Hay
viajes que cambian. Cambian personas tanto por dentro como por fuera. Cambian
percepciones de uno mismo y del mundo. La cualidad de un lugar remoto, de una
persona remota, de algo tan lejano a nosotros que al encontrarnos con ello
sintamos que hemos despegado de la realidad, esa cualidad nunca debe de ser
subestimada.
Mi
viaje llega a su fin. Tailandia es la última parada de esta línea vertiginosa
que ha recorrido una parte muy especial de Asia. No podía ser de otra manera,
acabar aquí, donde los caminos parecen confluir en una vorágine de estímulos
que ha conducido a muchos a la locura, al final definitivo de sus viajes, o al
principio de otros deambulares más oscuros.
Un
periplo tan largo como el mío por Tailandia no debe contarse al por menor, pues
aquí no estamos para aburrir a nadie. Quizá el dibujo que quiero hacer de
Tailandia deba ser más abstracto, más personal que el presentado en un mero
diario.
Son
estas mis impresiones sobre un lugar que me hizo pasearme por el filo, con un
pie excitantemente suspendido sobre el abismo.
Durante
la primera parte de este gran viaje, de unos 20 días, Manu fue mi compañero. Un
aventurero con inquietud nata y muchas ganas de moverse, como yo, cuya
presencia siempre fue un plus y nunca un contra. Buen caminante y apasionado de
las artes marciales y la vida en Asia, suficientes puntos en común como para
que este fuera ya nuestro segundo paseo por esta región del mundo. Nuestras
idas y venidas por China y Nepal pueden ser seguidas en su blog, el proyecto
Ronin: http://roninatravesdeasia.com/a-traves-de-asia/nepal/.
Yo le
presento Kuala Lumpur durante los dos primeros días tras su llegada, primera
vez en el sureste asiático. Calor ¿eh?
De las
torres Petronas a Chinatown se camina deprisa y admirando los edificios
británico-musulmanes, indios y chinos, los pedazos de selva aislados entre las
mareas de cemento, y el cóctel étnico que sigue creándome fascinación después
de seis meses en la ciudad. Nuestro
hostal es agradable, aunque esté inquietantemente lleno de gente desagradable.
Entre ellos destaca el señor Stanley Gouri, miembro del clan de los Gouri, tres
pakistanís dedicados en cuerpo y alma al digno arte de la holgazanería y el
estorbo. Las prácticas horrendas de Stanley incluyen la llegada etílica a la
habitación, la exhibición ridícula y ligera de ropa de muay thai en la
recepción, y la fotografía de otro de los Gouri desnudo y desmayado por la
ingesta de alcohol en nuestra litera de abajo. No Cool..
Aquellos días en Kuala Lumpur tan solo son el
principio o la antesala, y no es hasta que no nos despertamos a las cuatro de
la madrugada para coger el vuelo a la isla de Phuket que no sentimos que
estamos a punto de embarcarnos en una nueva serie de correrías asiáticas.
Pocas horas después de un nuevo despegue desde el
archiconocido aeropuerto de KL, las grandes columnas de piedra que forman los
islotes diminutos y deshabitados del sur de Phuket aparecen debajo de nuestro
avión como caparazones de tortugas gigantes llenos de vegetación. La escena me
deja sin habla.
Phuket, no obstante, es un lugar feo al que más
tarde, ya sin Manu, habría de volver para pasar una de las noches más erráticas
de toda mi vida. Por el momento, tres autobuses y después un barco nos llevan
al otro lado de la estrecha península, que es más un dedo largo de tierra que
une Bangkok con el Norte de Malasia que una península propiamente dicha. Lo que
veo desde el autobús me parece una mezcla entre cosas de Malasia y cosas de
Camboya. Esto puede sonar evidente ya que Tailandia está justo en medio de los
dos, pero no deja de estar de más darse cuenta de cosas. De que el nivel de
vida no es ni tan acomodado como el de Malasia ni tan paupérrimo como el de
Camboya, de que el terreno es montañoso y tapizado de jungla como en Malasia, pero
barrido por un calor algo más seco, como en Camboya. Vemos elefantes durante el
camino, en la selva, ayudando en tareas de recolección. Esto me recuerda más a
Nepal. Tailandia es un país en el que se mezclan muchas cosas, y donde lo mejor
convive muchas veces puerta con puerta con lo peor.
Durante el trayecto en barco, conocemos gente. En su
mayoría backpackers que han venido a pegarse la madre de todas las juergas.
Entendible. La gente parece ir con otro chip activado en Tailandia, hay un
ambiente relajado y muy agradable entre la comunidad de viajeros, y esto hace
que conocer gente sea algo tan fácil como relajarse en una cubierta de un barco
al aire fresco nocturno, con una cerveza Chang en la mano.
Veo mucha gente estresada cuando nos bajamos del
barco en Koh Samui y resulta que no hay más transportes a otras islas, tan solo
un puerto desierto con dos taxis en los que no cabemos todos. Backpackers poco
acostumbrados a los ritmos de Asia. Aquí estresarse solo empeora las cosas. Y
así debería ser en todas partes.
Como somos gente maja, dejamos que cuatro chicas
americanas que se han quedado sin barco hacia su destino final se monten en el
taxi con nosotros. Tenían un hotel (que no hostal) reservado en Kho Phagnan, así
que no solo se han quedado tiradas sino que además han perdido bastante pasta,
pero están de buen humor. Esa noche acabamos todos alojados en unos bungalows
bastante bien puestos con piscina y cercanos a la playa, por encima de los
cuales vuelan aviones extremadamente bajos que van y vienen del aeropuerto de
Koh Samui, quizá por eso sean tan baratos. Al grupo se ha unido un brasileño de
19 años que no para de tratar de llamar la atención de las chicas poniéndose la
mayoría de las veces en evidencia, y un callado canadiense de la parte francesa
que habla peor inglés que yo pese a venir de un país anglosajón.
Salvo Manu, el resto de personas del grupo me
aburren. Dos de las chicas americanas, de origen filipino, no comen ni pasta ni
pollo porque engorda, durante la cena piden ensaladas, lo cual es un concepto
que a duras penas se trabaja en la cocina tradicional asiática (En una cocina
de corte sencillo, ¿Cómo va a comerse algo que no llene ni alimente?). Es por
esto que no prueban el delicioso Pad Thai: los noodles fritos de estilo
tailandés con cerdo o pollo y verduras que constituirían mi dieta durante los
veinte días que estaría deambulando por Tailandia. Me gusta el toque original
que se consigue añadiéndole cacahuetes molidos, y también el hecho de que se
pueda averiguar el nivel de vida y el del turismo de una zona concreta tan solo
mirando al precio del Pad Thai, que está en todos y cada uno de los
restaurantes como primer plato de la carta. En las islas del Sur, donde es
prácticamente imposible encontrarlo a menos de 60-65 bahts (aproximadamente un
euro y medio), hay quien dice que en algunos barrios de Bangkok se puede
comprar en puestos callejeros por 30 bahts.
Pese al ligero tedio, la noche acaba como debe
acabar una noche que se precie en Tailandia: Cerveza barata en la playa, pibas
mochileras, un baño de medianoche en la tibia piscina del poblado de bungalows,
y un encuentro surrealista con un greco escocés homosexual llamado Athos al que
una prostituta ladyboy borracha le ha engañado para venirse a dormir a su
bungalow (En efecto, encuentros en la tercera fase como este se sucedieron
durante casi todas nuestras noches en las islas del sur, y más tarde durante mi
aventurilla en Bangkok. Cambiando tan solo el nombre, la nacionalidad y la singularidad
de la situación en concreto, que fue en aumento gradual).
Así era la vida en Tailandia, disoluta como ninguna.
Una vida que hacía sentirse a uno mal por momentos, como si después de alguna de
estas noches fuéramos a vernos obligados a trabajar diez duros años en una mina
para compensar semejante falta de preocupaciones y ocupaciones.
Los únicos momentos estresantes del día a día
ocurrían en las agencias que vendían los pasajes entre islas, y en los muelles.
Con arduas negociaciones y precarios acuerdos sobre precios inflados. Con
hoscos funcionarios con el odio al occidental marcado en cada gesto. Con largas
esperas sobre maderas podridas y basura portuaria, y dificultades para encender
cigarrillos frente al viento.
Pero ese es el precio a pagar por saltar de una isla
a otra, por admirar cada puntito de belleza en el mapa. Una vez en Koh Tao, la
isla Tortuga, hemos dejado atrás a toda la gente que habíamos conocido en Koh
Samui. Es algo así como empezar de cero tras cada barco.
Un nuevo hostal, esta vez en lugar de arañas, hay
ciempiés circulando por las zonas comunes. Se respira una tranquilidad de bahía
tras el bullicioso muelle de Koh Tao, un ambiente propicio para relajarse y
pensar en desenterrar tesoros de piratas chinos que llevan siglos bajo el gran
caparazón de tortuga al que se asemeja la isla. También para caminar despacio entre el ritmo y
las gentes tropicales de la isla. Como siempre, una internada en la selva es
casi obligada, al menos hasta alcanzar algún risco desde el que dominar las
breves costas. En estas islas montañosas, todo es cuesta arriba una vez que has
dejado atrás la orilla del mar: buen ejercicio para las piernas, y buenas
vistas. Deberíamos haber traído un catalejo.
Islotes tortuga en Koh Tao, foto de Manu |
Oteando, foto de Manu |
El arduo camino de los piratas |
A la noche, bares-cabaña donde las olas entran con
desparpajo y frescura hasta las improvisadas pistas de baile. Gente con los
cuerpos pintados y tailandeses haciendo malabares con fuego. Hay una fiesta de
buceadores que celebran que han acabado un curso de nivel nosequé. Un viejo
toca la batería siendo salpicado por olas especialmente fuertes esa noche. Las
ladyboys campan a sus anchas a partir de las 2, como siempre, cuando los
blancos ya van suficientemente animados como para no distinguir con quien se
van a donde quieran que descansen sus macutos…
Al día siguiente, alquilar una moto para un día
entero por el equivalente a tres euros y medio suena demasiado bien como para
no hacerlo, aunque no hayamos montado en una en nuestras vidas. Nos dan la
moto, que es más bien una motillo, sin casco y sin pedirnos el carnet: otra
maravilla asiática. La precaución inicial enseguida se disipa en un chute de
confianza, y acabamos metiéndonos por una carretera con muy malas pulgas en busca
de un gran esqueleto de ballena que aparece en nuestro mapa y que yo me he
empeñado en encontrar. Tras unas cuestas en las que parecemos a punto de volcar
hacía atrás por falta de adherencia, curvas cerradas, y trozos de firme
ondulado, pasa lo que tenía que pasar, me salgo de la carretera y mi motillo
cae aparatosamente sobre los helechos del sotobosque que antecede a la profunda
jungla que nos rodea y aísla. Por suerte, un rasponazo es todo lo que tengo que
lamentar sobre mi cuerpo. No puede decir lo mismo la moto, que yace maltrecha
entre la maleza con el espejillo doblado en ángulo imposible, una luz rota, y
feas ralladuras en el costillar.
Como sospechamos que la verdadera fuente de ingresos
de estos micro negocios de alquiler de
motos son los cargos por desperfectos del vehículo, antes de devolverla
tratamos de adecentar la motillo lo más posible y llenamos el depósito con unas
botellas de wishky llenas de gasolina que nos venden en el camino (no podemos
deshacernos de las motos y largarnos sin más pues tienen el pasaporte de Manu
como fianza). Bajo una intensa lluvia, que parece predecir el desfalco, el
chavalín joven del alquiler me revisa la moto de arriba abajo descubriendo todo
el pastel, y viene con el parte: 100 euros a cambio del pasaporte de Manu. El
esqueleto de ballena no los valía…
El bar Loto |
Playa de Sai Ree |
Barcos al anochecer |
Koh Tao podría perfectamente ser el afterhours al
que venir tras las estridentes fiestas de Koh Phangan, isla vecina (Koh Samui,
Koh Phangan y Koh Tao, las islas más conocidas de la costa Este); y su pinchada
sería un chill out muy ligero, que puede prolongarse durante horas y horas
mientras el cuerpo descansa en uno de los asientos con cojines que hay
dispuestos a lo largo de las playas de polvo blanco. Playa y jungla para
ordenar las sensaciones extrañas que advienen a mente y cuerpo después a todo
exceso.
Pero nosotros lo hacemos al revés. Primero
descansamos, sin saber muy bien de qué, en la isla tortuga y después nos unimos
a toda la vorágine de peregrinos en busca del placer supremo que se dirigen a
la Full Moon Party de este mes.
El barco va demasiado deprisa. Alguien ha debido de
ver que muchos de los pasajeros (incluidos nosotros) llevaban ya al embarcar un
número considerable de cervezas tanto en bolsas de plástico como en el interior
de sus cuerpos, y ha decidido que es divertido verles tambalearse y dar tumbos
por las cubiertas, vomitar por la borda y estar a punto de caer por las
empinadas escaleras con cada violento golpe de oleaje. Realmente lo es. El
único problema es que, el barco mucho más lleno de lo indicado, el inusual
oleaje, y la velocidad, son elementos adversos que también nos afectan a
nosotros. Acabamos obligados a refugiarnos en una esquina junto a unos cubos de
basura con gente cayéndonos encima y pisándonos casi todo el rato. Un guaperas
alemán que va a la fiesta desde Koh Tao con 60 bahts como toda pertenencia se
une a nuestro grupo, y más tarde en el puerto de Koh Phangan, lo hace un
holandés silencioso, obeso y algo sospechoso. Todos tenemos el mismo destino y
todos sabemos que es bueno compartir gastos. Además la charla con el alemán es
agradable.
Los bungalows de Koh Phangan son más baratos que los
encontrados en las dos islas vecinas. También son más ruinosos, y la estancia
se comparte con unas agradables arañas negras peludas que se niegan a abandonar
la habitación. Koh Phangan es una isla más adaptada para el backpacker de
presupuesto bajo, con una mayor cantidad de tiendas de alcohol muy barato, un
pad thai de peor calidad, y por supuesto la mejor fiesta, la Full Moon Party.
La fiesta de la luna llena es una de esas
celebraciones en las cuales los asistentes se escudan en la singularidad y la
tradición para justificar excesos que no cometerían en ninguna otra noche del
año. Lleva organizándose mensualmente en cada noche de luna llena desde el año
85 y, lo que empezó siendo una reunión de amigos viajeros se ha convertido en
una de las fiestas más concurridas del planeta, con entre 20.000 y 30.000
asistentes cada año, la gran mayoría occidentales.
En realidad, no es tan especial. Ni tan distinta de
cualquier otra rave en cualquier otra parte del mundo. La misma música de
siempre, alcohol, drogas, tías semi-desnudas, luces brillantes y centellas en
miles de ojos vidriosos. Como novedad, el fuego. Y es que en las playas de
Tailandia es un elemento casi omnipresente en cada fiesta o lo que es lo mismo,
en cada noche. En luna llena el fuego es más grande y quema más. Hay combas con
cuerdas ardientes en los que los borrachos saltan y caen al suelo, muchos de ellos
con quemaduras en las piernas. Hay limbos de fuego en el que un mal movimiento
puede dar con tu cara a la brasa, también hay malabaristas y acróbatas:
tailandeses adolescentes que dominan varas, aros y boleas ardientes como si
fueran extensiones de su cuerpo fibroso y escuálido, algunos sobre la arena de
la playa y otros en equilibrio precario, sobre barras o cuerdas.
Aquello parece un circo de piromantes, pero sigue
siendo una fiesta, y el alcohol lleva fluyendo a ritmo vertiginosos por mis
venas desde la isla anterior. A diferencia de los de Manu, mis saltos en la
comba de fuego me producen más vergüenza que orgullo. Y lo último que recuerdo
es cambiar la botella de cerveza barata con sabor a sidra por una de whisky
tailandés de baja gama, con ese color claro de agua sucia y ese olor a perfume
de prostíbulo. Y dar un trago como si aquello fuera un refrescante cáliz en las
últimas estribaciones de un desierto.
El resto de la noche me viene a la cabeza a la
mañana siguiente en ráfagas confusas y dolorosas, como puñetazos certeros
lanzados por un boxeador a su rival al borde del KO. He perdido mi cartera, he
perdido mi mejor camiseta, y sobre todo, he fastidiado la fiesta a mi amigo
Manu.
On the walk side. Como decía el clásico neoyorkino. No has salido ileso pero en cualquier lucha se producen heridas. Cicatrices que atestiguarán las vivencias. Recuerdos, en una palabra.
ResponderEliminarPreciosa la palmera 90º de la foto.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarPues la lista de cicatrices no se acaba ahí, verás
EliminarEstos han sido los diez minutos mejor invertidos de mi día y te puedo decir que el resto del día le había puesto el listón muy alto ^^
ResponderEliminarla manera en la que lo cuentas hace que nos sintamos cómplices
de esas experiencias...muchísima suerte en la venideras, ojalá se crucen nuestros caminos pronto otra vez y podamos compartir todo esto con una cerveza de por medio, hasta entonces, no debes de escribir, porfa :)
un abrazo muy fuerte desde Hannover,
Cris
Gracias por encontrar un hueco para leerme Cris aún estando en Hannover! me animan mucho estos comentarios! Esperemos compartir relatos algún día :)
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