Las
fiestas de Khao San eran tan frenéticas como continúas. Muy parecidas en
lugares y brebajes, pero muy diferentes cada noche, en tanto en cuanto una
nueva hornada de viajeros, o bien recién llegados al país de la locura, o bien
celebrando su despedida, inundaba las calles y los antros. Alcohol muy barato,
sisas, discotecas y bares con barras en plena calle, raves improvisadas, gente
de todo el mundo, grupos bien nutridos de tailandeses, puestos de insectos por
todas partes. El mejor lugar del mundo para conocer gente.
Durante
mi estancia en Khao San, me integré y salí de fiesta con un grupo de ingleses y
franceses que trabajaban en una ONG internacional en Camboya; con Nasir, el
indio callado; con Mick y Sam, los australianos desdentados amantes del opio;
con un grupo de tailandesas y tailandeses que me asaltaron en la calle a las
tres de la mañana diciendo que me parecía al cantante de Maroon 5 (eh… ¡sí,
vale!); con unos viajeros japoneses a los que me costó casi veinte minutos
convencer de que bajaran al bar de abajo y a los que prácticamente tuve que llevar
a cuestas de vuelta al hotel del pedo que pillaron; con unos obreros escoceses
que habían ahorrado todo el año para venirse a Tailandia en plan Resacón en las Vegas y que me llevaron
haciendo una carrera de tuk tuks a Pat Pong, la zona donde se hacinan
(literalmente, unos encima de otros) todos los bares de striptease de Bangkok,
y me invitaron a chupitos de ron durante toda la noche. Sin duda, la velada con
los escoceses fue la más esperpéntica que viví en Asia. Es imposible no esbozar
una sonrisa al pensar que todo empezó en el bar del hotel, preguntándoles si
podía sentarme en su mesa a tomarme mi cerveza, a lo que ellos enseguida
respondieron pidiendo otra botella y poniéndome un chupito delante para un
brindis.
Este
tren de vida llevó inevitablemente a un desgaste excesivo de mi mente y mi
cuerpo. Me convertí en el lumpen de Khao San, comiendo en el bordillo de la
calle, robando en el Seven Eleven siempre que podía, y trabajando para un
conductor de Tuk Tuk que me pagaba por
hacerme pasar por un cliente interesado en tiendas y agencias de viaje en las
que él se llevaba comisión por traer a clientes. Las comisiones las repartía
conmigo, pasándome el dinero disimuladamente desde el asiento del conductor.
Este hombre mayor y yo desarrollamos una relación divertida que surgió de
casualidad cuando una mañana me preguntó si quería ir a algún lado a la salida
del hostal, y yo me saqué el interior vacío de mis bolsillos con el gesto
internacional de “estoy sin blanca”.
No
obstante, la visita de una amiga mía tailandesa, conocida de cuando estudié en
Reino Unido, me adecentó durante un par de días. Ella, rica y pija pero al
mismo tiempo, generosa y encantadora, tuvo la decencia de pasearme por los
lugares emblemáticos de la ciudad a cuerpo de rey. Sin dejarme siquiera llevarme
la mano a la cartera ni en restaurantes ni en taxis, y pagándome incluso la
entrada al palacio real, que suponía una pastaza importante, recorrimos casi
todo lo emblemático de Bangkok en un día.
El Palacio Real |
Estatua de un gigante en el Palacio Real |
Los humildes aposentos del rey de Tailandia |
Combinación de arquitectura francesa y tailandesa |
El
palacio real está formado por una gran extensión de jardines y edificios que
combinan con gracia una especie de imitación de arquitectura colonial francesa
(que al rey que los hizo le gustaba) y estilo sobrecargado tailandés. Todos los
muros, exteriores e interiores, están recubiertos de grabados bastante
impresionantes. La mayoría, según me cuenta mi anfitriona, cuentan la historia
de la cruenta guerra entre dioses del budismo ramificado (pues en gran medida y
en la gran mayoría de territorios donde se practica, el budismo no es una
religión monoteísta, como muchos piensan. El Buda es un dios principal que se
alza sobre un panteón de deidades menores) y gigantes/titanes, tema recurrente
en tantas mitologías. Uno de los edificios del palacio es la pagoda del Buda
Esmeralda, que en realidad es de jade, es muy pequeño, y fue regalado al rey
tailandés por China hace muchos siglos. También visitamos el Buda reclinado más
grande del mundo en Wat Pho, de 43 metros de largo, y el templo de Wat Arun,
que parece una pirámide maya con un pináculo alargado en la punta y cuyas
escaleras estrechas e irregulares dan verdadero vértigo a la bajada, reteniendo
a varios turistas caguicas durante un rato en la parte superior.
Gran Buda tumbado en Wat Poh |
Wat Arun |
Wat Arun desde el otro lado del río |
Estoy a
gusto con mi amiga, incluso cuando se hace evidente que mi camiseta raída y mi
barba desordenada no son adecuadas para el restaurante carísimo en el que
cenamos, con vistas nocturnas al templo Wat Arun, bastante impresionante
gracias a la iluminación. En esta cena, tengo el gusto de probar por primera y
única vez los manjares tailandeses que no pueden encontrarse en los puestos de
comida callejeros de pad thai y rollitos vietnamitas que suelo frecuentar.
Comemos deliciosa sopa de setas con leche, cerdo en curry de estilo panang (que
yo conocía gracias a mi antiguo compañero de piso Michael y las recetas de su
novia de origen tailandés), noodles fritos crujientes y otros manjares. Mayzie,
que así se llama mi amiga, ha invitado a su vez a una compañera de trabajo de
la universidad, muy guapa, aunque ambas dedican más tiempo a sus móviles listos
que a la comida, como tantos asiáticos. Yo engullo, ya que es la primera comida
de calidad que pruebo en semanas. Después observamos Bangkok desde la azotea,
con sus edificios financieros y templos budistas, y barcos restaurantes
iluminados de mil formas bajando el río frente a Wat Arun.
FOTO wat
Arun iluminado
Tras
una semana en Bangkok, empiezo a estar realmente a gusto. La ligera confusión
de los primeros días ha desaparecido. Saludo a los dueños de los puestos
callejeros, a los tuk tuks. Siento que podría quedarme, empezar de nuevo y
construir una vida agradable. Una vida frenética o una vida tranquila, según yo
eligiera, libremente.
Pero en
una vida de saltos y trayectos todo llega a su fin, y esto es una de las pocas
cosas malas que tiene viajar, el elemento efímero del bienestar que se alcanza
en algunos lugares. Como es evidente que no puedo pagarme un medio de
transporte más rápido de vuelta a Kuala Lumpur, donde me espera mi vuelo a
España, calculo que tardaré dos días de viaje, al menos. Con el poco dinero que
me queda, me hago con un billete de tren que tarda 22 horas en llegar a
Butterworth, ciudad del Norte de Malasia. Por más que lo intento, es imposible
conseguir un billete de autobús Butterworth-Kuala Lumpur desde Bangkok, así que
no me queda más remedio que esperar que mi llegada no se produzca con mucho
retraso y pueda coger un autobús in situ
el mismo día. Si no lo consigo porque no quedan autobuses o billetes esa tarde,
perdería el vuelo a España. No me preocupa mucho pues mi llegada a Butterworth
está prevista para la una de la tarde, una hora razonable para encontrar
billetes (el posible retraso es otra cosa, pero prefiero no pensarlo mucho y
confiar en la diligencia de los trenes tailandeses).
Para mi
última noche en Bangkok consigo, sin que aún me explique muy bien cómo, reunir
a las ocho de la tarde en el hotel Dob a un grupo nutrido y variopinto a más no
poder: Nasir, los viajeros japoneses, mi amiga Mayzie, Mick y Sam, las chicas
tailandesas que me confundieron con Maroon 5, y una chica keniata que he
conocido esa misma tarde. Al grupo se une además, una extraña amiga hipster de
los australianos sin seguro dental, formando una combinación estrambótica en la
que soy el único nexo de unión entre mucha gente.
La
noche es terriblemente divertida, con momentos muy surrealistas como el baile
sensual de una de las japonesas, de 19 años, con Mick el desdentado, ambos
luciendo unos gorros de peluche con grandes orejas que este había comprado para
sus hijos. Mayzie está superada, pues pertenece a la jet set capitalina y no está acostumbrada a los tugurios de Khao
San ni mucho menos a los personajes que habitan en ellos. Nasir me agradece que
le presente a tantas mujeres. En
general, yo disfruto como un enano y me despedido de Bangkok y de Tailandia
como es debido, de manera excesiva y extravagante, como es la gente allí.
A la
mañana siguiente, sábado, comienzo un viaje que culminará con mi llegada el
miércoles al aeropuerto de Madrid. Mi socio el conductor de tuk tuk se despide
de mí y me consigue un taxi a mitad de precio hasta la estación de tren, un
lugar ruidoso y muy sucio, como casi todas las estaciones de tren. Allí fumo un
poco de la hierba que uno de los japoneses me ha dejado junto a la cama al
marcharse hacia el sur mucho antes que yo, esa mañana. Pretendo con ello
amenizar las 22 horas que tengo que pasar en ese tren viejo que se coloca
chirriando en el andén indicado.
Y de
hecho, el viaje es ciertamente entretenido. Mi litera es exigua y casi no puedo
estirarme cuando me tumbo, pero todo tiene cierto aire novelesco y acogedor.
Los paisajes que atravesamos distraen la vista y la mente mejor que ningún
capítulo de los juegos del hambre, y
los paseos rutinarios por los otros vagones me dan vidilla, observando la
entrada y salida de diferentes pasajeros y sus maletas, familias y atuendos.
Hay familias numerosas de indios que vuelven a Malasia, también un grupo de
señoras chinas muy ruidosas que hablan y comen guarrerías sin parar, van o
vienen, no lo sé. También hay unos monjes budistas y un blanco solitario con
aspecto de rockero ex-drogadicto de unos 50 años o más. Fumo en el lavabo
mientras veo junglas, montañas y arrozales pasar a gran velocidad. También me
hago fotos para documentar el empeoramiento progresivo de mi aspecto a lo largo
del viaje. El billete incluye dos comidas bastante decentes, aunque las señoras
chinas tienen más cosas en una bolsa enorme de plástico. No paran de hablar y
comer. El rockero viejo intenta dormir y está visiblemente molesto, así que se
levanta en un punto no identificado del sur de Tailandia y les grita que se
callen de una maldita vez con acento británico. Las señoras susurran y maldicen
durante unos minutos, después vuelven a gritar y el hombre no puede hacer más
que revolverse en su asiento.
Desde el tren |
Pasamos
la frontera después de haber parado por última vez en Tailandia cerca de Hat
Yai, ciudad grande del Sur. En el puesto fronterizo, la seriedad y el buen
inglés de los malasios vuelven a mi vida, y yo me despido finalmente de
Tailandia, un país que nunca superaré del todo.
La
llegada a Butterworth es rutinaria, y encontrar un autobús a Kuala Lumpur
resulta mucho más fácil de lo esperado, para mi tranquilidad. Enseguida me
siento y entablo un poco de conversación con una pareja de brasileños, el chico
al parecer es futbolista. Estoy bastante cansado pero no consigo dormir. Mi
comida del domingo se basa en los archiconocidos corazones de pescado frito
malasios, sumergidos en aceite tóxico de palma, una delicia, les doy varios a
los brasileños pues ellos no han sabido qué comprar al estar recién llegados.
Es ya
de noche cuando mi macuto y yo nos plantamos en el viejo edificio de Segambut.
No estaba nada seguro de que fuera a volver por allí así que la gente se
sorprende bastante al verme aparecer, pues ya me despedí en su día. Solo me
quedaré esa noche, y aunque mi cama la tiene ahora un voluntario chileno, se
cambia para dejarme dormir allí una última noche. El bueno de Fernando está en Singapur, pero
me ha dejado algo de dinero debajo de su colchón, y es gracias a esos pocos ringgits
con lo que puedo llegar al aeropuerto al día siguiente y cenar. La hospitalidad
de la gente de Segambut me da alegría, y siento una gran nostalgia cuando subo
por última vez a la azotea a otear las junglas oscuras y las grandes torres
Petronas en la lejanía. Voy a echar de menos Malasia, y la forma de vida que ha
representado para mí, mucho.
Mi
avión con destino a España sale a las 12 de la noche, así que empieza un nuevo
día mientras yo abandono la que ha sido mi ciudad y mi vida durante siete meses
que no olvidaré.
Sin una
buena película que ver o una buena conversación a la que agarrarse, rodeado de
metal y plástico, y a miles de metros de altura, echo de menos la jungla.
Recuerdo mi última caminata a través de Koh Phi Phi, ya sin Manu, cuando
prácticamente se me hizo de noche en mitad de la isla y tuve que correr entre
lianas y raíces mientras mi mente jugueteaba con el recuerdo de las historias
de fantasmas de Aaron. Casi pierdo el camino, pero al final, el camino estuvo
más claro que nunca.
Al
despegue le siguen una escala extraña y somnolienta de seis horas en Pekín y
una breve en Amsterdam. Allí me vuelvo a encontrar con nuestra civilización y
me siento extraño y pesado. Quizá sea el sueño, o quizá no. Nadie a mi
alrededor parece darse cuenta de la relevancia que tiene para mí el volver a
pisar pasillos limpios, alfombras, tiendas de lujo… Echo de menos la cercanía
de la gente, las sonrisas y saludos espontáneos, y por qué no decirlo, también
la suciedad y el caos de Asia. Tan pronto me asaltan estas dudas, recién bajado
del avión, ¿cómo es posible? Quizá solo sea el sueño.
Los
últimos 50 ringgits que llevo en el bolsillo no me dan ni para una hamburguesa,
así que decido quedármelos como recuerdo de mi periplo de pobreza. Europa se me
antoja ahora cara, y vieja, y tremendamente aburrida.
Todo está por ver, las
sensaciones al volver a una vida que casi he olvidado, y las nuevas perspectivas que este viaje sin duda habrá dejado en mí como huellas imborrables de experiencia, igual que también ha dejado cicatrices más físicas que nunca desaparecerán. Todo esto se verá, supongo, con la perspectiva que solo el tiempo y la mirada tranquila hacía atrás pueden otorgar. Quizá entonces, vuelva a escribir.
En
cualquier caso, cuando dejé Asia nunca dije adiós, tan solo, hasta la próxima J
Al final, sobreviví |