Para el Lunes, hemos planeado un día de playa, así
que todos nos levantamos con más energía. Tras un desayuno rápido, nos vamos a
coger el autobús 101, que lleva al Norte de la isla. Es pronto, así que el
calor aún nos da cierto respiro y el viaje no se hace agobiante pese a que el
sol de la mañana golpea el autobús con saña durante todo el viaje.
La playa principal del Norte se llama Batu
Ferringhi, y según nos han dicho, es una de las mejores de Malasia. Desde
luego, no es una mala playa, la arena es
perfecta, está rodeada de riscos y palmeras y no hay demasiada gente, así que
se está muy a gusto pese a que el agua no sea tan cristalina como esperábamos
(para encontrar esas aguas transparentes desde donde los peces pueden
contemplarse mientras se está cómodamente sentado en la arena, a lo lejos, se
debe ir al otro lado de Malasia a las islas de Berhentian, Tioman o Redang o al
Sur de Tailandia, Camboya o Vietnam. Me imagino que esto es debido a la
situación más protegida y cerrada del mar allí. Donde estamos, en el Oeste, el
mar es más abierto y por tanto, más turbio. Esto es solo una teoría, puede
deberse a otras muchas razones).
Batu Feringhi |
Nada más llegar, decidimos ir a las rocas de uno de
los extremos de la playa, donde Alberto quiere escalar, pues dice que tiene
mono después de un tiempo sin ir a la montaña. Angelo se queda tomando el sol
(es básicamente, lo que hará el resto del día). La cosa empieza bien, pues las
rocas no son gran cosa, pero en un momento dado, al saltar de una a otra, el
exceso de confianza me traiciona y me caigo de manera aparatosa al hueco que
hay entra las dos piedras, a unos dos metros de profundidad. Caigo con el
pecho, y el golpe me deja sin respiración unos segundos, pero lo peor es que en
la parte de abajo hay conchas cortantes y cristales rotos de botellas, así que
me hago cuatro o cinco cortes bastante profundos en el píe izquierdo (uno de
mis dedos, muy hinchado, parece una salchicha cortada para meter al microondas,
not cool…). Mie píe y mi brazo sangran profusamente, y pronto se forma un
pequeño charco en el fondo del agujero, haciendo que la cosa parezca más grave
de lo que realmente es, Alberto y Joan se quedan pálidos. Me ayudan a salir y decidimos que la
escalada ha terminado para mí, me ayudan a volver a la firme arena y a meterme
en el agua para someterme a la dolorosa curación salina. Todos los bañistas
cercanos me miran, pues también tengo sangre en el pecho, y unos indios se
acercan a darme un pañuelo.
Después de eso, no hay mucho más que hacer en Batu
Ferringhi para mí, pues apenas puedo andar sobre la arena y al mover los pies
para nadar mis heridas de abren y cierran dolorosamente. Así que me quedo con
Angelo tomando el sol hasta secarme como una pasa mientras Joan y Alberto se
van a explorar el resto de la playa. Además, el trekking en el parque nacional
de la esquina Noroeste de la isla que teníamos preparado para la tarde se
plantea ahora complicado. Mientras descargo mi rabia dando puñetazos a la
arena, veo pasar a los diversos bañistas durante horas. Me llaman especialmente
la atención los indios, que van a la playa vestidos exactamente igual que para
ir al resto de sitios, es decir con camisas horteras, pantalones largos y
zapatos. Al menos ellos pueden andar.
Cuando J y Alberto vuelven, comemos en un
chiringuito malayo con un camarero muy frenético y sudoroso, víctima de un
stress contagioso. La comida no está mal, aunque yo me paso ando todo el rato
con la cabeza en otra parte, pensando cómo demonios es posible afrontar una
caminata en la jungla con el pie así. Mis compañeros intentan disuadirme, pero
para mí era la parte más importante del viaje.
Cuando terminamos la comida, J trae al socorrista de
la playa. Este está sin ganas de hacer demasiado, así que nos deja un botiquín
antediluviano que podría perfectamente haber pertenecido a uno de los barcos de
los primeros colonos que llegaron a Penang (las vendas están amarillentas y
cortadas y tiene toda la pinta de que han sido usadas con anterioridad…), y yo
me vendo las heridas tras echarme crema antiséptica.
Después, como ya puedo andar mejor, cogemos un
autobús hasta Teluk Bahang, el pueblo desde donde se accede al pequeño parque
nacional que ocupa la esquina Noroeste de la isla. Queremos llegar hasta una
playa conocida como la playa del mono, que está en mitad del parque, totalmente
rodeada por la jungla. Para ello, habíamos planeado atravesar la selva
siguiendo la costa.
Al llegar a la entrada, un señor nos ofrece
llevarnos en barco hasta la playa y recogernos luego, tres horas después. Como
por desgracia no estoy para andar demasiado (los vendajes ya se han puesto
rojos), decidimos coger el barco. J y Angelo están de acuerdo pues están
bastante cansados y la caminata habría durado unas tres horas.
La lancha nos lleva hasta la playa del mono en menos
de diez minutos, a una velocidad descomunal que nos hace saltar y golpear las
olas con gran violencia. Durante el camino, navegamos junto a la jungla, que en
muchos puntos llega a juntarse con el mar literalmente, con los árboles
saliendo del agua.
La playa nos deja boquiabiertos nada más
desembarcar, y rápidamente sustituye a la increíble playa solitaria de Pulau
Besar en el puesto de mejor playa en la que he estado en mi vida.
Playa del mono |
What a beach! |
El lugar es francamente increíble incluso pese a
haber más gente que en Pulau Besar (no demasiada, unas cincuenta personas. Casi
todos son, o bien familias indias que pasan el día allí, o bien malayos hippiescos
con pinta de colocarse hasta las cejas en la playa. Estos últimos están en
tiendas de campaña, lo cual indica que pasan la noche allí). La selva solo deja
una estrecha franja de arena fina y blanca para que las olas rompan suavemente
cerca de las palmeras que brillan en la luz del atardecer. Más allá, la
vegetación es tupida y tapiza por completo los dos riscos que cierran la remota
cala. No hay monos, como nos habían dicho, pero la relajación de flotar en una
agua clara y apacible mientras la mirada se pierde en la colina selvática no
tiene parangón.
Como aún no puedo nadar bien, me dedico tan solo a
flotar apaciblemente e intento alejarme de los demás hacía un extremo vacío del
mar, junto a los árboles. Allí me siento en una roca, relajado como hacía
tiempo que me encontraba, escuchando el romper suave de las olas, frente a mí,
y la oculta orquesta de sonidos salvajes que se recrea entre los árboles
centenarios, a mi espalda.
Alberto, que sí puede nadar, se aleja y llega
incluso a superar el risco que cierra la playa, bordeándolo y prácticamente
saliendo a mar abierto, aunque siempre pegado a los riscos de la costa.
Durante todo el rato que paso dentro del agua,
cuando dejo quietas las piernas, noto como miles de diminutos pececillos me
rozan con sus bocas, sin llegar a morder, alimentándose de cualquier cosa que
se halle pegada a mi cuerpo. Esto crea un cosquilleo agradable, aunque en un
punto tengo que sacar el pie con las heridas del agua, pues los peces se
arremolinan en torno a ellas y esto puede hacer que se cree una infección (de
hecho, cuando llego a Kuala Lumpur, al día siguiente, dos de mis dedos se encuentran
hinchados, morados y pálidos debido a una fea infección, así que debo ir al
médico y pedir a unas enfermeras indias, extremadamente rudas y poco
cuidadosas, me limpien las heridas con un desinfectante dudoso, retorciéndome
los dedos dolorosamente). Veo a decenas de los diminutos peces saltando a mi
alrededor, y en un momento que apoyo el píe en la arena, noto el cuerpo
resbaladizo de un pez enorme que estaba
enterrado y se revuelve bajo mi píe escabulléndose, por suerte, sin clavarme
nada o morderme mis ya maltrechos dedos.
Decido que es momento de salir del agua, antes de
que los pececillos empiecen a volverse agresivos y acaben dejando mis huesos
limpios en plan pirañas. Me doy una vuelta como puedo, maravillado por la
playa, cruzando algunas palabras con la comunidad de malayos que andan junto a
las tiendas de campaña. Dan la impresión de llevar un tiempo viviendo allí, lo
cual hace que la idea de volver a la playa y quizá quedarme un par de noches
con ellos para experimentar la serenidad de aquel lugar tras el ocaso ronde
tentadoramente mi cabeza.
Cuando Alberto vuelve de su paseo marino, la
tranquilidad que gozamos se va al traste. Le ha picado una medusa de las
chungas, que el mismo ha visto desde las rocas donde estaba, antes de tirarse
sin otro remedio e intentar nadar hacía la costa. Tiene el brazo hinchado y muy
rojo, y me dice que siente como si le estuvieran quemando la piel. Además, el
veneno le ha paralizado medio cuerpo, y se queja de dolores en el pecho y la
espalda. En un primer momento, me dice que le está dando un ataque al corazón y
yo me lo tomo a broma, pero cuando veo la preocupación real en su cara, le
ayudo a colocarse en la toalla, pues apenas puede moverse y está bastante
nervioso. J y yo corremos a buscar ayuda por toda la playa, pero lo único que
conseguimos es un tubo de pasta de dientes, que aparentemente es bueno contra
esto (pura bullshit). Angelo no para de decir que la orina es lo único que funciona,
pero a Alberto, al que el inglés ya no le viene a la cabeza y balbucea en una
mezcla de idiomas, no le convence la idea de que orinemos sobre su brazo.
Al parecer, lo que llamamos medusas en Europa ni
siquiera son medusas, son una subespecie más pequeña que no entraña peligro
alguno. Las medusas del sureste asiático en cambio, pueden llegar a matarte si
te dan bien, de ahí la preocupación.
Poco más podemos hacer, estando en una playa aislada
y casi desierta. Una familia de indios se acerca, con más morbo y sorna que
ganas de ayudar, mientras J pregunta aleatoriamente a la gente si tienen
vinagre, que aparentemente también es bueno, obteniendo de todo menos ayuda.
Por fin llega la barca y nos apresuramos a recoger
nuestros bártulos para volver a la civilización, ahora con dos heridos en el
grupo. Junto antes de irnos, cuando el atardecer ya se desliza sobre las
colinas selváticas y todos andamos preocupados por el brazo de Alberto, sin fijarnos
mucho en nada, tres monos aparecen en un extremo de la playa, rapiñando los
desperdicios que los indios han dejado por doquier. Antes de seguir a los demás
me quedo observando a uno de ellos y él se para y me devuelve la mirada. Casi
parece una burla de la naturaleza.
Vinimos aquí para bañarnos en un lugar paradisiaco,
la playa del mono. Un lugar apartado y ajeno al mundo, donde la vida salvaje
aún fluye con esplendor. Es algo muy
bonito de apreciar pero también, como el lugar nos ha enseñado a todos,
peligroso. Alcanzar lugares así entraña riesgos que no deben olvidarse, pues
entonces le estaríamos perdiendo el respeto a la misma naturaleza que nos abre
sus puertas y admite nuestra, en muchas ocasiones insulsa, presencia en sus
lugares más sagrados y valiosos. Como muchas otras cosas en la vida, la playa
del mono representa un doble filo, que puede maravillar y golpear por igual, y
esto es algo que se debe tener siempre presente al bañarnos en playas remotas,
adentrarnos en la jungla o escalar montañas.
Podría decir que fue aquel mono el que me dijo todo
esto, como si de la moraleja de aquel día caluroso se tratara, en código de
fábula, pero lo único que hizo el mono fue correr a alimentarse de la basura
que los humanos habían dejado en su playa, la playa del mono.
La playa |
Tras esta breve reflexión, salimos de allí tan
cruelmente rápido como hemos llegado. La vuelta a Georgetown se hace eterna en
el atasco que supone el fin de muchas vacaciones. Es duro sobre todo para
Alberto, cuyo aspecto y condición empeoran por momentos. Una vez en el hostal,
el dolor no le deja dormir, así que yace revolviéndose en la cama mientras los
demás caemos inevitablemente rendidos, desatendiéndole vilmente. Tras una noche
que no olvidará, se va al hospital a las cinco de la mañana, pues el dolor se
ha intensificado hasta niveles preocupantes. En el camino, está a punto de ser
pasto de las gentes extrañas que campan por Georgetown tras una última noche de
desenfreno, fin de las celebraciones principales por el año nuevo. Si bien, esa
es una historia que él mismo debe contar.
Al día siguiente, pese a que no está mejor, tiene
calmantes recetados en el hospital (donde también le han puesto una fuerte
inyección y le han advertido sobre el inmenso peligro que ha corrido), así que
podemos visitar un par de sitios.
Paseamos en un estado algo lamentable por la parte
Norte de Chinatown (cansados, yo cojeando de mala manera, y Alberto agarrándose
el brazo que aún le arde). Visitamos un hotel muy antiguo, perteneciente a una
antigua familia de comerciantes chinos y decorado de forma tradicional, y luego
entramos en la Khoo Kongsi, la casa-templo donde se reúne el afamado clan Khoo,
uno de los más antiguos y empoderados del Sureste asiático.
Khoo Kongsi |
El lugar es, sin lugar a dudas, el edificio de
arquitectura y decoración china más espectacular en el que estado, por encima
incluso de los enormes complejos de Chengdu. El templo principal es pequeño,
así que todo es muy barroco, desde el tejado, con unos enormes tablados llenos
de diminutos esculturas muy detalladas que nunca había visto antes, hasta la
parte trasera, con unos paneles de roca muy recargados de figuras representando
la vida del clan y unas tipografías fascinantes que me paso casi media hora
fotografiando.
Tipografías en los paneles de Khoo Kongsi |
Tipografías en Khoo Kongsi 2 |
Dentro del edificio, destacan dos grandes paneles
con más de 30 figuras que representan a maestros del kung fu montando criaturas
mitológicas como un león-caballo o una rata-topo y armados con muchas armas y
objetos milenarios, increíble.
Maestros del Kung Fu |
Después, y ya para cerrar el largo viaje, cogemos un
autobús hasta el templo de la serpiente, un santuario taoísta por el que estos
animales supuestamente campan a sus anchas. El sitio está hasta arriba de
gente, es terriblemente feo, y las serpientes están visiblemente drogadas y
atontadas por el incienso y los miles de chinos que las cogen, las hacen fotos
y las dejan. Siento lástima por las criaturas y desprecio por toda la gente que
hay allí, el lugar nos deja muy mal sabor de boca a todos.
Tras esto, largos viajes en autobús nos llevan a
Kuala Lumpur, de vuelta a la tranquilidad indiferente de Segambut, donde los
compañeros de la oficina nos esperan, inamovibles, en el Mamaks de la calle
8/38.
Allí termina nuestro largo fin de semana en la isla
de Penang, intenso, doloroso, y placentero por igual.
Espero que la calidad de los servicios médicos de por allí vaya pareja a vuestra osadía. Cuidado chaval. La naturaleza es poco piadosa con los turistas inexpertos. Suerte y besos.
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