún creo que son
amigos que viajan juntos, no me parece tan extraño, pero en cambio, cuando más
tarde descubro que se han conocido ese mismo día, el comentario socarrón me
parece un tanto ofensivo para nuestro compañero coreano Jin-Young Kim. Estamos
ante una muestra clara de lo que se ha llamado siempre “humor amarillo” o lo
que es lo mismo, humor sencillo pero cabrón (en eso consistía básicamente el
mítico programa).
Cuando
míster Chang se cansa por fin del columpio, bajamos de nuevo por la pronunciada
pendiente, con los pies maltrechos por las piedras picudas, la hojarasca reseca
y las raíces. Seguimos avanzando hacia el otro lado de la isla atravesando una
explanada de césped desierta delimitada por una selva muy elevada compuesta de
cien tipos de árboles y arbustos entrelazados en una amalgama de tonalidades
verdes y llena de aves que van y vienen pregonando su singularidad a través de
extraños graznidos. El Doctor Hammond podría haber escogido la isla de Pulau
Besar para resucitar a sus célebres dinosaurios e instalar su parque jurásico
allí sin haberse arrepentido lo más mínimo.
El mundo perdido de Pulau Besar... |
Bien merece dos fotos |
Atravesamos
un lago y una nueva arboleda muy crecida y al apartar los últimos helechos nos
damos de bruces con el mar.
Avanzamos
por la arena blanca como exploradores recién llegados a tierra ignota, y al
mirar en derredor, me doy cuenta de que acabo de llegar a la mejor playa que he
visto en mi vida. Se extiende por unos cien metros en la lejanía, acabando en
unos riscos. La jungla se ha detenido en la arena como dando un frenazo,
temerosa del agua marina, si bien algunas ramas parecen estar perdiendo el
miedo y aventurándose por delante de sus más respetuosas compañeras para
acariciar la superficie del agua con sus alargados dedos vegetales. Pero sin
duda, lo mejor de todo es que está absolutamente desierta.
La playa |
Es
entonces cuando empiezo a pensar que quizá sea el momento de separarme un poco
del señor Chang y del coreano silencioso y explorar aquel lugar extraordinario
por mi cuenta. En cualquier caso, lo primero es lo primero, así que me quito la
camiseta de un plumazo y me tiro al agua, que se haya a una temperatura
magistral, ni fría ni caliente, como si hubiera sido cuidadosamente preparada
para nuestra llegada. Después de bucear, nadar, impulsarme bajo el agua, coger
puñados de arena, maravillarme observando la jungla y la playa y las rocas que
la bordean durante un rato, y con el objetivo de aislarme y relajarme aún más en
mente, comunico a mis compañeros que voy a nadar hasta la siguiente cala, que
se atisba al otro lado de las rocas, aún más remota, sin acceso por tierra.
Nado
hasta allí y me subo con dificultad a unas rocas de considerable tamaño, allí
me siento y miro en derredor desde mi trono de señor de aquellas tierras.
Enseguida me doy cuenta de que el señor Chang
no está contento si alguien no le hace caso y me ha seguido hasta allí.
Se sube a las mismas rocas donde estoy sentado y me pregunta que en qué trabajo
(me cuenta que es empleado de una agencia de viajes en Chengdu, China, y que
habla tan bien en inglés porque ha vivido ocho años en Singapur). Como resulta
evidente, no me apetece hablar de eso en aquel momento ni en aquel lugar así
que le propongo saltar desde la roca, que pese a ser escalable por la parte
trasera, tiene una caída de unos 5 metros por el otro lado. Él dice que no lo
haga, que no sabemos si cubre y que quizá me raspe la espalda al caer. El
coreano también se ha acercado, desperdiciando la otra cala, que le habíamos
dejado sola para él, así que le pido que se pasee por la parte donde voy a caer
y averigüe si es seguro. Una vez hecho esto salto y obtengo de esta forma mi
pequeña dosis de adrenalina del día, pese a darme contra el fondo.
Más
tarde, cuando intento hacer lo propio (escalar y saltar) desde otra roca, me
resbalo y me doy con la rodilla contra una esquirla picuda, produciéndome un
corte poco profundo pero vistoso y sangrón. Estoy algo lejos de la playa en ese
momento así que me da por pensar a qué clase de criaturas puede atraer mi
sangre. Nunca me he sentido del todo seguro en el agua cuando me alejo de la costa,
pero en aquel momento lo que normalmente es una paranoia estúpida puede
fácilmente resultar un peligro real (no hablo tanto de tiburones, que también –
alguno pequeño puede andar cerca de la
costa –, sino más bien de parásitos, peces más pequeños o simbiontes no
identificados a los que puede que atraiga la sangre). Nado pues de vuelta y
descubro que míster Chang y el coreano obeso se están alejando bastante,
caminando por la arena. Aprovecho la ocasión para escabullirme a la cala del al
lado y de esta forma puedo disfrutar por fin de una playa paradisiaca entera
para mí solo. Me tumbo durante un buen rato, escuchando como las aves
tropicales, el viento en los árboles y las suaves olas forman una combinación
sonora perfecta; sin nada más, sin risas de niños, sin salpicaduras de gente
que entra corriendo en el agua, sin gente jugando al voleibol, sin castillos de
arena, sin tíos marcando paquete ni tías en topless, sin familias con nevera
portátil, sin sombreros de paja ni sombrillas ridículas, sin chiringuitos ni
paellas. Solo yo y la playa, los cocos y los cangrejos ermitaños y los pequeños
tritones que corren por la arena mientras me doy un paseo, las rocas vacías,
las raíces que surgen de la arena, la selva, los pájaros azules. No es fácil
describir aquel paseo perfecto. Ando mucho, me alejo durante más de media hora,
sorteando murallas de roca y vegetación para descubrir nuevas calas a lo largo
de la costa, la experiencia es sublime. http://youtu.be/gyDzHrLIApQ
La cala secundaria |
Cangrejo ermitaño |
Cuando
vuelvo, mi cuerpo se halla totalmente abrasado. Por supuesto, se me ha olvidado
la crema solar, (ni que fuera alguien previsor!) y aunque está bastante
nublado, no hay nube que pueda detener la inclemencia del sol tropical.
El
señor Chang llega al cabo de un rato de su paseo, ha encontrado unos corales
buceando y por supuesto, como buen chino destructor de mundos naturales, los ha
arrancado inmediatamente y me los enseña orgulloso. Como su cámara está lejos y
él mojado, me pide que le haga una foto y se la envíe luego, gracias a eso
tengo testimonio gráfico de un personaje entrañable y odioso a partes iguales
que conocí en una isla casi desierta:
¡El temible señor Chang! |
Decide
dejar los trozos de coral, pues aunque quiere llevárselos el muy bruto, pesan
demasiado y no caben en la mochila. Allí quedan abandonados, víctimas de una
barbarie innecesaria. Yo buceo un rato más en la zona donde el señor Chang me
ha dicho que los ha encontrado pero el agua está turbia y distingo muy poco,
aunque sé que el coral está ahí porque me raspo varias veces con sus irritantes
extremidades.
Después,
nos vamos, aunque yo me quedo unos minutos más despidiéndome del lugar antes de
abandonarlo quizá para siempre y luego les alcanzo.
Solo en la playa |
Podría
haberme quedado algo más, pero el último barco zarpa de vuelta a la
civilización a las 5:30, y es el momento de emprender el largo viaje a KL,
dividido en 7 fases que incluyen caminatas, trayectos en barco, en autobús y en
tren: playa-embarcadero-umbai-melaka sentral-estación BT Selamat- Segambut.
Antes
de zarpar, nos despedimos de nuestro amigo el malayo barbudo, que sigue en el
chiringuito. Un personaje curioso, que aunque parece hastiado al escuchar de
nuevo la voz chillona del señor Chang, se hace muy amablemente una
foto con nosotros y nos explica el significado de unas extrañas tumbas en forma
de pináculos que hemos estado viendo en diferentes puntos de la isla: Al
parecer algunos sultanes antiguos creyeron que había algo sagrado en Pulau
Besar y por eso decidieron reposar eternamente allí. Después de haber visto las
playas y las selvas de la isla, yo no les culpo en absoluto.
Una extraña compañía |
El
viaje de vuelta tiene poco que reseñar, en la estación de Malaca me despedí del
Señor Chang y del coreano pues ellos tomaban otras rutas y me di un atracón épico en un antro indio cercano y barato. Tras esperar una hora digiriendo y pasar por el
caos pertinente (los destinos no estaban anunciados en ninguna pantalla y todo
el mundo indicaba muy mal; cuando llegaba un autobús, siempre tarde, un señor
gritaba el destino y la gente se subía en tropel; ni siquiera me pidieron el
billete), cogí el autobús a KL y después el tren a casa. Una vez allí caí
rendido en la cama y así terminó mi viaje a la ciudad colonial de Malaca y al
paraíso natural abandonado de Pulau Besar.
Para terminar, me gustaría añadir una canción para acompañar a este relato sobre un viaje a la playa: http://www.youtube.com/watch?v=XvmkMkQHAPU
Hahaha menudo hombre el de una extraña compañia!
ResponderEliminarNo se qué atraerá más a los simbiontes pelágicos tu sangre o tu bañador....
ResponderEliminarpobre coreano vapuleado!
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